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Guillermo Lasso, el banquero que se topó con los carteles de la droga

El presidente de Ecuador, como recomiendan los libros de emprendimiento, no ha dejado nada a la improvisación y ha preferido disolver el Parlamento antes que enfrentarse a un proceso de destitución. Su Gobierno ha lidiado con una crisis de seguridad sin precedentes en el país

Guillermo Lasso, durante una intervención pública en mayo pasado. Foto: MANDEL NGAN (AFP) | Vídeo: EPV
Juan Diego Quesada

La vida profesional de Guillermo Lasso se resume en una serie de ascensos en el mundo de la banca y los negocios que lo perfilaron como un hombre de éxito. Eso le colocó el cartel de presidenciable, en la línea de los políticos-gerentes que brotaron por todo el mundo asegurando lo formidable que era manejar el Estado como si fuera una sociedad anónima. Después de dos intentos infructuosos de hacerse con el poder, lo logró a la tercera en 2021, derrotando al correísmo, que andaba en sus momentos más bajos. Heredó un país profundamente endeudado, con las arcas vacías. Era la hora del banquero.

Sin embargo, nada ha salido como su prospectiva auguraba. En solo dos años se ha visto acorralado por el Congreso ecuatoriano, que lo sometía hasta hoy a un juicio político por un supuesto caso de malversación de fondos. El proceso era un juego incierto que podía acabar en su destitución. Pero este hombre de cara redonda y gafas cuadradas, de 67 años, se ha agarrado al último resorte que le quedaba, no quería dejar nada a la suerte y activó lo que se conoce como la muerte cruzada. Sin más rodeos, decretó la disolución del Parlamento e inmediatamente se activó la convocatoria de elecciones legislativas y presidenciales a las que él mismo puede presentarse si quiere. Lasso no ha dejado nada a la improvisación, lo que recomienda cualquier libro de emprendimiento en un momento de crisis.

Ecuador ha sido su edificio de oficinas estos dos años. Los funcionarios, sus empleados; los ecuatorianos, sus accionistas. Llegó asegurando que conocía la fórmula para crear empleo y hacer que el país retomara la senda de la productividad. Lo mismo que, según él, había hecho cuando dirigió el Banco de Guayaquil, uno de los más grandes del país. No ha ocurrido ni una cosa ni la otra. El país vive una crisis de seguridad descomunal que ha paralizado el resto de necesidades. Las cárceles se han convertido en un agujero controlado por bandas en las que se decapita y se desmiembra a los que no cumplen con la ley impuesta a la fuerza. Los carteles de la droga han empezado a controlar instituciones y dominar parte del territorio, en un proceso similar al que han vivido países como México y Colombia.

Lasso se vio obligado a empezar a trabajar a los 14 años para pagar sus estudios y contribuir a un hogar que integraban 10 hermanos mayores que él. Es profundamente conservador en lo moral y neoliberal en lo económico; son dos verdades a las que se agarra como si le fuera la vida en ello. La gente ve en él y su familia el modelo idílico de la élite de Guayaquil, una de las principales ciudades del país, junto a Quito, la capital. Vive en la ciudadela, en la zona residencial más exclusiva de la ciudad de Samborondón. De todos los candidatos que se presentaron a las últimas elecciones, él era el que más impuestos pagaba, casi 700.000 dólares [unos 645.500 euros] al año. Hizo que algunos arquearan las cejas cuando prometió bajar los impuestos.

Pero demostró ser muy astuto. Para ganar no le bastaba con el electorado de derechas, que no había puesto un presidente en 20 años. En contra de lo que venía siendo su ideario, tendió la mano al colectivo LGTBI y abrazó la despenalización del aborto en caso de violación. Lasso estaba abierto a escuchar a todo el mundo y, decían los maldicientes, quería llegar como fuera a la presidencia. Nada le resultaba imposible, ni siquiera cambiar sus ideales. Llegó y se quedó en la élite económica ecuatoriana sin tener un apellido de solera y sin un título universitario que colgara en las paredes de su despacho. Es la viva imagen de un hombre hecho a sí mismo.

Durante la pandemia lideró una iniciativa que recaudó fondos y donó insumos al sistema de salud. Recaudó más de ocho millones de dólares. Esa era su estado ideal de las cosas: la iniciativa privada saliendo al rescate de lo público con caridad y buenas intenciones. Eso sí, pagando menos impuestos. En febrero se rompió el peroné y un año antes le operaron en Estados Unidos para extraerle un melanoma en el párpado inferior derecho. Fue intervenido, sí, lo han adivinado, en clínicas privadas. Aunque en abril se enfermó de las vías urinarias y se puso en manos del hospital militar de Quito. Llegó a estar ingresado en la UCI.

El CEO de Ecuador vino con muy buenos propósitos. El país iba a ser líder de ventas en la región andina e iba a cotizar en alza en la Bolsa. La violencia, el descontrol y el trasiego de droga echaron todos esos sueños al traste. La realidad se impuso al marketing. El último clavo en su ataúd político llegó en forma de corrupción política. La oposición lo acusaba de un delito de malversación al no haberse hecho responsable por un contrato entre la empresa pública de transporte de petróleo, Flopec, y Amazonas Tanker, que representó una pérdida para el Estado de seis millones. El impeachment colgaba sobre su cabeza. Antes de que cayera la guillotina, se agarró a la muerte cruzada. Voló todo por los aires. El banquero que prometía estabilidad y buenas cuentas de resultados ha acabado sumido en el caos.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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