La muerte de la madre de El Chapo Guzmán: el fin de una era
El fallecimiento de María Consuelo Loera ocurre cuando se anuncian dos cambios en el narcotráfico nacional: el desplazamiento de las drogas tradicionales por las sintéticas y carteles menos sostenidos por relaciones familiares
Cuando María Consuelo Loera nació, en 1929, Emilio Portes Gil era presidente de México. Terminaba la guerra cristera, el PRI no se había fundado, y el tráfico de opio era uno de tantos negocios controlados por media docena de redes de migrantes chinos asentados en México. La droga era una nota al pie y el Triángulo Dorado —ese territorio impenetrable entre Durango, Chihuahua y Sonora— no era todavía la cuna que vería nacer a los nombres que dominarían el tráfico de drogas las décadas siguientes: Pedro Avilés, Ismael Zambada, Juan Esparragoza, Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero, Joaquín Guzmán y una docena más.
En noventa y cuatro años, a Doña Consuelo le dio tiempo para ver al negocio transformarse. Fue testigo del triunfo de los sinaloenses sobre los chinos en la década de los cuarenta, de la fuerza (y violencia) del Estado durante los años duros de Cóndor, del exilio de sus hijos y sobrinos a Guadalajara en búsqueda del negocio de la cocaína en los años ochenta y de la implosión de las frágiles alianzas una década después. Así como Luis González y González narró desde San José de Gracia la mitad del siglo XX, doña Consuelo Loera observó “el todo” de la historia del narcotráfico nacional desde su mansión de la Tuna, Badiraguato, ranchería desde la cual, además del cielo azul y las montañas ocre, se ven desde hace cincuenta años avionetas ir y venir. Esa ha sido la única constante.
María Consuelo Loera nació pobre en un municipio que vio crecer a hombres muy ricos. Cuesta imaginar que su hijo mayor haya conquistado la portada de Forbes y que tres más, muy niños, hayan muerto por desnutrición. De ese tamaño la riqueza, de ese tamaño la pobreza. Noventa y cuatro años alcanzan para varias vidas.
De la biografía de Consuelo Loera se saben apenas unas cuantas cosas. De niña no conoció el agua corriente ni la electricidad. Se casó con un hombre alcohólico y violento; ninguno de sus diez hijos terminó la primaria, pero el mayor se doctoró a los quince años en la siembra y tráfico de mariguana y amapola. Al final de vida, cuentan quienes fueron hasta la Tuna para entrevistarla, Doña Consuelo se dedicó a cuidar animalitos, curar gente y rezar en una iglesia evangélica que su hijo, El Chapo, mandó a construir en el pueblo. En una ranchería con un puñado de casas había misa de 10 y de 1 todos los domingos. Tanto rezo y tanta abnegación no sirvieron para cumplir el último deseo de doña Consuelo: ver a los ojos, por última vez, al mayor de sus hijos, preso en una cárcel de máxima seguridad en Estados Unidos. Gastó su última bala en una carta escrita para el presidente que, además de innecesaria polémica, sirvió menos que un padrenuestro suplicado sin mucha fe.
El fallecimiento de Consuelo Loera ocurre en un momento en el que se anuncian, cuando menos, dos cambios de dinámicas en el narcotráfico nacional. El primero: el desplazamiento de las drogas tradicionales por las sintéticas, mucho más fáciles y sencillas de producir. Poco a poco, pero inevitablemente, el Triángulo Dorado dejará de ser el centro de gravedad del tráfico de drogas en México. Otras montañas, caminos y fronteras tomarán el lugar histórico que vio nacer a los hijos de Consuelo Loera. La posibilidad de sintetizar fentanilo y metanfetaminas en unos pocos metros cuadrados hará de las montañas de la Sierra Madre Occidental un cobijo innecesario. Las avionetas seguirán recorriendo los cielos de Badiraguato, pero serán cada vez menos relevantes y sus capitanes tendrán otros apellidos.
El segundo cambio es todavía más radical. Las organizaciones dedicadas al tráfico de droga estarán cada vez menos sostenidas por relaciones familiares. El derrotero lo marcaron los Zetas unos veinte años atrás: sería la violencia y no la consanguineidad el cimiento de las alianzas criminales. Hasta entonces, los negocios del narco quedaban en familia, entre hermanos, vecinos, compadres y primos que, a veces, como Caín y Abel, se traicionaban y se mataban. En familia al fin. Ese modelo ya no existe, pertenece al pasado. Eso lo entendieron los Zetas y lo saben muy bien los jefes del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), grupo en el cual el lugar de nacimiento y el apellido cuentan menos que las ganas de matar.
En más de un sentido, los nietos de María Consuelo Loera, Los Chapitos, —ese triunvirato compuesto por Joaquín, Iván y Jesús Alfredo— representan un modelo de organización que remonta más a finales del último siglo que al México de hoy. Resistirán algunos años más —eso es seguro— pero son parte del mundo del ayer. Si no lo saben, al menos deberían sospecharlo.
A María Consuelo Loera no le tocará ver el final de la estirpe. El encarcelamiento del hijo mayor, la extradición de Ovidio Guzmán, la lucha diaria de los Chapitos contra el otrora amigo Zambada, los embates del CJNG en varias plazas del país y la detención de media docena de altos mandos del Cártel, incluyendo la del jefe de seguridad del grupo, El Nini, hacen suponer que el fin del Cartel de Sinaloa, al menos como lo conocemos, está a la vuelta de la esquina. Lo más probable es que termine por implosionar en varias células cada vez menos sólidas y con liderazgos menos profesionales. Quizás serán mucho más violentos.
Eso ya no lo verá Doña Consuelo. Finalmente, noventa y cuatro años no le fueron suficientes para narrar la historia de un negocio que —aunque parece infinito— cambiará de nombres y geografías. Todavía no nace la persona que contará el final.
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