La resistencia de Ostula: un costo terrible por reclamar la tierra
Las comunidades no buscan otra cosa que hacer valer sus derechos y son asediadas, acechadas y cazadas a diario por los diversos poderes fácticos que controlan México
Hoy en día, como sucede en la mayor parte de México desde hace décadas, existir implica defender, incluso con la vida, un territorio.
Las comunidades, los pueblos y las personas, que no buscan otra cosa que hacer valer sus derechos, derechos que son los de todos, son asediadas, acechadas y cazadas a diario, por los diversos poderes fácticos que controlan el país.
Ahí está el pueblo que se enfrenta a talamontes y traficantes de maderas preciosas, allá la comunidad que planta cara al narcotráfico y la trata, aquí la organización que resiste al Ejército, las diversas policías y la Guardia Nacional en nombre del agua y acá el último bastión ante los paramilitares de las mineras o los intereses hoteleros.
Obviamente, estas disputas, estos conflictos en los que se dirimen dos maneras de habitar y de reproducir el mundo, estos enfrentamientos en los que se juega, en realidad, la supervivencia de todos, incluida la de los habitantes de las grandes ciudades, quienes pareceríamos ciegos ante dicha guerra por el futuro común, van dejando tras de sí una estela interminable de muertos.
El último —hasta el momento, cuando menos, en el que este artículo fue escrito— fue Tomás Rojo Valencia, líder yaqui que se oponía al Acueducto Independencia y cuyo cadáver, tras desaparecer y permanecer en calidad de desaparecido durante días, fue encontrado en una fosa ubicada al sureste de Vicam, Sonora —”hay muertos y hay cadáveres”, escribió Elena Garro en Los recuerdos del porvenir, incapaz de imaginar que su sentencia dictaría la indiferencia de nuestro presente—.
Antes de él, de Tomás, apenas unos cuántos días antes, los conflictos por el territorio y por la vida, esa guerra en cámara lenta que asola México —aunque desde los centros urbanos no se contemple más que como un teatro de sombras, aunque desde las tribunas del poder político no se escuche más que como un ruido de fondo en la estación que todos sintonizan—, cobró la vida de Luis Domínguez Mendoza, también líder yaqui; la de Jaime Jiménez Ruiz, que se oponía a la hidroeléctrica Río Verde, en Oaxaca, y la de Raymundo Robles Riaño, chatino que enfrentaba esa misma hidroeléctrica.
Ahora bien, esta estela de muerte, esto quizá sea lo peor, no es solamente estela, no es tan solo la marca, la huella de algo sucedido, es, además, una advertencia, una señal de humo, en realidad, que pide auxilio —no es casualidad que Amnistía Internacional haya declarado a México, recientemente, el segundo país más peligroso para los defensores del territorio y los ambientalistas—: además de los muertos, de los que han sido asesinados, están aquellos que podrían serlo en cualquier momento, si no empezamos a defender a los defensores de nuestro presente y de nuestro futuro, desde donde sea que se ubique nuestro ámbito de acción.
Debemos, estamos obligados a entender, que, estemos en donde estemos, la guerra por el territorio y por la vida es también nuestra guerra, aunque no formemos parte de la primera línea de batalla —línea que, por otra parte, no implica, necesariamente, un solo conflicto, es decir, una única disputa—, aunque otros, en nuestro nombre, conformen esa primer línea, esa trinchera en la que lo arriesgan y lo dan todo: el agua que está en juego, los bosques que están en juego, el aire que está en juego, los recursos que están en juego, la madera que está en juego, los derechos que están en juego —a una lengua, a una cultura, a una forma de entender y de relacionarse con el mundo— son, a fin de cuentas, los de todos.
Pero volvamos al asunto de que una línea de batalla no es, necesariamente, un solo conflicto, una disputa única, al asunto, pues, de que hay, de que existen conflictos en los que no solo se dirime el destino del agua o el del aire, el de la madera o el de uno o varios minerales, sino que reconcentran disputas múltiples, es decir, varios de los conflictos en los que se está jugando nuestro presente —esto es también algo que debemos entender de una vez y para siempre: no formamos parte de uno, sino de varios presentes, como no somos el resultado de uno, sino de varios pasados— y nuestros futuros inmediatos.
Y es que esto —no una batalla, sino varias— es, precisamente, lo que sucede, lo que se está jugando en Santa María Ostula, comunidad nahua ubicada en la montaña y en la costa michoacana. Ahí, en el municipio de Aquila, colindante con el Estado de Colima, desde hace décadas, los habitantes se vieron obligados a reclamar las tierras que por error les quitara una resolución presidencial de abril de 1964 —error que entregó 1.200 de las cerca de 21.000 hectáreas de tierras comunales a pequeños propietarios, quienes no tenían derecho alguno a ellas—.
Por supuesto, el reclamo de la comunidad de Ostula implicó —sigue implicando— el tener que enfrentarse con los poderes fácticos de la región, desde los distintos niveles de Gobierno (con sus cuerpos represivos) hasta los narcotraficantes (durante años, los carteles usaron las playas de Ostula para meter la cocaína proveniente de Colombia) y los intereses mineros (la trasnacional Ternium, asociada con la regiomontana Hylsa, planea como buitre sobre la región).
Ante el despojo, en Ostula nació la resistencia, resistencia que, para conservar los bosques, el agua, la madera, los recursos minerales y el litoral, se convirtió en acción hacia el año 2009, cuando, ante la indiferencia de las autoridades y encabezados por el maestro Diego Ramírez Domínguez —uno de los primeros defensores asesinados en la región—, se recuperaron las 1.200 hectáreas perdidas.
—Antes de continuar, debo aclarar que, para probar la propiedad de dichas hectáreas, la comunidad de Ostula cuenta con títulos virreinales de 1802 y 1803, así como con la resolución presidencial de 1964, que a pesar de reconocerle la “totalidad de sus tierras”, como ya dije, por error, restó a éstas poco más de 1.200 hectáreas—.
La acción, la defensa, pues, de las tierras recuperadas —los pequeños propietarios resultaron ser líderes políticos y miembros de Los caballeros templarios—, durante los últimos quince años, ha implicado un costo terrible para Ostula.
Como en tantas otras partes del país, la defensa de la vida trajo a Ostula la guerra contra los intereses y poderes fácticos del necrocapitalismo, cobrándose la vida de más de cuarenta hombres, mujeres y niños y multiplicando las líneas de batalla.
Hoy, sin embargo, Ostula, su defensa, su resistencia, su rebelión, ha dado un paso histórico: ha interpuesto, ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, un amparo directo para que se reconozca la propiedad del territorio:
“Se solicita el ejercicio de las facultades establecidas en el artículo 40 de la ley de amparo, para que la SCJN atraiga el presente caso y se pronuncie sobre la adecuada demarcación, delimitación y protección jurídica efectiva de las tierras comunales y estándares probatorios en casos de invasión de propiedades comunales por parte de pequeños propietarios particulares”, dice el documento al que he tenido acceso.
Y es acá donde todos, estemos en donde estemos, podemos hacer algo, ayudar a los que defienden nuestra vida y nuestros futuros: exigiendo, poniendo atención y presionando a la corte, podemos ayudar a que se haga justicia, a que se haga valer la ley y a que se reconozcan los derechos de Ostula.
En nuestras manos también está el conseguir que la SCJN deje de sintonizar el programa que el poder busca convertir en único y preste sus oídos al ruido de fondo, al tiempo que sacamos de la sombra y enfrentamos esa guerra que desangra al país.
El triunfo de Ostula abrirá nuevas vías para cientos de comunidades y cientos de personas en peligro.
Por eso es vital —vital, en el sentido exacto de la palabra— abrazar, todos, este proceso.
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