Gonzalo Celorio: “Mi maestro fue el exilio español”
El director de la Academia Mexicana de la Lengua habla sobre su último libro, un cruce entre “autobiografía literaria” y homenaje a los autores que modularon su pensamiento, como Julio Cortázar, García Márquez o Juan Rulfo
Lo primero que Gonzalo Celorio (74 años) ve al despertarse es la noche inmensa de Ciudad de México a sus pies. Para cuando el sol empieza a salir sobre la capital, él ya lleva un par de horas escribiendo, acomodado en el despacho de su casa en las faldas del Ajusco. “Me encanta ver el amanecer desde mi ventana”, concede una mañana de agosto, con una voz tenue y rasgada, el daño colateral de un cáncer que acaba de superar. Se prepara un espresso en una cafetera italiana, hace algo de ejercicio y a las nueve y media comienza a trabajar en “cuestiones institucionales”: responsabilidades de la Academia Mexicana de la Lengua, que preside, o sus clases de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Las tardes, dice, son para leer, abrigado por una biblioteca con más de 12.000 tomos que forra las paredes de su salón.
Con esa disciplina soviética no es extraño que haya escrito un puñado de novelas y ensayos, que haya dirigido el Fondo de Cultura Económica, y que haya sido profesor de literatura durante 50 años. Su último libro, Mentideros de la memoria (Tusquets, 2022), acaba de ver la luz: una especie de autobiografía a partir de historias, recuerdos y anécdotas con los grandes autores hispanoamericanos que marcaron su vida, personalidades como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez o Juan Rulfo.
Pregunta. Usted ocupa una cátedra en la UNAM sobre “Maestros del exilio republicano español”.
Respuesta. Si a mí me preguntan quién fue mi maestro, yo diría que el exilio español, personalidades notables como Ramón Xirau, Adolfo Sánchez Vázquez, Luis Rius, Arturo Souto, Gloria Caballero... Una pléyade de grandes humanistas que contribuyeron mucho a la formación de mi generación y las generaciones anteriores. Por la facultad yo vi desfilar a personalidades como León Felipe o Wenceslao Roces, nada menos que el traductor de Marx y Hegel al español.
P. Usted proviene de familia asturiana.
R. Mi abuelo paterno era asturiano, de Llanes, de un pueblo muy pequeñito llamado Rebaño. Fue un emigrante español de la segunda mitad del siglo XIX. Mi padre ya nació en México. Mi abuela materna nació en Cuba, pero cuando era todavía parte del Imperio Español. Mi abuelo materno era aragonés. Mi padre fue diplomático mexicano destacado en La Habana, allí conoció a mi madre, allí se casaron y allí nacieron los tres mayores de mis hermanos. Soy de una familia muy numerosa: el undécimo de 12 hermanos.
P. Ha repasado su historia familiar en varias novelas. Mentideros de la memoria tiene un toque más autobiográfico. ¿Le preocupa que llegue un momento en que se le acabe el material en su vida sobre el que escribir?
R. No, sobre todo porque ya no soy joven. Me preocupa mucho más quedarme sin vida que quedarme sin material. Hay una carga autobiográfica fuerte en mi obra literaria y en Mentideros de la memoria hay un trasunto muy personal. Pero yo creo que en este libro hay una autobiografía muy curiosa porque el autor no es el protagonista. Eso no ocurre en ninguna autobiografía que yo conozca. Los protagonistas son los escritores y yo soy una especie de testigo nada más. Las obras de estos autores a los que he leído, estudiado o querido, con quienes he tenido la posibilidad en algunos casos de relacionarme, a veces muy cercanamente, a veces discipularmente. Es un libro confeccionado con recuerdos personales, pero también está tocado por la ficción, el ensayo y la crítica literaria.
P. Jane Goodall estudió toda su vida a los primates y publicó un libro llamado Mi vida con los chimpancés. Lo suyo sería más bien Mi vida entre grandes genios de la literatura.
R. Sí, esa ha sido para mí una gran fortuna y un gran privilegio, pero estas grandes personalidades no me interesarían de no ser escritores. No me interesa tanto la vida del escritor como la obra del escritor.
P. Pero el libro también tiene un punto casi de chisme literario, de morbo.
R. Bueno, sí, como tuve la oportunidad de conocer muy de cerca a algunos escritores, hablo también de algunos aspectos de su vida personal, pero no precisamente con una intención de infidencia o de chismorreo. A mí me parece que este es un libro de homenajes. Un verdadero amor siempre es crítico porque de lo contrario no es un homenaje, es una adulación. Hay también una especie de gran veneración, de ternura y de comprensión.
P. La mayoría de historias que cuenta tienen más de 20 años. Algunas son incluso de los 70. ¿Por qué ha vuelto a ellas ahora?
R. Es un ejercicio de memoria y de recapitulación. He llegado a una edad en donde uno prefiere la relectura a la lectura. Algunos autores tuvieron en mí una impronta en términos literarios, en términos culturales. Pero hay otros, como Cortázar, que no solo modificaron mi concepción de la literatura, también mi conducta, mi escala de valores, mi visión del mundo. Creo que eso es importante, hablar de aquellas obras literarias que influyeron en la conformación de tu personalidad porque los leíste a una edad temprana. Me parece un acto de reconocimiento y de justicia hablar de ellos.
P. Este libro, a sus 74 años, ¿tiene una intención más de revisitar la obra de estos autores o su propia vida? ¿Su juventud o la literatura que la moldeó?
R. En este caso sí era revisitar la literatura, aunque yo no me propuse escribir este libro con una idea previa. Recuerdo una frase de un gran escritor francés llamado Maurice Blanchot, que decía que escribir una novela era como lanzarse al mar sin cera en los oídos y estar dispuesto a oír el canto de las sirenas. Es decir, que uno sabe de dónde partir, pero no necesariamente sabe a dónde va a llegar. De repente va recorriendo caminos insospechados, que no tenía previstos. Es mi historia a través de mis lecturas de escritores de la segunda mitad del siglo XX. Pero ahora estoy trabajando en un libro de memorias que tendrá como título un poema de Borges, una definición de la memoria que me parece portentosa: ese montón de espejos rotos. Uno no recuerda las cosas con un orden, con una cronología, las recuerda de manera fragmentaria. Distorsionadas como un espejo.
A lo largo de mi carrera literaria he hecho una especie de estriptis. Me he desnudado en la literatura. Y ahora me siento con la posibilidad a estas alturas del partido de contar cosas íntimas e imbricarlas para dar idea de mi propia vida y de mi contexto, que puede ser importante como una contribución cultural. El paso por las instituciones me ha dado también una riqueza no nada más anecdótica, sino histórica, para poder hablar de una serie de circunstancias, de sucesos, de problemas. Eso es lo que estoy escribiendo desde hace tiempo. Ya tengo un largo camino recorrido, pero uno no sabe cuándo puede terminar porque los libros no se terminan, sino que se abandonan.
P. Ha repetido hasta la saciedad que Cortázar le cambió la vida. ¿Qué es lo que tiene tan especial?
R. Hay varias cosas. En primer lugar, que es un escritor que se despoja de la solemnidad que habían tenido siempre las letras hispanoamericanas. Como decía Cortázar, los escritores hispanoamericanos pueden tener mucho sentido del humor cuando están en la cantina o en la tertulia, pero escriben serios y solemnes. Cortázar le devuelve al lenguaje una naturalidad que la literatura, por solemnidad, le había restado. Es un escritor con un gran sentido del humor. Y tiene algo más que tampoco existía en la literatura hispanoamericana, que es la ternura.
P. Llama la atención que el libro tiene 20 capítulos, pero solo uno y medio están dedicados a autoras (Dulce María Loynaz y Marie-Pierre Colle Corcuera).
R. De eso me di cuenta. El problema no es de mi libro, es de la historia, que no les ha dado a las mujeres el reconocimiento que han de haber tenido. Me pasa en mis cursos de Historia de la Literatura. Algunas alumnas dicen: ‘¿Pero cómo es posible que en este curso haya tan pocas mujeres?’. Yo respondo que el problema no es del curso. En la historia de la literatura, por más importantes que hayan sido algunas mujeres, no fueron reconocidas, ni valoradas, ni difundidas suficientemente en su tiempo y, por consiguiente, no tuvieron la presencia, la significación y la trascendencia que merecían. Ahora acabo de dar un curso de narrativa hispanoamericana contemporánea en donde están presentes Rosa Beltrán, Verónica Murguía, Luisa Valenzuela, María Fernanda Ampuero o Mariana Enríquez.
P. Pero sí hubo grandes autoras en el siglo XX. Solo en México, Rosario Castellanos, Elena Garro, Elena Poniatowska, Pita Amor...
R. Sí, sí, pero yo estoy totalmente en contra de las cuotas. No quisiera tener que poner el mismo número de mujeres que de hombres, porque entonces sería tanto como decir que fulana de tal vale por ser mujer en lugar de por tener otro tipo de méritos. Evidentemente, estoy totalmente en contra de cualquier signo de discriminación. Yo tuve contacto directo fundamentalmente con escritores varones, pero soy un gran admirador de muchas escritoras. Quizás ahora en el último curso que di había más mujeres que hombres, aunque no me puse a contarlas.
P. Más allá de cuotas, cuesta creer que todos los autores mencionados en el libro sean mejores que otras escritoras de la misma época.
R. No, pero yo no los elegí por ser mejores, sino por haber tenido una influencia en mí o por haberlos conocido. Yo no he tenido tratos con Elena Poniatowska. No conocía a Pita Amor. Le dediqué mi tesis de licenciatura a Remedios Varo, para poner un ejemplo. Ojalá eso lo pongas para que no quede yo como un misógino. En ese libro hago una comparación entre la pintura de Remedios Varo y el personaje Remedios la Bella, de Cien años de soledad. Hay mujeres muy importantes, pero este no es un libro sobre la historia de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Estoy contando mis relaciones personales con algunos escritores que casualmente, o no sé si casualmente, fueron varones.
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