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Centroamérica Cuenta
Crónica
Texto informativo con interpretación

El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo de ella

La escritora costarricense Catalina Murillo hila un relato sobre migración en este texto para el festival Centroamérica Cuenta Madrid

Marisol Condoy, en su puesto del mercado.
Marisol Condoy, en su puesto del mercado.Lisbeth Salas

No hemos terminado de dar nuestra primera vuelta por el mercado, cuando cae sobre nosotras como pájaro oscuro: ya está, se nos fastidió el plan, temí de golpe.

Al hombre le bastaron, sin embargo, unos cuantos segundos para entender que yo podría ser útil a sus intereses, lo cual, vaya coincidencia, fue exactamente lo mismo que pensé yo.

¿Qué están haciendo ustedes por aquí?, nos preguntó, sin cautela. Le dije mis intenciones (aunque, a lo Groucho, por si no le gustaban, tenía listas otras) y estas le parecieron convenientes. Así que este hombre de negro, al que vamos a llamar El Padre, se convirtió en la llave maestra que nos abriría la confianza de la gente trabajadora del mercado.

El Padre va de negro

Lucha, lucha, lucha, hay personas para las cuales la vida, toda, ha sido luchar. El Padre es de esas.

Y no es de sonrisa fácil, lleva la melancolía encima como una capa, pero tiene mirada de pajarillo rapaz. Me suelta en entrenado bucle lo que él quiere que yo escriba (que si el Mostenses ha sido marginado, que si está al mínimo de su potencial, que si las batallas internas, que si las luchas de poder, que si la xenofobia) y yo lo escucho por un oído.

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Ecuatoriano. Llegó a España con el milenio. Tiene un solo hijo, cosa rara para alguien de una condición social en la que los hijos suelen ser la jubilación, así que cuantos más, mejor. Le muestro, diáfana, mi extrañeza ante esa falta de prole. Perdieron tres retoños antes de que se lograra el hijo único, me dice. Ah, eso es.

De la mano de El Padre se nos abren los caminos y la gente. Seguimos andando por el mercado, tan lejano estéticamente a esos mercados boutique estandarizados por el turismo. Pero claro, “antes roto que remendado” es un principio de señorito ibérico que aquí nadie puede permitirse: ir desarrapado, despeinado y descosido sería un alarde. El Mercado de los Mostenses es ordenadito y pulcro, como un niño el primer día de clases.

Échele la firma

Dice Julio César que él fue el primero en llegar aquí. Que es el latinoamericano más antiguo del mercado, pues. Que cuando llegó tenía pelo, repite varias veces él y yo tardo en entender que es su running gag.

Mientras Julio César atiende a sus clientes, El Padre me cuenta que el culmen de un tendero es el momento en el que puede comprar el puesto en donde trabajaba. Entonces lo primero que hace es apear el viejo cartel y cambiarlo por uno con su nombre. Pienso en ese gesto: echar la firma. Da gusto, acéptenlo (si hasta en Facebook hay quien redunda y firma sus propias publicaciones). Qué gracia el ser humano, tanta epopeya para culminar en algo tan simple. Darle la vuelta al mundo para poner en un cartel: Verdulería Fulano de Tal. O firmar este texto.

Julio César, le digo, para qué quieres pelo si tienes laureles. Sabe a lo que aludo y, entonces, me mira de otro modo, me empieza a tratar de “mi amor”. Y aunque no te lo crees, te lo crees.

Amor es...

Un camarero ecuatoriano con edad para ser el abuelo de Romeo Montesco es de los pocos recién llegados que topé. ¿Qué lo trajo por aquí?, le pregunté a lo doña Florinda. Pareció confesar un crimen cuando me respondió, grave y directo: una querida.

De eso hace tres años, tras los cuales se apaga la flama (está confirmado por la ciencia, no me ahorquen a mí). A este hombre se le nota el descreimiento. Está sin estar. No se halla. Ahora solo falta que aparezca otra querida y se lo lleve de vuelta para allá, me oigo decirle y me espanto. Esta lengua mía. Cómo me atrevo. Él se echa a reír, una carcajada sin proporción ni control. O ya lo había pensado o ya existe la querida del boleto de vuelta.

Amar es dar algo que no se tiene a alguien que no lo está pidiendo. La cita es inexacta, no fue eso lo que dijo Jacques Lacan, pero así ha viajado de boca en boca hasta llegar a este último retruécano: emigrar es ir a dar algo que no se tiene a un país que no lo está pidiendo.

Madre no solo hay una; patrias, tampoco

“Mis padres me salvaron de El Salvador”, me dice este salvadoreño, y es la menos paradójica de sus frases. Resulta que, siendo niño, su madre se lo dio a su tía para que lo trajera aquí. De eso hace tres lustros. Ahora él se refiere a su tía como a su madre, y a su madre, también.

Era un préstamo, por así decir, no un regalo. Pero con el tiempo su madre (bío) se sintió víctima de un engaño y dijo que le habían robado al hijo. “Un drama”, dice la criatura de la discordia. “El problema” –añade– es que su madre (bío) no lo dio en adopción, sino que le dio a su madre un poder. Por eso él ha vivido aquí “ilegal”, hasta hace poco, cuando al fin consiguió la nacionalidad española.

“Yo siempre le pregunté a mi madre por qué”, escucho ahora en la grabación, y no sé a cuál madre se refiere, ni a cuál porqué. “Mi madre y mi padre les hicieron la vida imposible a mis padres”, añade (toma carnaza, Sigmund). Mis padres me salvaron de ese mundo, aunque hoy día, gracias a Bukele, El Salvador está mejor, más seguro, menos corrupto, asegura. Le pregunto cómo lo sabe. Por las redes, me responde. Mi maldita cara me delata y él murmura: “Aquí no lo quieren, no sé por qué...”. Ahora se va a reelegir, pese a que lo prohíbe la Constitución, le digo. (¡No lo puedo evitar!, periodismo interventor, periodismo maternalista, este mío). Él me explica, didáctico, que no se va a reelegir a sí mismo, no, él se va a postular para que el pueblo lo reelija. Y remata, sin pestañear: el pueblo manda. Da miedillo.

O te aclimatas, o te aclimueres

Este cuento es distinto. En Colombia, él tenía trabajo en las cocinas de un sitio con estrellas y tenedores. Vivía con sus padres, soltero, sano, sin deudas ni hijos. ¡O tempora! Estudiaba francés, porque quería irse a Montreal.

Pero un día le contaron que había convocatorias para trabajar en España, me dice y hace una pausa, antes de darme una explicación que no le he pedido: “Nos dijeron que íbamos a hacer trabajos buenos que los españoles no querían hacer”. No consigo poner cara de póker. Y él añade: “No sé si era verdad”.

Aterrizaron cerca de treinta buenos mozos, saludables y educados, con los papeles en orden. A todos los pusieron a lavar ollas, menos a él, que pasó directo a ayudante de cocina, en un sitio que frecuentaba Su Majestad. Entre un español y un colombiano, Su-Ma-jes-tad-es-co-ja.

Vivió en un cuarto sin ventanas, eran, literalmente, cuatro paredes. Trabajaba de noche, no veía la luz del sol, dormía en un camastro, espalda contra espalda con otro inmigrante, hasta que pasó lo que tenía que pasar: se deprimió. Su historia se parece a la mía. Cuando me dice: “Metido en ese sitio, me preguntaba para qué mierda me vine acá”, lo interrumpo: “¿Y

qué te respondiste?”. Me mira estupefacto. La pregunta es retórica, en su caso; en el mío, es un epitafio probable.

No podía ser de otra manera, la suya es una historia de superación y ahora es su propio jefe. Se le nota satisfecho. Ya no estudia francés ni inglés, “pero ahora hablo mejor el español”. Un zigzag frío me recorre la espalda. A quien no lo entiende, no tengo cómo explicárselo. Con esa frase resumió su castración, el tributo ineludible del inmigrante que “se integra”: desintegrarse.

El enviado

El Padre detiene nuestro periplo por los pasillos del mercado para contarme eso que, desde el minuto cero, era su objetivo: la historia de su hijo.

Tiene veintidós añitos y es un exitoso empresario, dueño de un local de comida ecuatoriana en la zona pija de Madrid, dice, un sitio brutal, añade; enternece escucharlo, usar esas palabras que, se nota, no le son propias. El restaurante de El Hijo ha salido en la tele, los periódicos, la radio, las redes. Me muestra fotos. Es un sitio “homologado” por la UE, por así decir. Ustedes me entienden.

Esto último me lo cuenta El Padre frente a Tony Rosado, languideciente ahí, en un afiche de pared (no lo estoy inventando, sería una mise en scène muy chambona). La coincidencia me hace entender que El Hijo es también un emigrante, que ha salido de este mercado de cumbia, fritura y ceviche rumbo al Madrid donde los ecuatorianos, de haberlos, van uniformados. Tony Rosado no podría dar ese salto. Tony Rosado se queda en el mercado.

Ella

–Yo llegué huyendo de la… ¿Cómo se llama?

–…

–Eso que dijeron que había… la res... la res...

–¿La recesión?

–¡Eso!

Aquí, una compatriota suya ganaba más dinero cuidando viejitos, que ella en Ecuador como profesora de química. Decidió venir a probar suerte. Su marido –El Padre–, menor que

ella, no lo veía correcto, que cómo se iba a ir sola, dejando al niño (de meses) que tanto les había costado, que el dinero no lo era todo en la vida... “Pero yo no le hice caso y me vine”.

Narra sus primeros trabajos sin usar la palabra pertinente: esclavitud. Por lo que cuenta, es lo que era. En seis meses pagó las deudas que tenía, entre ellas las del pasaje de avión, y pudo mandar a traer a su marido, a su hijo y a su suegra. “No me arrepiento, pero es lo más duro que uno puede pasar. “Yo cuidaba chiquitos, teniendo al mío allá”, me dice y murmura: “se me partió el alma”.

Mirando su foto veo, de hecho, su alma partida, aunque sosegada. Al vitíligo que ha desteñido sus manos y parte de su cara, en algunos países le llamamos melancolía. ¿Regresar a Ecuador? “Yo amo a mi país, pero allá ya no conocemos a nadie, seríamos extraños”. Además, El Hijo no quiere volver, “y como tengo un solo hijo, me quedo donde esté él”.

“Yo ya sufrí lo que tenía que sufrir”: este es el sosiego que transmite esta mujer, haber hecho ese viaje, al fondo del dolor, y volver para contarlo.

Perdón, corrijo: y vivir para contarlo, porque, como sabemos quienes un día nos fuimos, nunca vuelve la misma persona ni se vuelve al mismo sitio.

Que nunca se vuelve.

Uno lo empieza a comprender más tarde.

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