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De un centro de detención financiado por la UE en Turquía a morir en las cárceles de El Asad

Abdulah al Akhras desertó del ejército sirio y cumplía los requisitos para el asilo en Turquía o la UE, pero fue deportado a su país y murió por las inhumanas condiciones de la cárcel de Saidnaya

Un año antes de morir, Abdulah al Akhras era un joven saludable, fuerte incluso; trabajaba en una fábrica textil de Bursa (Turquía) y soñaba con buscar refugio en Alemania. “No había maldad en su corazón. Era simpático con todo el mundo y le gustaba hacer bromas. Incapaz de hacer daño a nadie”, recuerda Mariam, su hermana. El cadáver que enterró la familia, sin poder practicar una autopsia por miedo a represalias, era apenas una sombra de lo que había sido Abdulah: el rostro chupado, los brazos apenas piel y hueso, el cuerpo esquelético. Ocho meses pasó Al Akhras bajo custodia de las fuerzas de seguridad sirias tras ser deportado desde Turquía; y en solo ocho meses las inhumanas condiciones del sistema carcelario del régimen de Bachar el Asad lo consumieron hasta aniquilarlo en julio de 2024. Tenía 32 años.

Su expediente es el número 852/Sh, a cargo de la Policía Militar, uno de entre las decenas de miles de documentos internos y fotografías de detenidos que un alto cargo de la seguridad siria sacó del país tras la caída del régimen el año pasado y que esta semana ha revelado la investigación Damascus Dossier, en la que han participado 25 medios coordinados por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), entre ellos EL PAÍS. Lo que le ocurrió a Al Akhras es un símbolo de la historia de Siria, y de cómo los países vecinos y la comunidad internacional fallaron en la protección de su población. También de cómo las políticas de externalización de fronteras de la Unión Europea abocan a muchas personas a la muerte; Bruselas y los Estados miembros han financiado con en torno a 1.000 millones de euros las instalaciones y herramientas del sistema de detención y deportación de extranjeros a través del cual Turquía devolvió a Al Akhras a Siria. “Escapó a Turquía porque aquí no estaba seguro. Por supuesto, las autoridades sabían que si lo deportaban de vuelta lo iban a poner en peligro”, se queja Marwa, su viuda, de 32 años.

Los Akhras proceden de Ghabaghib, un pueblo de la provincia de Deraa (sur de Siria), donde se inició la revuelta contra El Asad cuando, en marzo de 2011, unos niños fueron detenidos y torturados por escribir en el muro de su colegio: “Llegó tu turno, doctor”. El inicio de las manifestaciones pilló a Abdulah, entonces de 19 años, haciendo el servicio militar en un ejército en el que su propio padre, Huseín, servía como cabo. Pero ante el cariz que tomaban los acontecimientos ―las fuerzas armadas reprimían las protestas con francotiradores, primero, y luego con tanques y bombardeos de artillería―, ambos desertaron y Abdulah se unió a los rebeldes del Ejército Libre Sirio (ELS). En 2013, como muchos otros, el padre decidió que toda la familia abandonara el país y se refugiara en la vecina Jordania. Allí, Abdulah conoció a Marwa, se casaron, tuvieron dos hijos y, cuando la vida parecía sonreírles, las autoridades jordanas lo deportaron por trabajar sin papeles.

De vuelta en Deraa, Abdulah se reintegró en el ELS, que pronto tuvo que hacer frente a una dura ofensiva del ejército sirio con apoyo de Rusia e Irán. En julio de 2018, las tropas de El Asad recuperaron el control de la provincia rebelde y, en un acuerdo de reconciliación bajo mediación de Moscú, a los miembros del ELS se les ofreció entregar las armas y ser respetados. El joven se fio, y la familia al completo regresó de Jordania. Pero el régimen no cumplió su palabra y pronto comenzaron los problemas. “Sufría muchas presiones y temía ser arrestado, así que vendimos parte de una propiedad y, con ese dinero, lo enviamos a Turquía en 2019”, relata su cuñado, Ahmad Yamal el Ali.

Allí, Abdulah intentó conseguir el estatus de protección temporal que le garantizase una residencia legal. Desde la firma del acuerdo antimigratorio en 2016 con la UE, el Gobierno de Ankara se comprometió a mantener a los refugiados sirios en su territorio, pero la continuación de la guerra en Siria y la ausencia de vías para emigrar legalmente a Europa hicieron que la población refugiada en Turquía aumentase hasta los cuatro millones y muchos turcos los mirasen mal. Así que las autoridades empezaron a obstaculizar la concesión de este estatus de protección a los sirios y a limitar los lugares donde podían residir. “Rellenó y firmó muchos documentos, pero al final no funcionó”, explica su padre, Huseín.

Sin papeles en Turquía, Abdulah y otros amigos decidieron escapar a la Unión Europea. En verano de 2023 viajaron desde Bursa a Estambul para contactar a un traficante. En ese momento, el presidente Recep Tayyip Erdogan acaba de revalidar su mandato, pero partidos con mensajes xenófobos y que abogaban por la expulsión inmediata de todos los sirios habían subido en votos. Así que el nuevo ministro de Interior, Ali Yerlikaya, se puso manos a la obra. La familia Akhras no sabe exactamente cómo fue detenido, pero es probable que Abdulah cayese en uno de los numerosos piquetes móviles que se extendieron en las ciudades turcas para atrapar a indocumentados. “En cuanto estos vehículos aparecen, nadie se atreve a salir a la calle”, se vanagloriaba entonces Yerlikaya. Recientemente, informó al Parlamento de que en estas redadas fueron detenidos 236.212 extranjeros sin papeles.

Abdulah al Akhras, de la detención a la muerte en las cárceles de El Asad

En esos controles, la policía turca utiliza GöçNet, un software de control de identidad financiado por los contribuyentes europeos con al menos 9,3 millones de euros, según documentos obtenidos por este diario en una investigación publicada el año pasado. Un amigo de Abdulah explica que, tras su detención, fue enviado al centro de internamiento de Tuzla, un campo construido con barracones, rodeado de altos muros, torretas y alambre de espino y notorio, en especial en esa época, por el hacinamiento, condiciones insalubres y malos tratos sufridos por los internos. “El de Estambul-Tuzla se encuentra entre los centros de retorno renovados con financiación de la UE. Recibe apoyo [de la UE] para su mantenimiento y para atender las necesidades diarias de los migrantes alojados”, reconoce un portavoz de la Comisión Europea en un correo electrónico de respuesta a esta investigación periodística.

Como desertor del ejército sirio, Abdulah cumplía con uno de los requisitos para recibir asilo. Sin embargo, y pese a que la deportación a Siria podía ponerle en peligro ―lo que prohíben la legislación turca y europea―, fue devuelto a su país. Y como él, miles de sirios, deportados contra su voluntad. “La Comisión se toma en serio cualquier denuncia y está comprometida con que sus fondos se utilicen de conformidad con las normas internacionales y de la UE”, asegura el portavoz comunitario, para inmediatamente apuntar a Ankara: “Es responsabilidad de Turquía evaluar, caso por caso, si un solicitante de asilo rechazado o un migrante irregular puede ser devuelto de forma segura a su país de origen, respetando plenamente el derecho internacional. Y es responsabilidad de las autoridades turcas investigar exhaustivamente las denuncias de irregularidades y las instamos a que lo hagan”.

“En los últimos años ha habido una escalada de deportaciones desde Turquía, particularmente de sirios y afganos. Sufren presiones para firmar los formularios de retorno voluntario mediante amenazas, desinformación o coerción física, particularmente en centros como Tuzla o Gaziantep. Las deportaciones son llevadas a cabo de forma sumaria, sin que los afectados tengan acceso a abogados o sin que tengan la posibilidad de apelar”, denuncia un letrado turco experto en asilo que pide el anonimato por lo delicado del tema: “La UE tiene una responsabilidad indirecta pero significativa, porque al externalizar el control de la migración a Turquía y mantener un silencio estratégico sobre las deportaciones, incluso a zonas de conflicto, ha normalizado estas prácticas”.

El infierno de Saidnaya

De vuelta en Siria, Abdulah se sentía solo y tenía miedo, relata su mujer: “No se atrevía a hablar, a contar lo que había pasado durante su detención y deportación”. Azaz, la localidad a la que le habían enviado en el norte del país, estaba bajo el control de grupos armados apoyados por Turquía, muchas veces a la gresca entre sí, y que aprovechaban la fuerza que les daban las armas para actividades delictivas. “Nos echaba de menos [llevaba más de tres años sin ver a su familia] y aquí la situación era estable, si simplemente hubiera podido llegar...”, se lamenta Marwa. Abdulah se puso en manos de un contrabandista para recorrer de incógnito el país hasta la sureña Deraa. El traficante, sin embargo, lo vendió en un control de la inteligencia militar cuando salieron del territorio en manos rebeldes.

La familia, que había perdido el contacto con él, inició una frenética búsqueda. Era imprescindible detectar cuál de las múltiples ramas de la seguridad del Estado lo tenía bajo custodia, antes de que la maquinaria represiva del régimen lo hiciera desaparecer. Y eso implicaba pagar cuantiosos sobornos. “Tuve que vender mi casa. Pagamos mucho dinero para tener noticias de él. No recuerdo exactamente cuánto dimos a cada cuál, pero en total pague al menos 65 millones de libras sirias [el equivalente a unos 400 salarios mínimos en aquel momento]”, rememora su padre.

Tras varios traslados, Abdulah, acusado de terrorismo por haber sido miembro del ELS, acabó en la temida Saidnaya, la prisión conocida como el “matadero humano”, por sus atroces condiciones, sus torturas y ejecuciones (Amnistía Internacional estima que unas 13.000 personas fueron ejecutadas ahí en los primeros cinco años de guerra). “Si caminabas recto por el pasillo y no te inclinabas, los guardas te daban una paliza”, relata Chaker Musa Alhboes, que ocupaba una celda contigua a la de Al Akhras: “Abdulah temblaba. Yo trataba de animarle, le decía: ‘Saldremos de aquí y criaremos a nuestros hijos’. Pero él repetía: ‘Tengo miedo, tengo mucho miedo, no quiero morir aquí’”.

La comida era infame. Les dejaban en el suelo pan, algo de arroz o bulgur y verduras. “Repartíamos la comida con una taza de plástico, normalmente media taza, si teníamos suerte, una entera. Por la noche, nos tocaba medio pepino para cada dos presos y dos patatas partidas en 20 trozos, para los 20 presos de la celda”, rememora el antiguo prisionero: “Una vez había un trozo de pan de pita muy sucio, habían meado encima. Lo limpié, quité la parte de encima y me lo comí”.

El miedo, el hambre y las enfermedades fueron consumiendo a Abdulah. Cada vez estaba más débil. Según su compañero de prisión, tenía tuberculosis: “Tres compañeros de su celda murieron por tuberculosis. Él tenía mucha fiebre, y luego empezaron los vómitos y la diarrea”.

Pagar los sobornos, al menos, le permitió a la familia visitar a Abdulah, que no lo desapareciesen como ocurrió con muchos otros. Desde febrero hasta julio de 2024, lo pudieron ver seis veces, en visitas muy cortas, siempre custodiado por guardas. “La conversación era ¿cómo estás? ¿qué necesitas? Y él siempre decía, estoy bien gracias a Dios, no podía contar lo que ocurría. Y nos pedía dinero, que le dábamos a los carceleros”, narra su mujer. La última visita data del 16 de julio de aquel año, duró 7 minutos. “Abdulah estaba muy débil, no podía caminar ni sostenerse en pie, así que trajeron una silla y lo colocaron ahí. Los guardas no nos dejaron darle los antibióticos que habíamos traído”. El médico de la prisión, al que Alhboes se refiere como “el tipo extremadamente malo”, se limitó a darle paracetamol. “Pero ni siquiera una pastilla, sino media”.

El 5 de agosto, Huseín al Akhras recibió una llamada. Esperaba, quizás, buenas noticias. “Habíamos pagado 25 millones de libras al juez y había prometido que lo declararía inocente, que lo dejaría en libertad. Pero lo que me dijeron es que fuese a recoger su cadáver”, protesta Huseín, el padre. Según revelan los metadatos de la imagen tomada por los fotógrafos en el Hospital Militar de Harasta, Abdullah estaba muerto el día 26 de julio.

Los Akhras exigen justicia, que los responsables de la muerte de Abdulah sean sometidos a los tribunales. Son una familia humilde, cargada de deudas por los medicamentos que necesita el patriarca y que han gastado buena parte de sus recursos en pagar sobornos para tratar de salvar a su pariente. Abdulah podría haber sobrevivido, podría estar en Jordania o en Turquía, en Alemania o en su pueblo, pero la mala suerte y las promesas rotas ―de traficantes, jueces y gobiernos― lo abocaron a morir en las mazmorras de El Asad.

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