El israelí que apoya la excarcelación del cerebro del atentado que mató a su familia: “Es más importante que vuelvan vivos los rehenes”
Oran Almog quedó ciego en un ataque suicida en 2003. Veinte años más tarde, cuatro familiares tomados como rehenes recobraron la libertad. Ahora se pone en el lugar de quienes esperan de vuelta a los suyos
![Oran Almog](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/64E4X3OJ2ZDVZGEASVWUPWRHHM.jpg?auth=712e3701469a6e50611507d27762852a7d88cd9a5d61b24311a3e5df6e3c3b94&width=414)
![Antonio Pita](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-authors%2Fprisa%2Fef4d66e1-be68-42cb-9ef6-55e110262c20.jpg?auth=5eae0b3a6341c218493edb2d9fbccc6ac48a37b7b2c0de0c338af82150c3fae1&width=100&height=100&smart=true)
La vida del israelí Oran Almog se asemeja a una tragedia en tres actos a lo largo de dos décadas. El último, la pasada semana, es la excarcelación de Sami Yaradat, principal organizador del atentado de la Yihad Islámica palestina que le dejó ciego y mató a su padre, sus abuelos, un hermano y un primo. Él, sin embargo, ha elegido “tragar” el dolor y apoyarla, porque implicaba la liberación de tres rehenes israelíes en Gaza. Y porque justamente él se había encontrado al otro lado de la ecuación 14 meses antes, cuando cuatro de sus familiares secuestrados el 7 de octubre de 2023 recobraron la libertad en el primer canje, esta vez a cambio de reclusos que no le tocaban una fibra tan sensible. “La excarcelación [de Yaradat] me duele, pero trajo de vuelta a casa a tres rehenes vivos. Y que hubiese seguido en la cárcel no iba a devolverme ya a mi familia”, asegura en su casa en Haifa, la ciudad del norte de Israel donde sufrió el atentado cuando tenía 10 años.
El primer acto que dio un vuelco a su vida fue el 4 de octubre de 2003, en plena Segunda Intifada. Era sabbat y las tres generaciones de su familia aprovechaban para ver el mar, como le gustaba a su abuelo, excomandante de la Marina. Al mediodía, fueron a un conocido restaurante costero, Maxim, cuyo nombre da hoy escalofríos a muchos israelíes. “Entramos, nos sentamos, pedimos la comida… y lo siguiente que recuerdo era estar tirado en el suelo”, rememora.
El herido Almog no sabía entonces que Hanadi Yaradat, una abogada palestina de 29 años a punto de abrir su bufete, había decidido vengar con más sangre la muerte poco antes de su hermano y su tío, miembros de la Yihad Islámica, por disparos de las fuerzas especiales israelíes, en una redada de incógnito en la ciudad cisjordana de Yenín. Hanadi, que también había perdido años atrás por fuego israelí a su prometido, se ofreció a Sami Yaradat, su primo y uno de los líderes en Yenín de la Yihad Islámica, para una “operación de martirio”. Él le puso en contacto con el encargado de montar el cinturón explosivo y grabó un vídeo de reivindicación del atentado. Pese al refuerzo de las medidas de seguridad por la cercanía de la festividad de Yom Kipur, Hanadi logró cruzar de Yenín a Haifa, dudó sobre dónde atentar y acabó entrando al restaurante, simulando un embarazo (Israel cambió justo después la ley para revisarlas también magnéticamente a la entrada de los locales). Pidió de comer y activó el cinturón explosivo.
![El exterior del restaurante Maxim de la ciudad israelí de Haifa, momentos después del atentado suicida, en 2003.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/6TYOVCFXLZDYDKMTPBWYHKP254.jpg?auth=cfad3c3eac5ff7db689cb872848c5a9721e378ca313e8a34a94939e9f978572f&width=414)
“Desgraciadamente, no me desmayé tras la explosión, sino que veía borroso. Recuerdo las mesas patas arribas, las ventanas rotas... Era como un sueño raro, una pesadilla. Veía a gente desangrándose a mi alrededor y los cadáveres de mis familiares. Solo después entendí que estaban muertos. Entonces simplemente veía que no respondían. Sentí muy fuerte que debía salir de ahí. Y aunque estaba herido en los ojos, la mano y con mucha metralla en el cuerpo, lo logré y me metieron en la primera ambulancia, donde perdí el conocimiento”, relata.
Despertó una semana más tarde, ya en el hospital, donde otros familiares le explicaron su nueva y cruel realidad. “Tenía 10 años, así que no podía entender la verdadera importancia de la muerte: que no volvería a dormir en casa de mis abuelos, ni a montar en bicicleta con mi tío, ni a colarme con mi hermano a ver la tele, ni a saltar a abrazar a mi padre cuando volviese del trabajo. Tardé mucho en entenderlo. Estaba sobre todo centrado en mi supervivencia personal, porque tenía muchas heridas que curar”. Hoy son visibles en su rostro.
Cuando recuperó la conciencia, en el hospital, ya no podía ver. Una operación quirúrgica en Estados Unidos le devolvió la capacidad de distinguir colores y sombras, pero poco después volvió a quedar completamente ciego. Dedicó los siguientes 20 años a lidiar con las cartas que le había entregado la vida y plantearse retos: fue medalla de bronce en un campeonato mundial de vela para invidentes, da charlas en colegios, empresas e instituciones públicas sobre cómo sobreponerse a la adversidad e invierte en el ámbito financiero y empresarial, sobre todo start-ups de tecnología aplicada a las finanzas.
![Oran Almog, frente a las tumbas de sus cinco familiares muertos en el atentado de 2003 en el restaurante Maxim, en el cementerio de la ciudad israelí de Haifa, este lunes.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/X5Q6XKYL7JE23BRCQTXANMHWYA.jpg?auth=472275d8c31fbe0cf0c7c3e98f9695ee610dfe50dda66d21f4406ea67223a513&width=414)
Entonces llegó el segundo acto, el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023, justo 20 años y tres días después. Una rama de su familia, los Almog-Goldstein, vivía en Kfar Aza, un kibutz a tres kilómetros de Gaza. Aquella mañana, decenas de milicianos penetraron por sorpresa en cuatro direcciones, mataron a medio centenar de personas y tomaron 19 rehenes. Entre los primeros estaban dos de sus familiares. Entre los segundos, otros cuatro.
“Al principio, no sabíamos si habían sido secuestrados, habían logrado huir o estaban escondidos”, recuerda. Como una broma macabra del destino, se habían visto por última vez en el cementerio de Haifa (el único de Israel con una zona dedicada a las víctimas del terrorismo en la ciudad, con decenas de tumbas), por el vigésimo aniversario del atentado en Maxim. “De repente vi a toda la familia otra vez alistada en torno a un acontecimiento difícil. La misma que había estado para mí, apoyándome en el hospital, en la rehabilitación, en el duelo...”.
Hamás liberó a sus cuatro familiares 51 días más tarde, en el primer alto el fuego en Gaza con canje de rehenes por presos, que duró apenas una semana. Fue, dice, “el momento más feliz” de su vida, y se emociona al recordar cuando su hermana se convirtió en sus ojos y le dijo al teléfono: “Los veo, están vivos, todo está bien”.
Número nueve
La vida le reservaba un último giro de guion. El mes pasado, el Gobierno de Benjamín Netanyahu acababa de aprobar el acuerdo de alto el fuego —que atraviesa estos días su primera fase, con el paso a la segunda llena de nubarrones— y él hablaba del tema con un amigo, tomando algo en una terraza. “No como víctima, sino como un ciudadano israelí más que habla de política, fútbol o citas”.
Entonces empezó a recibir mensajes de WhatsApp de quienes habían leído la lista de presos palestinos a liberar en la primera fase. Le marcaban el número nueve: Sami Yaradat, condenado a 21 cadenas perpetuas por los 21 cadáveres del atentado que sufrió. “A lo mejor fui naif, pero no se me había ocurrido para nada la posibilidad de que estuviese en la lista”, admite. Primero, porque —dice— apenas le dedicaba espacio en su cabeza y, segundo, porque dio por hecho que Hamás privilegiaría sacar a los suyos.
“Me sorprendió y dolió mucho. Porque para mí estaba muy claro que el castigo que merecía era no volver a ver la luz del día sobre su cabeza lo que le quedase de vida. Y el significado de 21 cadenas perpetuas era justo que acabaría sus días en la cárcel. Entonces me pregunté si de verdad me importaba y cuál era el significado de su liberación. Desde el primer momento tuve claro que iba a traer de vuelta rehenes vivos a casa y eso era lo más importante, pero que siguiese en la cárcel no me iba a devolver ya a mi familia […] Sé de primera mano cuánta alegría trae una liberación a una familia. Y el día que [Yaradat] salió [de prisión], vi lo que recibimos: a Gadi [Mozes], Arbel [Yehoud] y Agam [Berger]. Y mereció la pena”.
![Una multitud espera en la ciudad de Jan Yunis, en Gaza, la llegada de presos excarcelados, entre ellos Sami Jaradat, en el tercer canje del alto el fuego entre Israel y Hamás, el 30 de enero.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/ZUITPF6ENRDWDFNN6XI4XKYU7U.jpg?auth=0948177bba16e22c6869cde05bdc5451e76db9894dd3bb656d85065bfbd1608a&width=414)
No habla desde el perdón, el pacifismo o la certeza. Lo describe más bien como una disyuntiva envenenada. “El acuerdo [de alto el fuego] me parece terrible, muy malo, y peligroso, porque el lugar de los terroristas es ser eliminados [asesinados, en el argot militar israelí] o estar en la cárcel. Y estamos liberando terroristas, con una probabilidad muy alta de que retomen la actividad terrorista”.
Pero, prosigue, “la alternativa es peor”. “Si hubiese otra forma de traer los rehenes de vuelta, la preferiría. Pero ya hemos visto que no la hay”, dice en referencia a los escasos rescates militares (ocho en 15 meses), los fallidos (uno murió por fuego cruzado donde el ejército pensaba que había un rehén distinto al que esperaban), los fiascos (soldados israelíes mataron a tres que habían puesto banderas blancas y gritaban en hebreo, pensando que era una trampa de Hamás) y los rescates nunca intentados, por poco factibles.
Almog matiza que apoya el pacto tanto “como ciudadano”, en lo tocante a la responsabilidad del Estado, como “desde el lugar personal” de víctima, en el que su rol ahora es “tragar” su dolor y “ponerlo aparte”. Lo expuso primero en un post en Instagram y luego en un artículo en el diario Haaretz. También se ha reunido con familiares de rehenes, en los que -cuenta- notaba una mezcla de alivio y emoción. “Les liberó de la sensación de que yo tenía que sufrir por su culpa. Les dije: ‘Centraos en recuperar a vuestras familias, que yo lo haré en [lidiar con] mi dolor”.
El verdadero interrogante del canje, subraya, está en el futuro. Cambia el tono (de la emoción a la firmeza) al explicarlo. “No es tanto qué hacemos ahora, sino después, para asegurarnos de que [los excarcelados con delitos de sangre] no volverán al terrorismo y de que, en el momento en el que exista esa opción, sea lo último que hagan en su vida”. Se trata, añade, de evitar el “círculo” que siguió al canje en 2011 por el soldado israelí Guilad Shalit, en el que Netanyahu liberó a un millar de presos palestinos, entre ellos el que acabó siendo el cerebro del ataque del 7 de octubre, Yahia Sinwar, muerto en combate en Gaza el año pasado.
En el presente, el restaurante con el nombre Maxim está lleno, pese a que todos en Haifa conocen la historia. Cuenta que probó a ir un par de veces y fue una mala experiencia. “Tomarme una pita con humus allí como si nada... es muy raro”, reconoce. Pero no le choca que vaya tanta gente. “Me alegra mucho”, aclara a pocos metros del lugar. “Es un triunfo nada menor no permitir que [el terrorismo] nos interrumpa la vida”.
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