El drama de los haitianos: el camino imposible de Alexander Lundi hacia Estados Unidos
Recorrieron miles de kilómetros. Atravesaron selvas y desiertos; sufrieron a las mafias. Pero muy pocos lo lograron. EL PAÍS recoge las historias de cuatro migrantes haitianos que quedaron atrapados en la frontera en su ruta hacia el sueño americano
El trayecto es imposible. Los miles de kilómetros desde Sudamérica. La selva tomada por delincuentes. Parir en el camino y dormir a la intemperie. Los insectos, los animales, la mugre, las muertes. La policía que extorsiona. La corriente del río hasta el cuello, la soga salvavidas cortada. Al otro lado, una hilera de patrullas que ciega. Hay personas que lo recorren: casi 15.000 migrantes llegaron hace diez días a Ciudad Acuña, en Coahuila (México). Después de atravesar casi todo un continente, cruzaron de forma ilegal hacia Estados Unidos. Los migrantes eran sobre todo haitianos que escaparon hace años de la inestabilidad política y económica en su país. Todos se hacen una pregunta que creen obvia: “Si mi país estuviera bien, ¿por qué voy a venir aquí?”.
La Administración de Joe Biden los contuvo y empezó el pulso diplomático con el Gobierno mexicano por el control de las llegadas desde el sur, que este año fueron récord. De un lado de la frontera amenazaban con deportarlos y del otro con llevarlos a Tapachula, un muro de contención que atravesaron cuando entraron en México por Guatemala. Aguantaron confundidos y agotados. Los niños –eran cientos– tosían y el pecho les vibraba como un tambor. Se colgaban de los juegos donde colgaba también la ropa mojada. Los adultos preparaban todo en bolsas por si había que salir corriendo. Estos son algunos de los rostros de la última emergencia en la frontera.
Las cartas de Alexander Lundi
Alexander Lundi juega al fútbol en un predio a metros del cartón sobre el que ha estado durmiendo estos últimos días. Son 16 adentro del campo de fútbol, y al lado hay un campo igual de lleno. Será que tantos necesitan distraerse. No pensar en cómo llegar al otro lado, o qué pasa si lo intentan, o qué si esperan unos días más. Alexander se fue de Haití con siete años y vivió en Chile hasta hace dos meses sin carné de residencia permanente. Vendió el coche, dejó su trabajo en la estación de bomberos y atravesó el continente por 11 países, a bus o a pie.
Su mamá crio a Alexander y a sus cuatro hermanos sola. Lo apoyó para empezar el viaje –porque lo apoya en todo– y hay veces que lo extraña. “Si sabe que me deportan, se mata”, cuenta en un español acelerado. Ella le sugirió volver al lado mexicano cuando el Gobierno demócrata empezó a enviar a los migrantes a Haití. “Qué sé yo qué voy a hacer allá si no tengo familia. ¿Pura delincuencia, puras cosas malas?”, reflexiona. Los agentes estadounidenses que intentaban atrapar a haitianos como él desde arriba de un caballo le dieron otro motivo para volver a cruzar el río. Y él se decidió a retroceder cuando vio a una mujer dando a luz a las cuatro de la mañana sobre un cartón sucio: “Estaba sufriendo el parto y no la asistió un médico”.
Cuando los agentes de migración entraron este jueves al campamento del lado mexicano, sus ojos se abrieron, en alerta, y así se quedaron todo el día. Le ofrecieron casa, comida, abrigo y asistencia en Tapachula, a 2.200 kilómetros. Aceptó en ese momento. Aunque sabe que no será como le prometen porque ya estuvo ahí y vio la ciudad colapsada. “Quiero vivir la vida como todo ser humano”, cuenta. Con 23 años y soltero, baraja y cree que puede salir perdiendo si vuelve a EE UU.
Sonia Jeudy le canta a Dios
La música que sale de los coches de una asociación cristiana da a algunos un motivo para bailar. La canción relata un pasaje de la Biblia, cuando Moisés abre el mar Rojo para que pasen los habitantes de Israel. Sonia Jeudy, de 29 años, la canta, se balancea con su niño en brazos y llora. Quizás espera que alguien también le abra el paso. Su hermana cruzó la misma frontera hace cinco meses y ahora está en California. Pero esta vez, las autoridades han cerrado el camino a miles de migrantes. “Porque somos negros”, cree Sonia.
La mujer peina a su hijo y no baja la guardia. Pega un grito si alguien mete la mano en sus cosas. Sale corriendo a buscar cartones para aislarse del piso, donde duerme a la intemperie. Uno, de una casa de decoración, anuncia un “hogar en armonía”. A Sonia le duele el cuerpo y también el centro del pecho. Ella no quería hacer este viaje, según cuenta, pero siguió a su marido, como dice su Biblia. Como ellos, muchos empezaron el viaje desde Chile porque allí no tenían ni papeles ni empleo, y ante los rumores de una posible legalización en Estados Unidos. Ahora amamanta a su bebé. La próxima noche se lanzará al río cuando las autoridades ya hayan entrado al campamento y hayan cortado la soga que conecta los dos extremos.
“Nos gritan, nos dicen malas palabras”
Una camiseta cubre la cabeza de Wilson Joseph y solo se ve una parte de su cara ovalada. Desde hace días, la prensa nacional e internacional graba lo que pasa en el campamento y Wilson no quiere que lo reconozcan por la televisión. Por eso también da un nombre falso. Nadie sabe que él, su esposa y su hija están ahí, durmiendo en una tienda de campaña que se llena de la tierra seca. Que están comiendo de lo que les regalan, que no hay baños, que la temperatura supera de 35 grados. Trabajaba en Chile en una fábrica de pintura; cocinaba asado con limón y sal. Ahora espera para cargar la batería de su teléfono en un enchufe del que cuelgan tantos cables como se han podido conectar.
Haití queda a dos horas en avión de Miami, pero hace años que Wilson no vive ahí. En ese país, no le queda nadie. Quiere llegar a Estados Unidos, donde tiene nueve primos, pero abandonó el campamento del lado estadounidense después de algunos días: “Nos gritan, nos dicen malas palabras, nos dan pan y una botella de agua para todo el día. Cuando sueltan el agua [de una presa], el río corre fuerte”. Del lado mexicano, empezaron las redadas y ya no sale tanta gente a comprar comida en la ciudad. A un hombre que dormía en la tienda de campaña de al lado, lo detuvieron cuando fue a buscar leche para su hija y ahora está en Tabasco sin ella. Por eso, Wilson no se mueve aunque el campamento se ha empezado a vaciar.
La sonrisa de Clarita Jones
Clarita Jones tiene una sonrisa grande, de labios anchos, que se aplaca cuando empieza a contar su historia. Vivía en Chile sin papeles y ahora está con su marido a casi 100 metros del río Bravo. Empezó a viajar en julio y tres meses después no se olvida de la selva del Darién, que separa Colombia y Panamá. Ahí sabía que si encontraba una tienda de campaña cerrada significaba que había muertos dentro: dos, cinco, cuatro… Recuerda también a una mujer con el brazo quebrado subiendo por una pendiente con un niño: “El hijo se le cayó. Tuvo que irse y dejarlo”.
Es una mujer alta y robusta, de ojos pequeños y pelo al ras. Hace siete años que no ve a sus hijos. Ellos viven en República Dominicana y no saben que ella intenta llegar a Estados Unidos de forma ilegal. “Por si me pasa algo”, explica. De lo que ganaba trabajando, 200 dólares, les mandaba 150 cada mes. Si tenía que pasar hambre, era lo que tocaba. En Haití solo estaban sus papás. El terremoto de 2010 tiró su casa abajo y Clarita no los pudo enterrar. El seísmo del pasado agosto la volvió a dejar sin casa en ese país, una que había mandado a construir. La describe bonita, grande, rosa y blanca, con techo. De todos modos, a qué va a volver a Haití, se pregunta: “Entraron a la casa del presidente y lo mataron. No hay seguridad para un presidente, ¿y nosotros? ¿y mis hijos?”.
La voz se le agota. Los únicos recuerdos que tenía de esa casa se la llevaron los agentes que le robaron el celular en México. Por eso, quizás, desconfía de las autoridades. Cuando entraron las primeras patrullas al campamento en Ciudad Acuña el jueves, cruzó el río Bravo de madrugada, con el agua en el pecho. Estaba oscuro, hacía frío. En Estados Unidos, la autorizaron a pedir protección internacional y mientras se resuelve eso se ha reunido con una parte de su familia. Ahora está en Miami. Su historia es grande como un libro, dice. Pero de los últimos meses no tiene una historia bonita que pueda contar.
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