El desplome de la Línea 12 y la salud mental: las otras heridas
Los efectos emocionales derivados del desplome de la Línea 12 del Metro, entre las estaciones Tezonco y Olivos, no se han atendido con el mismo cuidado que las lesiones físicas
Este es un fragmento del proyecto anual de la segunda generación de Corriente Alterna, el laboratorio de periodismo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Benito Alvarado Nieva cuenta cómo se aferró a la vida el 3 de mayo de 2021 a las 22.22, cuando se desplomó el tren en el que viajaba. Escuchó el grito de su hermano José Eucario entre los alaridos de la gente desesperada. Como pudo, se abrazó a los tubos del vagón mientras los cuerpos del resto de los pasajeros chocaban contra él, cayendo hacia el fondo del vagón. En algún momento las luces se apagaron, pero el fuego que surgía de los cables le permitió entrever que muchas personas ya no se movían.
“Hasta aquí llegaste”, pensó. “Aquí terminó tu vida”. Pero el hombre de 52 años y su hermano, de 50, sobrevivieron.
—Estoy aquí, mire: en la arena y junto al mar, ¿verdad?
Vendedor de frutas y legumbres, fanático de los thrillers de John Katzentbach, Benito dibuja con los ojos una playa imaginaria sobre la habitación de una casa en la alcaldía Iztapalapa, delimitada por cortinas en lugar de paredes. Convalece. Sus piernas han sido operadas ocho veces desde el desplome, hoy las cubre una cobija roja.
Benito salió de terapia intensiva el 21 de mayo, casi tres semanas después del colapso del tren de la Línea 12 en el que 26 personas perdieron la vida y más de un centenar resultó con heridas. Tuvo lesiones en el estómago, el abdomen y, sobre todo, en las piernas. Está en rehabilitación para volver a caminar. Del impacto emocional aún no se recupera.
—Antes no lloraba y ahora lloro. Sacas todo lo que te ha pasado desde tu niñez hasta ahora, todo lo que no te ponías a pensar.
Una curita para la hemorragia emocional
Los efectos emocionales derivados del desplome de la Línea 12 del Metro entre las estaciones Tezonco y Olivos no se han atendido con el mismo cuidado que las lesiones físicas. Éstas son las primeras a tomarse en cuenta en el dictamen de salud, para definir el monto de la indemnización. La cantidad dependerá de si la afectación física tarda menos de quince días en sanar, un mes, o si resulta en alguna discapacidad.
Sin embargo, la salud mental no se contempla en la reparación del daño, aun cuando las lesiones emocionales de los sobrevivientes pueden tardar más tiempo en sanar que la fractura de un hueso. Por ejemplo, Alejandro Porcayo y Jonathan Contreras constantemente piensan en cómo habrían cambiado las cosas para su familia si él no hubiera sobrevivido; Gabriel López, estudiante de medicina, llegó a dejar de tomar clases porque en cualquier momento recordaba el desplome; y Sergio Alvarado escucha a su hija de 15 años preguntarle por qué ocurrió el accidente, mientras lo mira en cama sin poder caminar.
Pese a que la Declaratoria emitida por la Comisión Especial de Atención a Víctimas (Ceavi) el pasado 10 de mayo hablaba de reparación “integral” y la Ley de Víctimas de la Ciudad de México establece medidas de asistencia psicológica, las personas sobrevivientes hoy se las arreglan como pueden: combaten la ansiedad de volver a utilizar el metro, procuran no pensar en el accidente o tratan de mantenerse optimistas a partir del apoyo de su familia y amigos.
Es decir, mientras las lesiones del cuerpo se atendieron hasta la rehabilitación, en términos de salud mental el apoyo oficial se concentró en proporcionar contención emocional —de manera provisional—, en lugar de trabajar en la recuperación integral de las víctimas.
De acuerdo con una solicitud de información respondida por la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, fue en los hospitales donde deudos y sobrevivientes recibieron un primer apoyo emocional. Cinco grupos de psicólogos y trabajadores sociales del Centro de Apoyo Sociojurídico a Víctimas del Delito Violento atendieron a personas lesionadas y otros dos apoyaron a familiares de quienes fallecieron. Pero la Fiscalía no dio seguimiento a las víctimas cuando estas fueron dadas de alta.
Para atender a las personas que volvían a casa, el Gobierno de la Ciudad de México integró brigadas de atención domiciliaria. La Secretaría de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación (Sectei) envió talleristas: psicólogos del área de habilidades emocionales del programa de Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes (Pilares).
Rita Isabel Viana Álvarez, jefa de la unidad de talleres de esta área, relata que los psicólogos de Pilares respondieron a una invitación. “[Ellos] muy amablemente, muy comunitariamente, muy como con este sentido humano, decidieron acercarse a las brigadas para apoyar a las personas que requerían una contención emocional”.
Pero este personal no trabaja en Pilares con enfoque terapéutico. Su labor, aclara la funcionaria, es más bien educativa. De acuerdo con una persona tallerista que participó en las brigadas —y quien solicitó anonimato para evitar represalias laborales—, no existió un protocolo para brindar primeros auxilios emocionales. Esto ocasionó que el enfoque y duración de las sesiones, que empezaron el 9 de mayo, dependiera del criterio de cada psicólogo.
“Me sorprendió que el gobierno no contará con un protocolo de atención, algo imprescindible en psicología. Necesitamos saber qué se hace, cuál es el seguimiento, cuál es la intervención”, menciona la persona tallerista.
A pesar de la improvisación, las familias formaron lazos de confianza con los psicólogos de Pilares. Dos semanas después, precisa el personal entrevistado, éstos recibieron la orden de canalizar a los pacientes a clínicas u hospitales para recibir “una terapia tal cual”, como explica Isabel Viana. El personal de Pilares señala que el cese de las visitas responde, en realidad, a que no tuvieron recursos para pagar el transporte hasta las viviendas de los afectados.
“Ellos acudieron por sus propios medios”, corrobora la funcionaria.
Este cambio afectó a personas como Guadalupe Rodríguez, quien perdió a Jesús Baños en el desplome. La hija de ambos rompía en llanto en cualquier momento, cuando jugaba con sus primos, por ejemplo. Se quedaba quieta y comenzaba a repetirle a su madre que no quería que su papá se fuera. Las autoridades la canalizaron con una tanatóloga del sector público. A sus cuatro años, la niña ya tiene un diagnóstico: depresión. Guadalupe sólo asistió a dos sesiones porque no fue posible establecer confianza con su terapeuta.
Las víctimas deben pedir atención
El titular de la Comisión de Víctimas, Armando Ocampo, define que la reparación integral del daño es llevar a las personas afectadas al estado en el que se encontraban antes del incidente: “No es ni enriquecimiento ni empobrecimiento, es llegar a un minuto antes del hecho victimizante”.
Afirma que hay disposición de las autoridades capitalinas para lograrlo y que, quienes así lo requieran, puedan acceder a atención de salud mental. Pero el Estado no se acerca a las víctimas: son ellas quienes deben solicitar este servicio. Depende de que “la víctima lo desee y, desde luego, que sea necesario”, insiste Ocampo.
Esta situación se refleja en el bajo número de seguimiento de terapias. Servicios de Salud Pública informó vía transparencia que nueve psicólogos clínicos de la Jurisdicción Sanitaria Tláhuac realizaron 101 visitas a domicilio para atender a 47 personas en total: 38 lesionados y nueve deudos; entre ellos, dos infantes y cinco adolescentes. Sin embargo, la mayoría prescindió del servicio; para noviembre sólo 14 personas todavía recibían acompañamiento.
En México, la búsqueda de atención psicológica suele ocurrir “frente a situaciones críticas o cuando la sintomatología es muy aguda y crónica”, expone Verónica Ruiz, jefa del Centro de servicios psicológicos Dr. Guillermo Dávila, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sin embargo, advierte, en este país pueden pasar hasta 20 años para que una persona decida atenderse, cuando ya se manifiestan serios trastornos de ansiedad, depresión o estrés postraumático.
Jonathan Contreras, por ejemplo, no requirió de tanto tiempo: sintió el impacto de lo ocurrido apenas llegó a casa. El hombre de 31 años pasó la noche de aquel lunes en un hospital y se fue por la mañana. En su hogar encontró a su esposa preocupada por él y por su hijo de cuatro años, que había pasado la noche despierto mirando las noticias sobre el accidente.
Tuvo heridas físicas: un traumatismo cráneoencefálico, un esguince en el tobillo y daños en el ligamento cruzado de la rodilla, por los que requirió de cirugía. Pero sobreponerse al recuerdo ha dolido incluso más.
Desde que amanece, trata de distraerse con lo que pueda —mira una serie, juega con su hijo— para contener la ansiedad. Los ruidos habituales de la calle lo asustan. El pasado 7 de septiembre, la alarma sísmica le desató un ataque de pánico.
Lo peor ocurre a las 10 de la noche, cerca de la hora del desplome.
—Se me viene a la mente recordar todo eso —comenta al teléfono—. Cuando me pasó el accidente no podía dormir, me despertaba llorando, literal.
Acudió a su clínica a pedir una incapacidad, pues no se sentía preparado emocionalmente para incorporarse al trabajo que le ofreció el gobierno capitalino. La doctora que lo atendió minimizó sus síntomas. Le dijo que no tenía nada: “solo es psicológico”.
Aunque la pandemia por la covid-19 hizo que la demanda de atención psicológica en el centro Dr. Guillermo Dávila pasara de 1.200 consultas anuales a más de 10.000 solicitudes. Verónica Ruiz lamenta que aún exista tanto rezago en la cultura del cuidado de salud mental en México, donde las personas más afectadas son aquellas con menos recursos económicos, personales y comunitarios.
La infraestructura pública refleja esta situación. La base de datos “Recursos en Salud Sectorial 2020″ de la Secretaría de Salud indica que, en ese año, existían únicamente 3.379 consultorios de psicología distribuidos en las 21.857 unidades de salud pública en México. Y el sector público apenas registraba 7.938 psicólogos para 126.014.024 personas que según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), habitaban en el país en 2020. Es decir, 6,2 psicólogos por cada 100.000 personas: menos de la mitad del promedio global (13) que indica el “Atlas de Salud Mental 2020″ de la Organización Mundial de la Salud.
La necesidad de usar el metro
Alejandro Porcayo tenía 12 años cuando se inauguró la Línea 12. La estación Periférico Oriente quedó cerca de su casa y su escuela, frente a la estación Ermita. “Antes yo andaba en pesero y era tedioso pero en Metro era muchísimo más rápido. Me gustaba mucho andar en Metro”.
Tras sobrevivir al desplome, el joven de 21 años cuenta que se soltaba a llorar en el comedor, frente a su familia. “De la nada te llega el sentimiento, te llegan los recuerdos”.
Antes de la entrevista por teléfono, la psicóloga con quien toma terapia consideró que estaba en condiciones para hablar sobre el tema y le recomendó que, si acaso no deseaba responder algo, se rehusara con firmeza.
Usuario habitual de la Línea 12, Alejandro recuerda el característico chirrido que generaba el tren de rodadura férrea al contacto con las vías en los tramos curvos. Pero la obra era reciente, por eso confiaba.
Después del incidente ha pasado por varias etapas. De negación al principio, enojo y aflicción después. Pese a ello, ha logrado volver a abordar el metro en tres ocasiones: la primera vez, por un tema de trabajo, aunque sufrió un ataque de ansiedad en el camino; la segunda y la tercera vez, abordó el tren de la la Línea 8 –de Garibaldi a Constitución de 1917–, la cual cuenta con un tramo superficial.
–Rebotaba mucho, mucho. Yo sentía que se salía el tren.
Prefirió bajarse y tomar un taxi. “La Línea 8 la tengo clausurada”, sentencia.
Aunque el trauma es difícil de sobrellevar, Alejandro quiere recuperarse pronto porque el Metro le resulta indispensable. No es el único: en promedio, 177.000 personas usaron a diario la Línea 12 entre enero y marzo de 2021, aun con las restricciones por la pandemia.
Así que la terapia psicológica ha sido fundamental para soportar el paso de los días. Las sesiones a las que asiste Alejandro no son del servicio público; Carbino Legal, el despacho de abogados que lo representa, lo canalizó con un servicio privado. Según el abogado Christopher Estupiñán, las terapias proporcionadas por las autoridades capitalinas no estaban enfocadas en “resolver la problemática psicológica que presentan las familias afectadas”.
Alejandro afirma que tener un seguimiento clínico en materia de salud mental le ayuda a seguir con su vida. Ahora se concentra en hacer realidad su sueño de convertirse en chef: una escuela privada le proporcionó una beca completa para estudiar gastronomía. Así, entre la terapia y la ‘distracción del estudio’, intenta superar la inquietud que todavía lo invade a las 10 de la noche.
Secuelas expandidas
Patricia Torres trabajaba como guardia de seguridad en el aeropuerto de la Ciudad de México. Usaba la Línea 12 para cubrir buena parte de la ruta desde su casa en Valle de Chalco, en el Estado de México. Dice que no fueron las dos operaciones en el tobillo lo que más la afectaron. Tampoco el hecho de ya no poder mantenerse de pie.
“Me da tristeza por mi hijo que tiene que pasar por todo esto”, comenta.
El mayor de sus tres hijos, Lenin, de 17 años, tuvo que asumir el papel de jefe del hogar. Y como ahora también es el principal cuidador de su padre, afectado por una enfermedad incapacitante desde hace 11 años, y de Patricia, lesionada en el desplome del metro, Lenin perdió el tercer semestre de bachillerato.
“Quieras o no, psicológicamente lo va a afectar. Es un chico muy inteligente, pero siento que es el más afectado”.
El impacto emocional también afectó a los familiares de quienes sobrevivieron o fallecieron en los hechos del pasado 3 de mayo. El miedo que abraza a una pareja de esposos, la muerte que ronda insistente en el pensamiento de padres e hijos, una niña diagnosticada con depresión luego de la muerte de su padre.
Incluso más allá de las familias, las secuelas postraumáticas las sufren incluso aquellos que viven o trabajan cerca del sitio donde ocurrió el desplome.
Hoy es 17 de noviembre. Un grupo de hombres con monos verdes o chalecos naranja trabajan en la rehabilitación de la Línea 12. Ahora mismo inspeccionan unas vigas similares a las del tramo que se vino abajo.
Lázaro Álvarez Vázquez los mira con recelo. Tiene 39 años y desde hace un año vende cacahuates japoneses a 100 metros de la estación Tezonco, muy cerca del lugar del accidente.
“¿Volverá a funcionar el metro?”, se pregunta. “Y si vuelve a funcionar, ¿vamos a tener la misma confianza?”.
El metro se cayó a menos de 300 metros de donde estaban él y su hijo aquella noche. Escucharon el estruendo y las chispas del cableado eléctrico estallando les parecieron fuegos artificiales.
Hoy, el puente del metro sobre la avenida de Tláhuac parece una ruina más de la ciudad. Una serpiente monocromática abandonada que sisea por nueve estaciones elevadas. El servicio lo ha intentado sustituir un Metrobús que corre en ambas direcciones.
Antes del incidente, Lázaro solía comentar con otros vendedores de la zona: “a ver si un día de estos no se desploma el metro, porque se cimbra muy feo”. Era broma, un comentario al aire. Pero desde entonces, el recuerdo de ese comentario lo aturde. Siente vértigo.
—Uno ya no se puede sacar de la cabeza eso —insiste.
Su miedo lo comparten muchos de quienes estuvieron allí aquella noche: arriba del tren o a ras de suelo. Si de algo está seguro, dice Lázaro, es que no volverá a subirse a la Línea 12.
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