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Por qué los niños siempre dicen lo que piensan

La sinceridad de los pequeños puede ser penalizada por los adultos, pero debería darse más valor a su honestidad y transparencia

Los niños no han desarrollado habilidades sociales complejas ni son capaces de establecer juicios morales.
Los niños no han desarrollado habilidades sociales complejas ni son capaces de establecer juicios morales.Unsplash

La espontaneidad de los niños menores de cuatro años despierta más de una sonrisa tierna entre los adultos, que han perdido esa faceta fresca para adaptarse a las normas sociales a la hora de comunicarse. La edad de los hijos es un prisma determinante para que los padres acepten que los más pequeños digan lo que piensan sin filtros o callen lo que pasa por su cabeza. La permisividad social con los menores de cuatro años que dicen lo que piensan, independientemente del efecto que provoque en su interlocutor, se debe a que se considera que “los niños no han desarrollado habilidades sociales complejas ni son capaces de establecer juicios morales, por lo que, en muchas ocasiones, dicen lo primero que les viene a la cabeza o son extremadamente sinceros, lo que en los más pequeños es algo que nos resulta, incluso, divertido. A medida que van creciendo, interiorizan normas sociales y aprenden a ser más empáticos o políticamente correctos”, explica Soraya Rebollo, psicóloga, especialista en niños y adolescentes.

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Enseñar a los niños a decir lo que piensan con delicadeza es importante para que “sean asertivos y transmitirles que la sinceridad es algo positivo, pero que hay que ser cuidadoso con no herir los sentimientos de otras personas. Un tema diferente es la mentira. En este sentido, sí es importante enseñarles que mentir no está bien y tiene consecuencias, a través de acciones como que, si los padres se enteran de que han hecho algo incorrecto por de terceras personas, como un profesor o un vecino, la consecuencia será mayor que si son sinceros”, añade Rebollo.

Los niños pequeños no saben mentir

Cuando un niño de cuatro años dice lo que piensa, no miente. A partir de los cinco años de edad, el niño desarrolla “las capacidades cognitivas necesarias para mentir, para lo que necesita tener dos capacidades, la intencionalidad y la convencionalidad.

Para la primera, es necesario que el niño comprenda que el otro tiene un estado mental propio y distinto al suyo. Consiste en entender que cada persona tiene una mente y hay que poder tratar de suponer o deducir lo que piensa el otro y cuáles pueden ser sus reacciones. El niño va comprendiendo que las personas tienen intenciones, deseos y creencias personales propias. A partir de ahí, entiende su propio proceso mental y empieza a comprobar que lo que cuente o calle puede influir en el otro. No deja de ser una manipulación y una toma de conciencia del poder que ello supone”, comenta Tristana Suárez, psicóloga y terapeuta Gestalt.

Para mentir, un niño también necesita haber desarrollado “la convencionalidad, que tiene que ver con la moralidad de la situación y del contexto social y cultural. El niño que miente tiene que hacerse ciertas preguntas, como ¿puedo mentir sin riesgo? ¿Debo hacerlo? ¿Qué pasará si cuento esto? ¿Cómo se lo van a tomar? ¿Qué consecuencias tendrá la mentira? Aprendiendo a mentir se pierde la espontaneidad y la frescura de la verdad, pero también se gana en habilidades sociales necesarias que sirven para preservar la intimidad, evitar malestar en el otro o en uno mismo o adaptarse mejor a las normas sociales de conducta. De hecho, con frecuencia, se nos educa para no decir la verdad o, al menos, no toda o no siempre. La adaptación social se construye en gran medida sobre la actitud de no decir siempre las verdades, por eso cuando los niños son pequeños y sueltan lo que piensan sin ningún filtro, nos hace gracia, pero a medida que crecen también empezamos a reprimirles y a enseñarles que no se puede decir cualquier cosa en cualquier lugar”, explica Tristana Suárez.

Cuando el mundo adulto penaliza a los niños por decir la verdad

Decir siempre la verdad en el mundo adulto “parece casi una locura, aunque, a veces, hacerlo tiene su recompensa y las relaciones pueden ganar mucho en honestidad. Pero también suele ser un riesgo. Con frecuencia, decir la verdad no tiene premio, sino todo lo contrario. Depende mucho del entorno, la ocasión, el mensaje, el tono, el tipo de relación, pero si, como padres, pretendemos que nuestros hijos conserven la confianza para contarnos la verdad, sería necesario poner en primer lugar ese valor por encima de los demás”, matiza Suárez.

La sinceridad de los niños puede resultar penalizada por sus progenitores. “Muchas veces los niños dicen a sus padres la verdad y lo que se encuentran es enfado o incomprensión. No se trata de que por decir la verdad todo vale, pero sí de reconocer ante los hijos y agradecerles su coraje y confianza para ser honestos y transparentes”, concluye la psicóloga Tristana Suárez.

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