Tabaco, cárceles o carbón: las líneas rojas de las inversiones de la Universidad de Columbia no incluyen a Israel
La institución ha prohibido en los últimos años destinar capital a algunos sectores pero rechaza romper con empresas ligadas al entorno israelí, como exigen los manifestantes propalestinos
Cuando en la mañana del miércoles 17 de abril un grupo de estudiantes de la Universidad de Columbia (Nueva York) instalaron una telaraña de tiendas en uno de los jardines centrales del campus, lo hacían dispuestos a quedarse hasta que la universidad se desprendiera del dinero que tiene invertido en “empresas e instituciones que se benefician del apartheid, el genocidio y la ocupación israelíes en Palestina”, según los organizadores. El lema coreado en las protestas que enseguida brotaron en el campus —y que prendieron como yesca en universidades de todo el país tras el desalojo policial del campamento, un día después— era básicamente una palabra: divest, desinvertir; en la práctica, desprenderse de parte de una cartera de 13.600 millones de dólares (más de 12.600 millones de euros) que es gestionada por un fondo de inversión de la propia universidad.
El momento no podía ser más oportuno. Transcurridos casi siete meses de guerra en la franja de Gaza, y en plena ofensiva de los republicanos contra las empresas que invierten con criterios sostenibles (ESG, en sus siglas inglesas), por considerarlos un ejercicio de activismo progre, los estudiantes envueltos en kufiyas (el pañuelo palestino) sacaban los colores a la universidad de la elitista Ivy League (la organización que reúne a las ocho universidades más prestigiosas y más caras de EE UU), donde la matrícula cuesta en torno a 70.000 dólares, apuntando con el dedo a intereses opacos. Siempre un paso más allá que sus pares de otros campus, exigían además la retirada total de las inversiones vinculadas a Israel, no solo de las empresas relacionadas con el sector de la defensa.
Podría parecer que la iniciativa de los estudiantes propalestinos se deriva de la campaña global denominada Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) contra Israel, pero sería más correcto afirmar lo contrario. Iniciativas similares, surgidas de otros momentos de agitación en el campus, abonan una tradición que se remonta a 1985, cuando una movilización masiva contra la Sudáfrica del apartheid obligó al consejo de administración de Columbia a retirar sus inversiones de empresas vinculadas al régimen racista de Pretoria, como Coca-Cola, Chevron, Ford y American Express. El valor total de las acciones de las que se deshizo entonces ascendía aproximadamente al 4% de la cartera. Berkeley y Chapel Hill, en Carolina del Norte, siguieron el ejemplo.
Desde entonces, Columbia ha trazado cinco líneas rojas muy claras, cinco áreas en las que se abstiene de invertir: tabaco, cárceles privadas —que son la mayoría en EE UU—, carbón térmico, Sudán y combustibles fósiles, en decisiones adoptadas una tras otra a lo largo de la última década. La universidad neoyorquina ha marcado la pauta a otras instituciones educativas estadounidenses a la hora de poner fin a inversiones controvertidas, casi siempre por la presión combinada de sus estudiantes, profesores y antiguos alumnos. Pero esta vez el caso es bien distinto: muchos grandes donantes, los que sufragan el costoso mantenimiento de facultades y centros, son judíos, y no pocos han amenazado con retirar sus contribuciones si no se pone fin a las protestas propalestinas, como vienen haciendo desde que el debate sobre el antisemitismo en los campus puso contra las cuerdas a los rectorados.
“Nos basamos en el legado de décadas de estudiantes que han pedido libertad, liberación, igualdad y el fin de los sistemas de apartheid en todo el mundo... para todos los pueblos oprimidos”, explicaba esta semana Catherine Elias, organizadora de las protestas, a la CNN. Columbia University Apartheid Divest (CUAD), una coalición de grupos de estudiantes que también impulsa las protestas, ha identificado también una serie de inversores con los que quiere que la universidad rompa vínculos. Entre ellos están BlackRock, el gigante de la gestión de activos; Airbnb, que ha ofrecido alquileres en la Cisjordania ocupada; Caterpillar, cuyas excavadoras ha utilizado Israel para derribar casas palestinas, y Google, por el Proyecto Nimbus, que presta servicios de inteligencia artificial a Israel. En febrero, dos meses antes de las protestas, la universidad dejó bien claro que no tenía intención de cancelar esos vínculos.
Finanzas en clave de activismo
Salvo en lo relativo a Israel, la inversión del endowment (dotación financiera de la universidad) de Columbia puede leerse también en clave de activismo. En 2006, el Grupo de Trabajo para la Desinversión en Sudán de la universidad, dirigido por estudiantes, presionó al rectorado por las violaciones de derechos humanos en Darfur. El comité consultivo sobre inversiones socialmente responsables, que se había creado en 2000, aprobó entonces desinvertir en 18 empresas que hacían negocios en el país africano. Desde 2008, ha cortado también sus inversiones en la industria del tabaco, en EE UU y en el extranjero.
Un paso más allá en la inversión socialmente respetable fue la retirada de 10 millones de dólares, en 2015, de CCA y G4S, dos compañías que, respectivamente, gestionan prisiones privadas en EE UU y proporcionan tecnología y seguridad a este tipo de centros en todo el mundo. La presión de Columbia Prison Divest, otro grupo liderado por estudiantes, convenció al consejo de administración de la universidad, que fue la primera de EE UU en desinvertir en un sector defendido con entusiasmo por Donald Trump. “Apoyo esta recomendación, que representa la culminación de un análisis concienzudo y de un arduo trabajo por parte del comité consultivo [de inversiones responsables] y de nuestros estudiantes, profesores y alumni”, saludó la medida Leo Bollinger, que era rector entonces.
En 2016, activistas climáticos de la universidad emprendieron huelgas de hambre de una semana de duración, además de incesantes sentadas ante el rectorado. Un año después, Columbia se comprometió a desinvertir en carbón térmico y, en enero de 2020, anunció una nueva política de no inversión en empresas petroleras y de gas. “La urgencia y la importancia del cambio climático requieren que Columbia haga todo lo posible para apoyar y acelerar la transición, incluidas las inversiones en empresas con planes y acciones creíbles para la transición de la economía de los combustibles fósiles a fuentes de energía con cero emisiones netas”, anunció en noviembre de 2020 el comité de inversiones responsables.
Para algunos expertos, la desinversión institucional es mucho menos poderosa que la corporativa, cuando las empresas dejan de hacer negocios en un país o con él, como sucedió con la Sudáfrica del apartheid. Incluso aunque los rectorados accediesen a las demandas estudiantiles —la de Columbia, tan dependiente como el resto de universidades de la Ivy League de sus donantes, ha ofrecido en su lugar como gesto de buena voluntad financiar proyectos de sanidad y educación en Gaza—, el impacto de la medida no tendría un efecto inmediato, sino más bien simbólico. La represión de los campus de costa a costa de EE UU tampoco ayuda a aplacar sus demandas.
Columbia, como la mayoría de los centros privados, mantiene la mayor parte de su información financiera en secreto, informaba esta semana el portal Axios. Sus fideicomisarios publican informes financieros anuales, que incluyen el rendimiento de las inversiones y la asignación de clases de activos, pero no detallan inversiones específicas, como acciones y fondos de capital privado, y mucho menos sus geografías. En resumen, la desinversión parece ser por el momento más una exigencia retórica de quienes buscan el fin de la guerra que una estrategia pragmática para ayudar a lograrlo. El largo historial de activismo estudiantil, desde Vietnam hasta Gaza, parece haber pinchado en hueso en todo lo referente a Israel, con el beneplácito además de los políticos de uno y otro signo.
Sigue toda la información internacional en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.