Vóteme: Dios está de mi parte
La religión lo tiñe todo en la campaña estadounidense: desde el debate sobre el aborto hasta el auge del “nacionalismo cristiano”, que inspira al ala más extrema del Partido Republicano. La pelea por el Senado en Georgia es uno de los mejores ejemplos
Anthony George es pastor de la First Baptist Church, un megatemplo al norte de Atlanta sede de una de las iglesias protestantes más influyentes de Estados Unidos. El domingo pasado, a tres semanas de las elecciones legislativas, George llevaba media hora del segundo sermón de la mañana cuando se calentó. Del Espíritu Santo saltó a “la ideología transgénero”, puro “abuso físico y psicológico infantil”, y de ahí al movimiento antirracista Black Lives Matter: “No necesito que esos radicales de izquierdas, socialistas, me digan que las vidas negras importan”, bramó ante una audiencia mayoritariamente blanca que atendía al servicio, retransmitido online desde un enorme auditorio equipado como el mejor plató televisivo. “Si de verdad les importaran esas vidas, deberían detener el genocidio de bebés negros en el útero materno”. Muchos entre el público murmuraron “amén”, y un hombre afroamericano se levantó a aplaudir.
El día del Señor había empezado varias horas antes, en la iglesia baptista Ebenezer, situada a unos 25 kilómetros al sur aunque separada por un abismo ideológico. En este templo del centro de la capital de Georgia, Estado clave en las próximas elecciones legislativas, el púlpito en el que predicó Martin Luther King lo ocupa hoy Raphael Warnock. Senador demócrata desde enero de 2021, cuando se convirtió en el primer negro en representar a Georgia, aspira a renovar su escaño en una de las pugnas cruciales de la cita: el 8 de noviembre, Estados Unidos renueva la Cámara de Representantes, un tercio del Senado, cuyo control depende en gran medida de lo que se decida aquí, gobernadores de 36 Estados y un sinfín de cargos más. El sermón del domingo pasado no lo dio Warnock, sino un invitado, el joven reverendo Brandon Thomas Crowley: “Vivo en Massachusetts”, dijo en presencia del pastor-político, “pero no soy imparcial, porque tengo un candidato, y es el mejor preparado de los dos contrincantes”. Los feligreses se pusieron en pie para celebrar el respaldo electoral.
Warnock se enfrenta a Herschel Walker, leyenda del fútbol americano metido a político republicano en apuros: una mujer cuya identidad no ha trascendido, una de las cuatro madres de sus cuatro hijos (tres de los cuales han salido a la luz durante la campaña), lo ha acusado en los medios de haberle pagado un aborto en 2009, y eso ha puesto en duda entre sus votantes evangélicos su credibilidad como radical antiabortista; Walker defiende su prohibición total, incluso para los casos de violación e incesto.
Un día después de que el caso estallara, el pastor George acogió en la First Baptist Church un acto convocado de antemano por un grupo llamado “Guerreros oradores por Herschel”, en el que no dejaron entrar a la prensa. En los vídeos colgados por algunos asistentes en sus redes sociales, se ve a George comparar a Walker, que negó y sigue negando las acusaciones, con el rey David, uno de cuyos salmos leyó: “Que sean humillados y avergonzados los que se alegran de mis dificultades; que sean cubiertos de vergüenza y de deshonra los que triunfan sobre mí”. “Dios me ha preparado para un momento como este”, aclaró Walker. “Jesús está conmigo y ningún arma me dañará”. El acto acabó en rezo colectivo.
La igualada pelea en Georgia por el Senado (con Walker tres puntos por detrás, según las encuestas) es uno de los mejores ejemplos de cómo fe y política andan más confundidas que nunca en Estados Unidos, país que aún no ha conocido un presidente que no sea cristiano. Pero está lejos de ser la única prueba. Asuntos como la inmigración, la educación o el aborto, cuyo acceso defiende Warnock, heredero de la “teología de la liberación negra” que estuvo a la vanguardia de la lucha por los derechos civiles, ha empujado a sectores del protestantismo de base y de los políticos conservadores a abrazar sin complejos el “nacionalismo cristiano”, que defiende que este es un país fundado por cristianos, sobre principios cristianos y que hay que hacer todo lo posible porque eso siga siendo así frente a los ataques de la diversidad, la lógica demográfica y la secularización de la sociedad: según un reciente estudio del Pew Reseach Center, la fe mayoritaria (un 64% de los estadounidenses decían profesarla en 2020) podría dejar de serlo en 2070 (cuando las predicciones vaticinan que habrá un 52% de no creyentes). En esa cruzada cuentan con la ayuda de la mayoría conservadora del Tribunal Supremo, que derogó en junio el derecho federal del aborto, viejo sueño de los evangélicos, y ha dado varias muestras de su intención de demoler la separación entre Iglesia y Estado.
“Este siempre ha sido un país profundamente religioso; lo que ha cambiado es que la gente se identifica menos con las denominaciones cristianas tradicionales”, explica por correo electrónico Paul D. Miller, profesor de la universidad de Georgetown, veterano de Afganistán y de la Casa Blanca (con Bush hijo y Obama) y autor del ensayo de teoría política The Religion of American Greatness (La religión de la grandeza estadounidense, IVP, 2022). Es una de las aportaciones más valiosas a la reciente bibliografía sobre la emergencia del nacionalismo cristiano, en gran medida, porque proviene de alguien que se define como “un cristiano blanco estadounidense, política y teológicamente conservador”, habitual “de toda la vida de iglesias baptistas”. “Cada vez más, las personas de la derecha se identifican con movimientos aconfesionales, pentecostales y carismáticos desligados de la autoridad religiosa tradicional y que a menudo expresan creencias bastante heterodoxas”, continúa. “Es el paso final de la Reforma protestante. Votantes de todo el espectro están utilizando la política como sustituto de la religión, como fuente real de significado, propósito, pertenencia y marco del bien y del mal. Esto no es secularización; es la politización de la religión y la sacralización de la política”.
Miller empezó a sentirse “incómodo” en el seno de la comunidad en la que había crecido a partir de 2016. Seguía compartiendo los ideales “a favor de la vida” o de defensa de los valores familiares, pero no comulgaba con un nuevo compañero de viaje de la derecha cristiana: el nacionalismo, que considera “iliberal y peligroso”, con el potencial de derivar en “autoritarismo” y, por tanto, “incompatible con los principios del experimento estadounidense”. Él lo interpreta como la reacción al proceso, iniciado en los sesenta, “por el que Estados Unidos se fue haciendo más plural” y que se acentuó en las últimas décadas, con “el 11-S, las dos guerras [de Irak y Afganistán], las crisis económicas de 2008 y 2020, la decisión del Supremo de Obergefell [que aprobó el matrimonio homosexual], el primer presidente negro de la nación...”.
“Ahora que se han dado cuenta de que Estados Unidos ya no será un país mayoritariamente blanco o cristiano, abrazan ese nacionalismo, que siempre estuvo ahí, desde los tiempos de las colonias (no hay más que ver ondear la bandera estadounidense allá donde hay un púlpito). Es la manera de defender su estatus”, considera Eric L. McDaniel, profesor afroamericano de la Universidad de Austin y coautor de un ensayo sobre el tema (Everyday Crusade, La cruzada de cada día, Cambridge University Press, 2022). “Esa vulnerabilidad la atizan los políticos en su provecho. Una manera de sumar voluntades en las urnas es hacer que los votantes se sientan enfadados o con miedo. Ambos sentimientos tienen un fuerte poder de movilización”.
En esta historia, resulta clave la figura de Trump, que basó su éxito hacia la Casa Blanca en la defensa de un nacionalismo sin complejos. En enero de 2016, poco antes del arranque de las primarias, el inesperado candidato dijo en un mitin en Iowa (el mismo mitin en el que aseguró: “Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a la gente y no perdería votantes”) “que el cristianismo está bajo un tremendo asedio”. “Somos la gran mayoría. Pero no tenemos el poder que deberíamos. El cristianismo tendrá poder. Si soy presidente, vais a tener mucho poder. Recordadlo”.
Y vaya si lo recordaron. Tras los titubeos iniciales (hubo a quien le costó creer la piedad sobrevenida del magnate neoyorquino), un 81% de los votantes evangélicos blancos le brindaron su apoyo frente a Hillary Clinton. Trump terminó su única legislatura, en la que, de nuevo según el Pew, ese apoyo no hizo sino crecer, haciéndose una foto para la historia, con una Biblia en la mano, a la puerta de la iglesia de Saint John, en Washington, al día siguiente de que resultara dañada durante las protestas que prendieron en todo el país tras el asesinato a manos de un policía blanco del afroamericano George Floyd y después de que los antidisturbios desalojaran una concentración pacífica para abrir paso a Trump. El lugar es conocido como “el templo de los presidentes” porque allí van desde 1816 a rezar los mandatarios, sean más o menos piadosos. El actual, Joe Biden, se esfuerza por situarse entre los primeros: es católico, como Kennedy, y la misa del domingo es el acto central de la cobertura mediática de sus fines de semana que, siempre que puede, pasa en su casa en Wilmington (Delaware).
Tras el asalto al Capitolio, día en que los llamamientos a la insurrección se confundieron con las invitaciones a la oración (“¡Adoramos al Señor, no al Gobierno!”, gritaban los asaltantes) el nacionalismo cristiano pareció quedar relegado a las cunetas de la discusión intelectual. Durante esta campaña, en la que ciertos rituales cristianos se han colado en los mítines de los candidatos más conservadores (en uno del pasado abril en Míchigan, un evangélico local ofreció la siguiente oración: “Padre celestial, creemos firmemente que Trump es el actual y verdadero presidente de los Estados Unidos”), esas ideas se han colocado en mitad de la autopista. Para Miller, en eso tiene también que ver el Partido Demócrata: “Los creyentes de todo el espectro están cada vez más horrorizados por el radicalismo y el extremismo de la izquierda, su devoción por la política de identidad, la cultura de la cancelación, la hostilidad contra la religión en ciertos círculos (y en las universidades) y su postura sobre el aborto. Eso está dando vida a la derecha”.
Nadie ejemplifica mejor que la congresista por Georgia Marjorie Taylor Greene, lista para ser reelegida, el viaje del término “nacionalista cristiano” de insulto a bandera que enarbola sin complejos: “La izquierda impía me ataca por decir que soy una orgullosa nacionalista cristiana”, escribió Greene en un tuit reciente. Dos días después, anunció en Instagram la nueva incorporación a su línea de merchandising: una camiseta que reza “Orgulloso nacionalista cristiano”.
Greene, como Doug Mastriano, candidato a gobernador por Pensilvania, que proclama que la suya es una “guerra santa” contra el “fraude electoral de 2020″, bulo que se ha demostrado una y otra vez falso, o Kari Lake, la más que probable nueva gobernadora de Arizona, que parece haber descubierto su fe súbitamente, pertenecen al ala más trumpista del Partido Republicano que, en cierto modo, tiene secuestrada a la formación política, de parecida manera a la que, según explica Miller, los pastores protestantes se han ido radicalizando para no quedarse por detrás de sus feligreses, sobre todo, tras la pandemia y las oleadas de protestas sociales de 2020. “Muchos [religiosos] confirman que sienten esa presión. Los estadounidenses se acercan a la iglesia con su mentalidad consumista; buscan la que refleje lo que ya creen y abandonan la que los desafíe teológica o culturalmente. Por eso las iglesias están racialmente segregadas”, continúa Miller. “La pandemia resultó ser un gran botón de reinicio. Las personas abandonaron las iglesias en masa, no para dejar la fe, sino para encontrar una iglesia que se ajustara a sus preferencias en cuanto a la obligatoriedad de mascarillas y vacunas. Esa fue la excusa para buscar pastores que reflejaran sus posturas sobre asuntos como la justicia racial o Trump. Creo que estamos en mitad de una segregación política masiva dentro del cristianismo estadounidense”.
Ambos polos de esa división se pusieron de punta en blanco el domingo pasado para ir a rezar en Atlanta a los dos templos separados por un abismo político. “Warnock proviene claramente de la tradición de Martin Luther King”, explica McDaniel, quien, antes de su libro sobre nacionalismo cristiano publicó Politics in the Pews (Política en el banco de la iglesia, 2008) sobre”movilización política en las congregaciones negras”. ¿Y Walker? “Gusta a los evangélicos blancos porque está claro que no va a cuestionar la jerarquía racial, aunque él mismo resulte perjudicado”, contesta.
A la salida del servicio en la iglesia Ebenezer, los fieles, negros en su mayor parte, se mostraron reacios a confirmar si votarían el 8 de noviembre o no a Warnock (algunos de ellos adujeron las sospechas de violencia machista que pesan sobre él: su exesposa, Ouleye Ndoye, dice que le pasó con el coche por encima de un pie, pero al senador no lo acusaron de ningún delito). En la First Baptist Church, la decena de consultados se repartieron en cuatro grupos: los que creen a Walker cuando dice que las noticias de que pagó un aborto son sucias mentiras, los que piensan que son verdad, pero las consideran agua pasada, y quienes, ante los problemas éticos que les asaltan tras esas revelaciones, prefirieron confesarse indecisos. Los integrantes del cuarto grupo se parecen bastante a los votantes evangélicos que apoyaron en 2016 a Trump: estos, como aquellos, se inclinan por aparcar las dudas sobre la moral de su candidato hasta después de haber conseguido mandarlo a Washington en representación de sus creencias.
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