Cate Blanchett: “Estamos atrapados en un remolino de narrativa xenófoba. Es repugnante cargar la responsabilidad sobre los refugiados”
La actriz australiana, embajadora de buena voluntad de ACNUR, reclama responsabilidad colectiva ante la crisis y ayudas continuadas para los países de acogida
Cate Blanchett (Ivanhoe, Australia, 53 años) es una actriz universal a la que no le queda nada por demostrar. Ha ganado dos premios Oscar, cuatro BAFTA y cuatro Globos de Oro. Para algunos críticos es la mejor de su generación. Que dedique todo ese poder de influencia a la causa de los refugiados la convierte en un altavoz irresistible. Recibe a EL PAÍS en un apartamento londinense al suroeste de la ciudad, cerca del museo Tate Modern. Apenas es necesario preguntar. Su discurso es arrollador y apasionado. Un monólogo plagado de datos y razonamientos elaborados. Blanchett es embajadora de buena voluntad de ACNUR, el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados. Acaba de regresar de su segunda visita a los campos de refugiados de Jordania.
Pregunta. ¿Con qué sensación regresa de Jordania?
Respuesta. Pude volver a encontrarme con algunos de los refugiados que había conocido hace siete años. Algunos viven en entornos urbanos, otros en el campamento de Zaatari. Su capacidad para obtener algo de la nada es asombrosa. Por eso me resulta tan decepcionante y tan irritante esta retórica xenófoba que ha calado [en Occidente] a la hora de abrazar la llegada de refugiados. Porque son personas que tienen mucho que ofrecer. Pueden ver oportunidades donde otros no las ven.
P. ¿Qué la llevó a volcarse en esta causa?
R. Es como el cambio climático. Ves algo que está ocurriendo, y a la vez ves cómo la gente mira para otro lado ante un problema que se está ulcerando, o habla de ello como si no existiera, o se refiere a ello —en el caso de los refugiados— usando una terminología incorrecta y salvajemente xenófoba. Con el propósito de deshumanizarlos. Hay algo dentro de mí que me obliga a redirigir esa narrativa falsa.
P. Su propia experiencia en su país de origen contribuyó…
R. Como australiana, viví en un país que —al margen de su propia historia de invasión colonial— se construyó desde la visión positiva de abrazar en su interior a refugiados y a solicitantes de asilo. La “marca Australia” en la que yo crecí era multicultural. Todo giraba en torno a la integración, en un país que había sido colonizado por los británicos y tenía su propia y poderosa historia indígena. Éramos realmente una nación con una gran mezcla. Y eso ofreció una visión global muy positiva, desde el punto de vista creativo, cultural. Estábamos por encima de nuestro propio nivel como país gracias a ese espíritu de bienvenida.
P. Ese espíritu se fue desvaneciendo a finales del siglo pasado, con la llegada de boat people (los balseros, o llegados en barco) desde Vietnam, Camboya o, más tarde, Oriente Próximo.
R. Todo eso se calcificó y endureció. El mensaje pasó a ser deshumanizador desde mediados de los años noventa en adelante. Pude ver el efecto nocivo que aquello tuvo en la población civil australiana. Lo tremendamente vergonzante que resultó el proceso por el que se enviaron refugiados a islas alejadas de la costa [desde 2012, Australia envía a los irregulares a las islas de Nauru, independiente, y Manus, en Papúa Nueva Guinea]. Sé que ahora se está produciendo un giro, pero todavía debemos admitir esa vergüenza. Queda mucho por hacer.
P. Australia da un paso adelante, y el Reino Unido hacia atrás, con una réplica que consiste en deportar a Ruanda a los inmigrantes irregulares.
R. Es una política que no funciona. Y es muy cara. El coste económico y humano de la exclusión es muy superior al coste de la inclusión. Aceptar esa retórica falsa es un desastre económico y humanitario. En vez de contemplar el resultado, volvemos a estar atrapados en este remolino de narrativa xenófoba. Todos debemos recordar que estamos hablando de un derecho humano básico. Todo el mundo tiene derecho a la seguridad.
P. Y se infla un problema que, en realidad, solo en escasa proporción afecta a Occidente.
R. El 74% de los refugiados son acogidos en países pobres. No están en países ricos, a pesar de todas esas cifras con que nos alimenta el discurso del miedo. Uno de cada cuatro habitantes en Líbano son sirios, y quieren permanecer cerca de su hogar. Nos corresponde a todos ayudar a esos países vecinos [de la región de donde huyen los refugiados] a afrontar esa responsabilidad.
P. Pero ni la izquierda ni la derecha, al menos en el Reino Unido, quieren afrontar la realidad de un asunto que quita votos.
R. Es más fácil controlar a la gente cuando consigues que tenga miedo de algo. Es algo que no solo vemos en esta retórica de la crisis de los refugiados, sino también en asuntos como el cambio climático. Creo que es un modo de evadir la responsabilidad, a base de cargarla sobre otros. Es algo repugnante. Cualquier país —no solo Inglaterra— que se quita de en medio el problema a base de traspasárselo a otro lo único que logrará es que regrese en forma de un nuevo problema, una nueva incursión, un nuevo conflicto. La presión es demasiado grande. Debe ser una responsabilidad colectiva.
P. ¿Se ha agravado en los últimos años?
R. Cuando después de 2015 comenzó a menguar el dinero que se enviaba a los países vecinos, pudimos ver un enorme flujo de personas que atravesaban el Mediterráneo arriesgando sus vidas. Es muy importante que siga llegando la ayuda humanitaria a países como Jordania. España ha sido un país enormemente generoso. Lo pudimos ver con Siria y ahora con Ucrania. Pero debemos seguir viendo este asunto como una responsabilidad colectiva. Y como una inversión en capital humano.
P. Lo estamos viendo con Ucrania. El entusiasmo de poblaciones y gobiernos a la hora de apoyar flaquea al cabo de unos meses.
R. Es el caso de Siria, una crisis prolongada en el tiempo. Debemos invertir en organizaciones como ACNUR para cubrir un largo periodo, porque hay que seguir proporcionando educación a todas estas personas. A nadie ayuda que todos estos jóvenes no sean capaces de desarrollar las habilidades que han adquirido.
P. Uno piensa en la excanciller alemana Angela Merkel. Aceptó la entrada de 1,2 millones de refugiados de Siria, y acabó siendo un problema político interno que jugó en su contra.
R. Alemania pensó que, como uno de los países líderes de la UE, podría predicar con el ejemplo, con la esperanza de que otros hicieran lo mismo. Pero el resto de los países no acogió el mismo nivel de refugiados. Así que una responsabilidad descomunal quedó en manos de un par de naciones. Acabó siendo un problema interno [para Merkel], porque no hubo reciprocidad.
P. No es un problema único de cada país.
R. Estamos absolutamente conectados, la información fluye a través de las redes. Y, sin embargo, seguimos construyendo estos Estados-nación con la idea de que los seres humanos no se desplazan ni lo harán nunca. Y la verdad es que lo han hecho desde tiempos inmemoriales. He visto en mi propio país lo que ocurre con la psique colectiva, el efecto negativo que produce saber que tu propio país está conculcando derechos humanos. Las personas se endurecen. Comienzas a enfrentarte con tus vecinos. Empezamos a hablar de los refugiados no como personas, sino como un problema.
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