Prohibir las patatas fritas: una decisión identitaria en las montañas del sur de México
En Yalálag, en la sierra de Oaxaca, la venta de comida chatarra es una discusión antigua, ajena a la nueva ley en la materia que ha aprobado el congreso local
Hace tres años, el pueblo de Yalálag prohibió la venta de patatas fritas industriales en las tiendas. También vetó las sopas Maruchan, los Chetos, los Doritos… El regidor de salud entonces, Vidal Aquino, explica que la razón principal fue la basura. “Quedaba mucha basura en las calles, mucho plástico”, recuerda. Sin saberlo, esta comunidad zapoteca de la sierra de Oaxaca le abría el camino al Congreso del Estado. Hace dos semanas, los legisladores aprobaron una ley que prohíbe finalmente la venta de comida chatarra a los niños. Es una ley pionera, pero en Yalálag ha pasado casi inadvertida. Aquí los vecinos llevan años discutiendo sobre alimentación, reciclaje y medio ambiente.
Vidal Aquino es un hombre tranquilo. Apenas levanta la voz, salvo cuando habla de las marcas de comida procesada. “¡Es que son una mentada de madre esas empresas!”, exclama. En 2017, cuando fungió de regidor de salud, intentó acabar también con los refrescos y otros productos chatarra: galletas, pan industrial, dulces. “Pero no se pudo”, cuenta. Emiliano Aquino, su hermano, murmura que un año es muy poco tiempo para hacer tantos cambios. Pero no hay opción. En Yalálag, los cargos públicos son por un año.
Como ocurre en muchos pueblos en Oaxaca, los vecinos de Yalálag se organizan en asamblea. No hay elecciones al uso occidental, cada tres, cuatro o cinco años. Tampoco hay partidos políticos. Cada mes de octubre, los integrantes de la asamblea —algo más de 600 de los 2.500 habitantes del pueblo— se reúnen y eligen a sus autoridades para el año siguiente. Los regidores, el presidente municipal y el síndico, entre otros.
Vidal empezó fuerte su año. Tomó posesión el 1 de enero y el día 20 presentó su iniciativa en la asamblea contra las papas fritas industriales y otras botanas. La gente votó que sí. Aunque sus motivos apuntaban más a la basura y el reciclaje, con el tiempo se dio cuenta de que los mismos productos eran dañinos. Aprendió leyendo noticias en Internet. “La gente no sabe lo que está comiendo”, reflexiona.
Emiliano y Vidal aún recuerdan la cara del repartidor de Pepsico, principal distribuidor de botanas procesadas en México, el primer día que llegó al pueblo después de la asamblea de 2017. “Se le dijo que no podía entrar”, cuenta Vidal. Luego ellos quisieron llegar a un acuerdo”, añade, “pero no, no”.
En Yalálag, los encargados de Salud también se encargan del servicio de recogida de basuras y Vidal innovó lo que pudo. “Al carro de la basura le pusimos una reja para separar. Logramos rescatar 100 kilos de plástico nylon, además de pet y tetrabrick”, cuenta. Luego se lo llevó a la ciudad de Oaxaca para reciclar. En ese año, 2017, Vidal y su equipo hicieron la primera composta comunitaria de la historia de Yalálag. “Obligábamos a la gente a que separara hasta las cáscaras de los huevos”, explica divertido, permitiéndose una de las primeras risas de la tarde.
Huaraches y pleitos
El sol se esconde entre el verde exuberante de la sierra oaxaqueña. Por las ventanas del taller de los hermanos Aquino se cuelan los últimos rayos de sol. El taller está en la parte alta de la casa, en una de las laderas de las que cuelga el pueblo. Emiliano y Vidal fabrican huaraches. Son la cuarta generación de la empresa familiar. O la quinta, no se ponen de acuerdo.
La charla fluye junto a la mesa de los artesanos, entre cuchillos, pedazos de caucho y un olor de carne endurecida y químicos disueltos. Emiliano dice que los regidores de Salud que sucedieron a su hermano no han avanzado en sus postulados. “Es que aquí la gente es así”, cuenta, aunque no desarrolla su idea. Luego Vidal recuerda que en su año de regidor compró 500 vasos de plástico duro. “La gente podía venir y pedirlos prestados para sus fiestas”, añade orgulloso, “pero no hacían mucho caso”.
Vidal sale del taller y al momento vuelve con unos cuernos de toro tallados, ahuecados, que le sirven de vasos. Luego saca una botella y llena los cuernos de mezcal “artesanal”. Brinda y cuenta que cuando sale a alguna fiesta, siempre carga su propio cuerno. No quiere vasos desechables. Al segundo mezcal, Emiliano empieza a hablar de los pleitos. A Yalálag lo conocen por los pleitos, dice. Sin ser extrañas —¿qué pueblo no tiene problemas?— las palabras de Emiliano resultan desconcertantes en una conversación sobre patatas fritas y comida chatarra. ¿Qué tienen que ver los pleitos de la comunidad con el plástico y la nutrición? Emiliano no alcanza a dar una explicación.
Yalálag ha vivido crisis de todo tipo en los últimos 50 años. Primero fue la del café, en la década de 1970. Durante años, el pueblo fue un centro comercial importante en la sierra, sobre todo gracias al grano, no tanto por el cultivo como por la compraventa. Al mismo tiempo, el huarache se convirtió en una pequeña industria local. Pero luego llegó la crisis del café y más tarde la industrialización que, lejos de ser una ventaja, dificultó la vida a los artesanos de la sandalia. Y ya al final, casi en el cambio de siglo, llegó la crisis política.
Desde finales de la década de 1990, Yalálag vive un conflicto de intensidad variable, en el que dos grupos de vecinos pelean por impulsar su idea de progreso. A veces el conflicto ha escalado y ha llegado a ser violento. La mayor parte del tiempo la disputa aparece sin embargo como una oposición emocional, que tiene menos que ver con el objeto de discusión que con sus impulsores.
La antropóloga Ana Alonso explica que lo que pasó en el pueblo “fue producto de la apertura de Yalálag al mundo”. Originaria de la comunidad, Alonso añade que “uno de los grupos apuesta por la vida comunal y el sistema de organización interno, y el otro grupo ve en esto una manera de no desarrollarse y no le parece”. Alonso concluye: “Hay mucho resentimiento y los grupos se oponen por sentimiento. Y… claro, pasa con las Sabritas —las patatas fritas— y pasa con todo. Se rompió el tejido y ahora es luchar por luchar, porque es el contrario”.
La pandemia y la diabetes
La pandemia ha actualizado el conflicto en Yalálag. La excusa ha sido casualmente la comida chatarra. En marzo, cuando el virus empezaba a expandirse en México, las autoridades locales decidieron cerrar el pueblo. Durante más dos meses nadie, ni transportistas, ni comerciantes, ni viajeros, ni parientes pudieron entrar ni salir de Yalálag, salvo excepciones. En la práctica, el veto a las papas fritas fue ampliado a los refrescos azucarados y a un montón de productos más. A Vidal le gustó aquello. “Consumimos la pura verdura que se da aquí”, cuenta.
A muchos otros no les gustó y vieron en la prohibición una treta del grupo en el poder para imponerse. Algunos optaron por contrabandear refrescos y pastelitos y otros exigieron un cambio en la asamblea. Los inconformes exigieron que Yalálag volviera a abrirse, que los refrescos regresaran a los refrigeradores de las tiendas, que el tránsito fuera libre de nuevo. Pero la asamblea votó que no. Aun así, las medidas se han relajado y los anaqueles vuelven a estar llenos. Para evitar problemas, la autoridad en turno hace la vista gorda.
Para Cuauhtémoc Aquino, el carnicero el pueblo, la pandemia ha sido una oportunidad para mejorar la alimentación de la comunidad. Aunque porten el mismo apellido, Cuauhtémoc no es familia directa de Vidal y Emiliano, pero comparten apostolado. “En estos meses no podíamos salir y comimos lo que había, calabaza, quelites, frijol”, cuenta. “Ahora mucha gente se pregunta si no es esto lo mejor, la verdura de aquí. La pandemia nos ha hecho pensar en la autosuficiencia”, argumenta.
La crisis de la covid-19 ha hecho que muchos en Yalálag se den cuenta de otros problemas que hasta ahora parecían inevitables. Es el caso de la diabetes. El carnicero Cuauhtémoc explica que “en pocos años aumentaron mucho los casos de diabetes e hipertensión” en la comunidad. Sin que haya un número claro de pacientes, el hecho es que de un tiempo a esta parte los casos se cuentan por decenas. A estas alturas, los vecinos son conscientes de que la diabetes es un factor de riesgo frente al virus. Y de que la comida chatarra no ayuda precisamente a evitar la enfermedad del azúcar.
El camino parece claro, el problema son los pleitos. En las asambleas de junio y julio, los debates sobre mantener o no el aislamiento en Yalálag derivaron en nuevos choques entre los grupos, acusaciones contra el presidente municipal e incluso la destitución de la secretaria, el único cargo remunerado entre la nómina de funcionarios municipales. El ambiente es algo tenso en la comunidad y cualquier tema ahora se convierte en arma arrojadiza entre los grupos. Incluso discusiones en apariencia tan inocentes como la de la comida chatarra.
Para la antropóloga Lourdes Gutiérrez, “lo que importa es que los grupos lleguen a un acuerdo sobre el futuro del pueblo. Eso es lo que está en juego en esta larga crisis, el significado de ser yalalteco hoy en día, en este momento histórico”, explica. La académica ha pasado 20 años yendo a Yalálag desde Estados Unidos, analizando la manera en que la migración de vecinos de la comunidad ha moldeado el conflicto. No en vano, hay más yalaltecas en Estados Unidos que en Oaxaca. “Está en juego la importancia que le dan al idioma. La noción de progreso y lo que significa atraso. Lo que define qué es ser parte del pueblo”, concluye.
El final del conflicto se antoja lejano, aunque pasa quizá por llegar a acuerdos en temas menores. En estos meses de pandemia, los dos grupos han acordado que si las tiendas de Yalálag van a vender refrescos, al menos que sean enlatados, no en plástico. La prohibición de las patatas fritas que propuso Vidal Aquino hace tres años ha encontrado finalmente su reflejo.
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