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Columna
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Zoombies

Los humanos no buscamos contenidos sino experiencias. Y ahora, libradas ya las primeras batallas, sabemos que las experiencias desde el lado artístico se han visto radicalmente empobrecidas por la pandemia

Jorge Volpi
Un festival de música por Zoom en Bangkok (Tailandia), en junio.
Un festival de música por Zoom en Bangkok (Tailandia), en junio.ATHIT PERAWONGMETHA (Reuters)

A partir de la segunda semana de marzo, cuando la pandemia ya había desbordado China e iniciaba su implacable avance sobre Italia y España, amenazando al resto del planeta, los directivos de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM —una de las instituciones culturales más relevantes de México después de la Secretaría de Cultura— organizamos nuestras últimas y apresuradas reuniones presenciales. En una terraza al aire libre, los responsables de danza y teatro, música y literatura, publicaciones y artes visuales, cine y proyectos académicos nos esforzamos por imaginar nuestra labor a partir de entonces.

En aquellos momentos de zozobra e incertidumbre, y también de curiosidad y asombro, nos dimos a la urgente tarea de transformar las numerosas actividades que teníamos planeadas —ferias del libro, exposiciones, conciertos, piezas teatrales y dancísticas, ciclos de cine, conferencias, presentaciones, coloquios— en eventos a distancia. Anticipándonos a los cierres que se anunciaban en cascada, estábamos obsesionados con volverlo todo virtual. Muy pronto la irrefrenable ola de confinamiento se cernió sobre nosotros y, mientras las actividades presenciales se aplazaban o desvanecían en un futuro imposible, iniciamos un amplio programa a través de nuestras páginas de internet, redes sociales y estaciones de radio y televisión. No fuimos, desde luego, los únicos: cientos de instituciones en todo el orbe emprendieron, con nuestra misma prisa —y nuestra misma improvisación—, un deslizamiento equivalente.

Nuestro sector ha sido uno de los más afectados por el encierro: por más que la cultura haya comenzado a valerse de herramientas digitales y que una poderosa parte de nuestra creatividad se haya volcado a diseñar obras específicas para los medios digitales, las artes continúan siendo relevantes en nuestras vidas porque representan una experiencia imposible de replicar en nuestras casas. Si bien desde inicios del siglo XX vivimos en la era de la reproductibilidad técnica, sabemos que oír música en el propio sillón no se compara con vivirla en la Sala Nezahualcóyotl o la Philarmonie de Berlín, que el teatro solo es teatro si nos hallamos frente a los actores y actrices, lo mismo que un Rivera o un Picasso solo son un Rivera o un Picasso —conservando su aura— si contemplamos los originales en un muro o en un museo. Incluso una película es radicalmente distinta en la acogedora penumbra de un cine que en la fragmentada visión de una pantalla casera agobiada por los estertores familiares.

Y de pronto, de un día para otro, sin casi meditarlo, nos vimos impulsados a trasponer todos estos géneros a recuadros de unos cuantos centímetros cuadrados. No desdeño la relevancia del desafío: miles de creadores se aventuraron a conquistar estos artefactos con el objetivo de no perder a sus interlocutores, continuar perturbando o estremeciendo a sus públicos y salvar a millones de ciudadanos igual de enclaustrados que ellos. El esfuerzo ha sido épico: sin recursos o con recursos limitadísimos, cobrando bicocas en un entorno no diseñado para remunerarlos, estos artistas hicieron lo que tantos de sus predecesores, adaptarse milagrosamente al nuevo entorno, usarlo lo mejor posible, desafiar sus reglas en algunos casos.

Digitalizarse o morir. Todos nos volcamos así, tan generosa como irresponsablemente —sin apenas darnos cuenta de nuestro analfabetismo digital—, hacia las plataformas que nos permitirían mantener nuestro de por sí precario ecosistema cultural. No iba a ser lo mismo, pero no parecía haber otra salida. A partir de ese instante, nos vimos inundados de música, obras escénicas y exposiciones virtuales, al tiempo que las empresas que ya proporcionaban servicios audiovisuales o en línea multiplicaban exponencialmente sus contenidos —y sus ingresos.

¡Qué emocionante el primer concierto coral, el primer Shakespeare, la primera coreografía y el primer coloquio en Zoom! En medio del desierto, un oasis. Hoy, esa plantilla se ha tornado cada vez más ubicua —y más odiosa. Contamos con una oferta exuberante: todas las instituciones aspiran a lo virtual y a lo viral —para evocar el título del estimulante libro de Jorge Carrión. De la Feria de Frankfurt al Hay, del National Theatre a Bayreuth, de la Filarmónica de Berlín a la Orquesta Imposible, de Stanford a la UNAM, todo cabe en ese cuadrángulo que sostenemos en la mano o dejamos reposar sobre nuestro escritorio. Lo virtual no es lo real, pero había que hacernos la ilusión. A fin de cuentas, estábamos seguros de que iba a ser provisional: la mutación sería efímera, como anunciaban triunfalmente nuestros políticos. Por más que cierta vida artística retoma sus lugares anteriores, en septiembre de 2020 queda claro que esta forzada metamorfosis durará todavía largo tiempo. ¿Qué hacer, entonces, cuando las posibilidades de regresar a nuestro antes —teatros y salas y parques y museos atiborrados de gente— continúa siendo tan remota?

Los humanos no buscamos contenidos —como quisiera simplificar nuestra todopoderosa industria del espectáculo— sino experiencias. Y ahora, libradas ya las primeras batallas, sabemos que esas experiencias, al menos desde el lado artístico, se han visto radicalmente empobrecidas por la pandemia. Ello no quiere decir que no haya habido lugar para la experimentación y la sorpresa virtuales, pero cada vez es más raro: prevalecen la inercia y el hartazgo. Porque el conjunto de nuestra experiencia artística real se reduce a estar horas y horas que pasamos dócilmente frente a nuestras adictivas pantallas, a soportar esa retícula de Zoom que tanto recuerda a una prisión y a tolerar los saltos en nuestras conexiones inestables, los delays, las interrupciones, el ruido de fondo, las caídas del sistema, la pequeñez de esos diminutos rostros que debemos interpretar por la fuerza, agotadoramente, para acceder a una experiencia cada vez más disminuida: el espejismo de presenciar algo en vivo, por más que los mismos actores —Paul Auster o John Malkovich o Kirill Petrenko— luzcan mejor en videos grabados con antelación que podríamos mirar a cualquier hora.

Llevamos semanas —parecen siglos— como zoombies, consumiendo la carroña de las redes: esta no puede ser la salida para la cultura del covid-19. No debemos permitir que estas plataformas, enriquecidas a costa de nuestros datos, nos impongan la única forma artística de nuestro tiempo. En el devastado mundo analógico ya hemos constatado que no queda otro remedio que abandonar nuestras casas y refugios, precavidos y cuidadosos, y volver al mundo. Si no queremos seguir confinados artísticamente, también debemos arriesgarnos a abandonar Zoom y sus sucedáneos —y la engañosa facilidad con que se nos presentan—, avizorar una auténtica alfabetización digital en creadores y públicos que no descuide la reflexión ética, impulsar nuevas tecnologías y cuestionar las existentes para luchar contra la pavorosa desigualdad que seguimos perpetuando, ahora en redes, y concebir nuevos espacios allá afuera en busca de una libertad que se nos escapa entre los dedos.

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