Una niña atrapada en el hormigón derrumbado. Un hombre que no sabe qué hacer
Este ha sido el mayor seísmo de Turquía en más de 80 años y el cuarto más intenso que yo he vivido, de cerca o de lejos, desde mi infancia
La niña de ojos tristes debe tener unos 10 o 12 años. Apenas se mueve mientras mira fijamente a la cámara del teléfono móvil. Cuando se mueve, sus gestos son lentos y lánguidos. El hombre que graba el vídeo la ve y grita asombrado y emocionado.
“¡Aquí hay alguien! ¡Aquí hay alguien!”
Pero con él no hay nadie más, solo una luz plomiza y el silencio de la nevada. Están en algún lugar del sudeste de Turquía, una zona que acaba de ser devastada por dos terremotos de magnitud 7,8 y 7,5.
El hombre se acerca a la niña, que tiene el cuerpo atrapado del pecho para abajo en el hormigón derrumbado. Se ve que no se conocen.
“¿Tienes sed?”, le pregunta él.
“Tengo frío”, contesta la niña. “Mi hermano también está aquí”.
“¿Puedes moverte?”
“No”, responde ella débilmente. A pesar de su voz cada vez más apagada, ha conseguido que la oigan. Pero no hay esperanza en sus ojos. Ha pasado medio día desde que el primer temblor sacudiera la tierra a las cuatro de la mañana. Pronto volverá a oscurecer.
“¿Puedes mover las piernas?”
“Me cuesta mucho”, dice la niña con voz tenue, difícil de entender. Ahora hay una expresión nueva en su cara, como si escondiera algo o se avergonzara de algún defecto personal.
La nieve que ha caído con intermitencia a lo largo de la noche y por la mañana extiende poco a poco un manto sobre la agonía del terremoto, los muertos y los moribundos, las ruinas de las casas de dos o tres pisos y los bloques de 15 o 16 plantas que se desmoronaron en unos segundos por la noche.
Se nota que el hombre que graba con su móvil no está seguro de qué hacer. Él solo no puede liberar a la niña de aquella montaña compacta de hormigón de un peso pavoroso. Los dos se quedan en silencio.
Los ojos de la niña se vuelven vidriosos. Su agotamiento y su dolor están escritos en su rostro.
“Quédate aquí. Voy a buscar ayuda. Vamos a sacarte de ahí”.
Pero su voz suena insegura. Este barrio, arrasado por el temblor de tierra, probablemente esté lejos del centro de la ciudad. Las calles y los puentes están destruidos, y la ayuda aún no ha llegado. Es poco probable que llegue pronto.
Algunos habitantes de la zona que tal vez lograran salir con vida de sus casas en ruinas en la noche oscura y nevada, deben de haberse ido a otro sitio en busca de refugio contra el frío. Pero es posible que, aparte de la niña y su hermano, ningún otro miembro de la familia haya sobrevivido, y por eso nadie la busca.
“¡No te vayas!”, dice al final la pequeña atrapada.
“Tengo que irme, pero volveré”, responde el hombre. “No me olvidaré de ti. Voy a buscar ayuda”.
Se nota que la niña, que ha pasado medio día aprisionada aquí sola, ya se prepara para morir y no tiene fuerzas para oponerse.
Aun así, vuelve a decir, “¡No te vayas!” con voz tenue como un susurro.
“Voy a irme y a traerte ayuda”, insiste el hombre, y aunque ahora el tono es más fuerte, no podemos acabar de creerle.
Aquí termina la grabación de su móvil. No sabemos si consiguió ayuda. La suya fue una de los centenares de súplicas desesperadas y testimonios directos que vi aquel primer día, pegado a la pantalla durante horas. Como muchos otros, el hombre que había grabado a la niña atrapada publicó el vídeo en Twitter sin más añadidos ni comentarios.
He estado esperando otro vídeo en el que se viera el rescate de la pequeña, pero no ha llegado.
Conseguir ayuda no es tan fácil como el hombre del móvil pudo pensar. Según las cifras publicadas por el Estado, alrededor de 7.000 edificios de la zona han sufrido daños o han quedado destruidos. El terremoto también sacudió Siria. Del mismo modo que el número real de víctimas seguramente sea mucho mayor de lo que se ha informado [según las cifras más recientes, el número de muertos ya supera los 45.000], es probable que el de edificios que se han venido abajo también sea muy superior. Debido a que las carreteras están cortadas y los teléfonos móviles no funcionan bien a causa de los cortes del suministro eléctrico y la saturación de las redes, hay poca información sobre lo que está sucediendo en las ciudades más pequeñas. En Twitter y en las redes sociales vemos publicaciones que parecen indicar que algunos pueblos han quedado totalmente destruidos. Pero, ¿es verdad?
Este ha sido el mayor seísmo de Turquía en más de 80 años y el cuarto más intenso que yo he vivido, de cerca o de lejos, desde mi infancia. Tras el terremoto de Mármara de 1999, que mató a más de 17.000 personas, me fui a Yalova, una de las ciudades devastadas por la catástrofe. Deambulé durante horas entre las ruinas de hormigón, invadido por un sentimiento de culpa y responsabilidad y pensando que al menos debería ayudar a retirar parte de los escombros, para acabar volviendo a casa sin haber podido ayudar a nadie. El dramático espectáculo de aquel día se me quedó grabado, junto con la frustración y la tristeza que quiero olvidar sin conseguirlo.
Ahora, esas imágenes están siendo desplazadas por otras nuevas y que, sin embargo, conozco muy bien. La sensación de impotencia es aplastante.
Debido a los daños en los aeropuertos y con las carreteras intransitables, incluso los mayores conglomerados de medios de comunicación tardaron más de medio día en llegar a algunas de las grandes ciudades que el terremoto ha convertido en paisajes infernales. Medio día después de la catástrofe, llegaron a esas calles nevadas, lluviosas y barridas por el viento para encontrarse cara a cara con millones de personas que esperaban ayuda con rabia. Según las cifras hechas públicas por el Estado turco, el terremoto ha afectado a 13,5 millones de habitantes de la zona. Según la Organización Mundial de la Salud, las consecuencias podrían llegar a alcanzar a 23 millones en Turquía y Siria.
La catástrofe adquirió dimensiones verdaderamente apocalípticas cuando, nueve horas después de que el primer seísmo de 7,8 grados sacudiera la tierra en plena noche, lo siguiera otro de magnitud 7,5. Este segundo terremoto, cuyo epicentro se situó a unos 100 kilómetros del anterior, obligó a millones de personas a las que las réplicas del primero habían sacado a la calle a presenciar escenas de horror manifiesto. Las multitudes habían estado vagando por las calles en busca de ayuda o alimento, rebuscando con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, entre las ruinas de bloques de 16 pisos reducidos a escombros, o buscando un lugar caliente a cubierto donde refugiarse. Entonces empezaron a grabar la destrucción con sus teléfonos móviles gritando “¡Dios mío! ¡Dios mío!”, mientras un edificio tras otro se derrumbaba en cuestión de segundos como un castillo de naipes, dejando tras de sí tan solo montañas de polvo.
Muchas personas han publicado esas imágenes de monstruoso horror en las redes sociales sin un comentario, sin un pie de foto o siquiera unas pocas palabras para acompañarlas. Con ello están enviando dos mensajes. El primero es lo que su conmoción pone de manifiesto: la magnitud imponente y abrumadora de la catástrofe. El segundo es el sentimiento de abandono y desesperación, compartido por todo el país y tan desgarrador como el propio terremoto.
Estas escenas apocalípticas han despertado de inmediato un conmovedor espíritu de solidaridad y ayuda mutua, y han prendido en la gente el instinto de compartir, de reunir testimonios, de dejar huella, de hacer que su voz se oiga. En el centro cubierto de escombros amontonados de todas las grandes ciudades, cualquiera al alcance del micrófono de un periodista parece estar gritando, “Filma aquí, filma aquí, necesitamos ayuda, necesitamos comida. ¿Dónde está el Gobierno? ¿Dónde están los equipos de rescate?”.
La ayuda se ha enviado, pero los camiones cargados de suministros se quedan atascados durante horas en las carreteras abarrotadas a centenares de kilómetros de las zonas afectadas. Personas que han perdido su casa, a su familia, a sus seres queridos, todo lo que tenían, se encuentran con que nadie hace nada contra los incendios que empiezan a declararse en sus ciudades. Y así, cortan el paso de cualquier vehículo oficial, de cualquier policía o empleado del Gobierno con el que se encuentran y empiezan a protestar. Nunca había visto a nuestra gente tan furiosa.
Cuando, el segundo día, empieza a anochecer, los ruidos que salen de las pilas de escombros y hormigón se vuelven más débiles y la gente que hay en la calle empieza a acostumbrarse al horror. Grandes grupos empiezan a congregarse delante de las furgonetas que reparten pan y comida. Pero la rabia, la amargura, el sentimiento de desesperación por no haber estado preparados permanecen intactos.
Al día siguiente me entero por las redes sociales de que hay médicos que han decidido recorrer largas distancias para echar una mano en algunas de las mayores ciudades destruidas por el terremoto, pero al parecer no hay ninguna autoridad, nadie al mando que se encargue de dirigir sus esfuerzos cuando llegan. Para consternación de la población, incluso algunos hospitales públicos se han derrumbado.
Dos días después empieza a llegar algo de ayuda a los centros de las principales ciudades. Pero para mucha gente es demasiado poco y demasiado tarde.
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