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Bruno Plácido y el fin de la policía comunitaria

El asesinato del líder autodefensa en Guerrero consigna la desaparición de la primera generación de vigilantes en el contexto de la guerra contra las drogas en México

Pablo Ferri
Bruno Plácido
Bruno Plácido durante una conferencia de prensa en Acapulco, en el Estado de Guerrero (México), en mayo de 2019.Bernandino Hernández (Cuartoscuro)

El siglo XXI mexicano se entiende desde la violencia. Y la violencia se explica, entre otras cosas, a partir de los movimientos de autodefensa. Defenestrados, símbolos de la corrupción y el fracaso del Estado en materia de seguridad, su papel fue importante en los primeros 15 años de este siglo. Sorprendieron a las organizaciones criminales que brotaban como hongos en Guerrero y Michoacán. Aunque luego, las mismas autodefensas quedaron superadas por el empuje del crimen y su dinero fácil. Ahora, sus líderes emblemáticos caen asesinados, víctimas del ciclo de terror que intentaron combatir.

Bruno Plácido, ultimado a balazos este martes en Guerrero, vivió todo el proceso, el alzamiento, las primeras victorias, la pugna política, la decadencia y la muerte. Lo mismo que Hipólito Mora, en Michoacán. Entre 2013 y 2014, ambos lideraron movimientos de vecinos, trabajadores, campesinos, que, hartos del crimen, tomaron las armas e hicieron lo que el Estado, por desidia, complicidad, incapacidad, o una mezcla de todas, dejó de hacer. Los dos están muertos ahora. Mora cayó en junio y, como Plácido, nunca dejó de señalar a las mafias, aunque estuvieran en casa.

“Bruno tuvo el acierto de ser un estratega de la seguridad comunitaria”, explica Abel Barrera, del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, que funciona en Tlapa, en el sur de Guerrero. “Fue uno de los primeros comandantes de la CRAC-PC, diseñó sus operativos”, explica, en referencia a la primera policía comunitaria del Estado, precedente de la UPOEG. Plácido encabezó la fundación de ambas. “Desde sus primeros años con la comunitaria, cuando se fundó, fue uno de los más claros en términos de cómo deberían actuar los comunitarios, de como enfrentar a la delincuencia organizada”, señala.

La CRAC-PC nació a mediados de la década de 1990 en una zona serrana, entre la costa sur de Guerrero y la región de La Montaña. “Cuando se fundó la CRAC, él vendía café, aguardiente y panela en Buenavista”, recuerda el sobrino del líder autodefensa, Jesús Plácido. Buenavista era la comunidad donde vivía. “También manejaba una camioneta de pasajeros entre Buenavista y la cabecera municipal, San Luis Acatlán”, añade. “Él sufría la violencia que se vivía en la carretera, los asaltos a los pasajeros, etcétera. Y él combatió. Se comenzaron a organizar, porque además había muchos robos de ganado, violaciones”, explica.

En esos primeros años, la inseguridad era grave, pero nada comparado con lo que vendría después. El PRI, partido hegemónico durante siete décadas, perdía poder en los Estados y los congresos locales. El tráfico de drogas mutaba. En Guerrero, las mafias empezaban a disputar tierras de cultivo de amapola y marihuana, las rutas para sacar la droga de las montañas y los incipientes mercados locales en la costa. El mundo cambiaba y el Estado no entendía. La CRAC cubría un espacio necesario. El problema es que la misma policía comunitaria quedó obsoleta al poco tiempo. Al menos así lo entendió Plácido.

“La UPOEG nace como una demanda muy sentida de las familias contra el alto coste de las tarifas eléctricas, en la Costa Chica, al sur de Acapulco”, explica Barrera, que conoce a Plácido desde los años de la CRAC. “En las asambleas de las comunidades de la Costa Chica, por esto de las tarifas eléctricas, apareció el problema de la delincuencia. Los comisarios empezaron a decir, ‘oye, es que tenemos problemas de grupos de la delincuencia organizada”. Era finales de la primera década de los años 2000.

Agentes de la Fiscalía General del Estado vigilan la zona donde fue asesinado Bruno Plácido, en Chilpancingo, el pasado 17 de octubre.
Agentes de la Fiscalía General del Estado vigilan la zona donde fue asesinado Bruno Plácido, en Chilpancingo, el pasado 17 de octubre. José Luis de la Cruz (EFE)

Barrera recuerda que el crecimiento definitivo de la futura UPOEG fue el rescate de un comisario de una comunidad de Tecoanapa, cerca de Ayutla, a mitad camino entre Chilpancingo, la capital del Estado, y Acapulco. “Plácido dijo, ‘¿saben qué?, hay que organizarnos, hay que ir a buscar al comisario’. Fueron, lo rescataron y pues ya se organizaron”, narra. “Luego ya fue cuando entraron a Ayutla y es cuando empieza el operativo”, dice. Para entonces, los métodos de Plácido ya habían cambiado. Usaban armas más poderosas, iban con el rostro tapado, instalaban retenes en las carreteras. En Ayutla, en pocas semanas, la naciente UPOEG detuvo a medio centenar de personas.

La expansión de la UPOEG marca el inicio de sus problemas. El grupo creció por toda la Costa Chica, hasta las puertas de Acapulco, y también hasta la entrada a Chilpancingo. Se hizo tan grande que acabó por sufrir escisiones. Las luchas de los comandantes de la UPOEG con sus viejos compañeros provocaron muchos problemas, igual que sus peleas contra grupos de criminales. Muchos comandantes murieron, algunos por cumplir con su tarea, otros, como consecuencia de sus trapicheos. A Plácido, diabético y con problemas cardiacos, se le iba de las manos el control del grupo.

“En los últimos años, ya estaba alejado”, explica Barrera. “Tenía contacto, sobre todo con algunos comandantes importantes, pero ya cuando asesinaron a Ernesto Gallardo, que era su brazo derecho y el operador en realidad de la UPOEG, todo cambió. Era el que llevaba toda la estrategia de cómo se organizaba la UPOEG. De él no se acabó de saber por qué lo mataron”, añade. Gallardo fue precisamente uno de los comandantes sobre los que había sospechas de vínculos con el crimen. “El pecado de Plácido fue dejar en manos de Gallardo toda la operación de la UPOEG”, opina Barrera.

De un tiempo a esta parte, el viejo líder pasaba más tiempo en Buenavista, donde cultivaba una huerta. “Hacía gestiones en cuanto a personal médico, medicamentos y demás para las comunidades. Era muy dedicado, pero es que también los comisarios de las comunidades, acudían con él”, sigue Barrera. “Temas de obras, de caminos, de maestros, de médicos… Era conocido, tenía cierta incidencia y relación con autoridades estatales y, ya que no podría andar en comunidades, por su enfermedad, pues hacía estas gestiones”, narra.

Bruno Plácido, durante un diálogo con pobladores de Tierra Colorida, en febrero de 2015.
Bruno Plácido, durante un diálogo con pobladores de Tierra Colorida, en febrero de 2015.José Hernández (Cuartoscuro)

El martes, cuando lo mataron, Plácido acudía precisamente a una reunión con funcionarios de la secretaría de Salud estatal, en Chilpacingo. Su sobrino, Jesús Plácido, explica que iba a gestionar la entrega de medicamentos para el centro de salud de Buenavista. Antes, se había reunido con autoridades educativas para pedir maestros para las escuelas de su comunidad. “Yo lo había visto por la mañana, porque asesinaron a un compañero nuestro en San Marcos”, dice el sobrino, en referencia a un pueblo de la Costa Chica. “Y me llamó para levantar otra vez a la UPOEG allí. Lo vi en San Marcos. Vimos un rato a los familiares de nuestro compañero y de ahí nos fuimos”.

Jesús Plácido, que encabeza su propio grupo de autodefensas en la frontera entre la región Centro y La Montaña, menciona las preocupaciones de su tío. “Él me había dicho que un grupo de Los Ardillos lo andaban persiguiendo ahí en Ayutla. Ayer me lo dijo”, explica. Grupo criminal del centro de Guerrero, Los Ardillos pelean desde hace años con el grupo de su sobrino en las comunidades de Chilapa. Él señala a sus enemigos del asesinato de su tío. De momento, las autoridades callan.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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