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Las falsas diosas de las remesas

Las mujeres africanas se sacrifican más que los hombres para enviar dinero a sus familias, pese a ganar menos

Mujeres Africa
Glad oculta su rostro tras una fotografía de su madre, a quien envía dinero para subsistir en el Congo.EDP

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Se llama Tatiana y tiene 43 años. No dice su apellido por miedo a que la reconozcan y le quiten la ayuda económica. Hace seis años que dejó Gabón, al oeste de África, para ir a Salamanca, y desde entonces una sola idea recorre su mente: reunir el dinero necesario para traer a su familia a España. Es un sueño que no sabe si podrá cumplir porque muchas veces no tiene ni para pagar las facturas. En todo este tiempo le ha sido imposible conseguir empleo de su profesión: docente de español y traductora. La empresa de limpieza en la que trabaja le paga 270 euros al mes. Con eso y un subsidio de 278 euros tiene que ingeniárselas para vivir y enviar dinero a su madre, de 73 años, y a cinco de sus hijos que siguen en su país de origen.

Su situación es común entre las africanas. La Organización Internacional para las Migraciones advierte del problema: mientras las mujeres ganan menos que los hombres y pagan más en tarifas de envío de remesas, las cantidades que mandan son iguales o incluso mayores. Naciones Unidas, por su parte, señala que un 24% de africanas envía dinero incluso cuando no tiene trabajo frente a un 15% de los hombres. Ambas organizaciones coinciden en el aumento de la inmigración femenina. En el caso de España, el Instituto Nacional de Estadística muestra un incremento en el número de mujeres provenientes de África, al pasar de 15.149 en 2014 a 37.815 en 2019.

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Aunque Tatiana lo intenta, sus ingresos nunca son suficientes, y entre dejar de enviar remesas o no pagar el alquiler escoge lo segundo, aunque corra el riesgo de que ella y sus otros dos hijos, con los que vive, se queden sin hogar. Su vida carece de lujos, pero, como ella misma reconoce, en África no se concibe que alguien que ha emigrado a Europa pueda vivir mal. “Ellos piensan que aquí tenemos lo mejor. Cada vez que mis hijos me piden más dinero, yo les digo que no tengo un banco. Solo puedo mandar una vez al mes. Es un sacrificio que hago. Me quedo sin pagar la casa y sin comer porque tengo que pensar en ellos”.

Nicole Ndongala, directora de la Asociación Karibu, atribuye esta situación a una cuestión cultural: “La mujer se siente obligada a llevar la economía porque así es educada. Cuando sale a buscar un futuro mejor, evidentemente hay una presión social porque se le ha enseñado que tiene que ayudar a la familia sí o sí”. Ndongala conoce esta realidad de primera mano. Ella también envía dinero a su madre, que reside en República Democrática del Congo. Al igual que Tatiana, admite que su hermano no siente la misma obligación que ella en ayudar a su progenitora cada mes.

Ambas mujeres explican con cierto enfado que algunos hombres se olvidan de lo que dejaron en África cuando construyen su vida en Europa, algo que no sucede con ellas. Así lo expresa la directora de la asociación: “Ellas pueden aceptar malvivir con tal de ayudar en sus casas. Algunas pueden pasar de albergue en albergue. Otras, compartir una misma habitación con tres chicas para ahorrar dinero. La familia siempre prima”. Por eso Tatiana necesita asistencia de la Asociación Panafricana Española de Derechos Humanos.

“Me quedo sin pagar la casa y sin comer porque tengo que pensar en mi familia”, explica Tatiana

Karibu ayuda a muchas de estas mujeres, entre ellas a Glad, de República del Congo, que prefiere no revelar su nombre completo para evitar represalias con su trámite migratorio. Tras cinco años viviendo en España, se acaba de quedar sin asilo y, por tanto, sin trabajo legal. Aunque es licenciada en Relaciones Públicas, ahora limpia casas y gana 22 euros a la semana. Cada mes envía a su familia casi la totalidad de sus ingresos, salvo algunas veces que tiene que comprarse un medicamento para controlar la depresión que le aqueja desde hace tiempo.

Para esta mujer, de 31 años, su vida se ha convertido en un círculo vicioso. Lo poco que gana lo manda a su familia y no puede ahorrar lo suficiente para mejorar su nivel de vida en España. Sin embargo, no es capaz de dejar de enviar dinero, porque el único ingreso que tiene su madre en el Congo es el que reúne por vender buñuelos y plátanos en la calle. Glad se toca el pecho y exclama: “Ellos y yo somos la misma persona, pero en diferentes cuerpos. Me han dado todo y ahora que yo puedo darlo por qué no lo voy a hacer”.

Su sentido del deber impulsa a esta congoleña a seguir probando suerte en España. Cuenta entre risas que, cuando finalmente vuelva a su país, sus vecinos la van a parar por la calle y la admirarán porque, según ella, “cuando estás en Europa eres como un pequeño dios”, aunque la realidad sea muy distinta.


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