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Jean-Luc Mélenchon, el nuevo ‘rey sol’ de la izquierda francesa

El veterano político euroescéptico y soberanista culmina el sueño de unir bajo su liderazgo a todo su campo ideológico ante las elecciones legislativas

Francia Insumisa Melenchon
Jean-Luc Mélenchon, líder de Francia Insumisa, en la manifestación por el Día del Trabajo, el pasado uno de mayo en París.THOMAS COEX (AFP)
Marc Bassets

Jean-Luc Mélenchon ha dejado boquiabierta a media Francia. A admiradores y adversarios. Todo ha ido muy rápido. Pocos le vieron venir. Ahora es el hombre del momento. Tras décadas de espera laboriosa, por primera vez asume el mando de su campo ideológico: la izquierda.

El veterano Mélenchon (Tánger, 70 años) se ha consagrado como el líder de este campo ideológico después de quedar tercero en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el 10 de abril. Sacó un 22% de los votos. Desde posiciones euroescépticas y con la retórica del populismo, se ha impuesto a ecologistas, comunistas y socialistas, y les ha unido bajo su tutela. Sueña con convertirse, si la alianza izquierdista logra una mayoría en las legislativas de junio, en el primer ministro del centrista Emmanuel Macron.

“Ha hecho una jugada de póquer ante unos tipos que no saben jugar al póquer”, afirma Julien Dray, que militó durante décadas junto a Mélenchon en el Partido Socialista (PS) y es el dirigente que inspiró el personaje del político protagonista de la serie televisiva Baron Noir.

“Jean-Luc siempre ha demostrado su valentía en los momentos más difíciles”, subraya Pablo Iglesias, amigo de Mélenchon, exvicepresidente del Gobierno español y fundador del partido hermano Podemos. “Es alguien que no se acompleja. Tiene una voluntad de ganar, de ser presidente, y ahora primer ministro sin necesidad de renunciar a determinados planteamientos”, añade.

Teatral y cartesiano. Demagogo y cultivado. Humano y carismático, con una legión de devotos. Y explosivo. En la retina de los franceses ha quedado el momento, en 2018, cuando se encaró a un policía que registraba su sede electoral y fuera de sí le gritó: “¡La República soy yo!”.

“Es verdad que tengo temperamento”, admitió en 2019 a EL PAÍS en su despacho de diputado en la Asamblea Nacional. “Pero soy así: mediterráneo”. En la pared colgaba un mapa del Mediterráneo. Pero con un enfoque alternativo. Turquía abajo; España, arriba. Aquel mapa explicaba algo de Mélenchon: su voluntad de darle la vuelta a la tortilla.

Jean-Luc Mélenchon, en su despacho de la Asamblea Nacional en París, durante una entrevista con este diario en 2019.
Jean-Luc Mélenchon, en su despacho de la Asamblea Nacional en París, durante una entrevista con este diario en 2019.Eric Hadj (Eric Hadj)

“Lo que él quiere no es ser presidente. No sueña con ser primer ministro”, señala la periodista Marion Lagardère, autora del libro ¿Cómo es realmente Mélenchon? “Lo que quiere es provocar un cambio”.

El mapa revelaba algo más: una mirada sureña, mediterránea. Mélenchon no mira al norte ni a la Unión Europea: no son sus referencias. Ni tampoco a Alemania, “un tema tabú en Francia”, opina. “Si uno habla de Alemania de manera crítica, se le acusa enseguida de germanofobia y de querer provocar la guerra”. Él mira al sur. A América Latina. Y al Mediterráneo y a España, la tierra de los abuelos.

“Su apellido no es francés, es español: Melenchón”, recalca Iglesias. Y recuerda mítines y ruedas de prensa conjuntas en las que el francés hablaba con soltura en la lengua de sus antepasados. “Lo lleva a gala”, apunta el exlíder de Podemos, “como una cuestión de identidad.”

El nuevo rey sol de la izquierda nació en el extrarradio del declinante imperio colonial. El padre era empleado en los telégrafos. La madre, maestra. En 1962 abandonan el norte de África, como millones de franceses de esta zona tras las guerras e independencias, y se instalan en la idealizada Francia.

Años de juventud: mayo de 1968, los estudios de Filosofía, la militancia trotskista en la llamada rama lambertista, un grupúsculo que dirige el gurú Pierre Lambert y cuyos miembros se sienten llamados a mandar. El primer ministro socialista Lionel Jospin fue lambertista, como Jean-Christophe Cambadélis, secretario general del mismo partido.

“En las asambleas, Mélenchon no soportaba el murmullo mientras hablaba, los mandaba al diablo, se marchaba echando pestes”, recuerda Cambadélis. “¡No ha cambiado!”, asegura.

Cambadélis ve rasgos del trotskismo de entonces en el Mélenchon actual. “Su talento es el arte oratorio”, dice. “Se trata de hacer un discurso no tecnocrático, sino que cuente una historia mientras desmonta los argumentos de sus adversarios”. Otro rasgo: “Un cierto terrorismo intelectual; quien no está conmigo es mi enemigo”.

Del trotskismo al socialismo. Años ochenta. Con François Mitterrand en el Elíseo, Mélenchon se instala en la política institucional y avanza, de la política local a la nacional, hasta que en 2000 Jospin le nombra ministro. Una carrera de apparatchik del PS y a la vez de conciencia revolucionaria de un partido atrapado entre la radicalidad y el reformismo.

“Era muy, muy socialista. Muy republicano. Y masón”, le recuerda Dray, que también fue trotskista, aunque de otra corriente. “Socialista y ecologista y republicano”, le define Lagardère. Iglesias: “Siempre ha sido socialista. El problema es que muchos llamados así dejaron de serlo y apostaron por políticas neoliberales”.

En aquella entrevista en su despacho, Mélenchon se resistía a declararse de izquierdas. “Lo evito, porque sé que crea más confusión que claridad”. “Lo que es una fuente de inspiración para mí”, afirmó, “es el chavismo, el proceso que los sudamericanos llaman bolivariano y nosotros revolución ciudadana”. ¿Populista? “Lo asumo”, había declarado en 2010.

Al inicio del siglo, los partidos socialistas europeos, sin respuestas ante la globalización, se acercaban a la tercera vía. El PS francés se resistía. Para Mélenchon, no lo suficiente. Defendió el no al tratado constitucional de la UE en 2005. Y dio el portazo. “Abandonó la socialdemocracia y entró en una lógica de la revolución bolivariana: un jefe y todos detrás de él”, sostiene Dray. “Su gran giro fue el encuentro con Hugo Chávez”, corrobora Cambadélis. “Chávez le fascinó, como le fascinan los hombres de la historia, los grandes”.

No es solo Chávez. François Mitterrand también. Porque unió a la izquierda. Y porque proyectaba el sosiego que ahora busca Mélenchon.

Los críticos le acusan de complacencia con la Rusia de Vladímir Putin hasta la invasión de Ucrania. Y califican a su partido, La Francia Insumisa, de islamo-izquierdista. Es decir, de haberse aproximado, en aras de la defensa de las minorías, a las reivindicaciones de grupos islamistas sobre el velo o en la denuncia de la islamofobia.

Se le reprocha, también, el caudillismo: pese a promover el fin de la muy monárquica V República, pocos en Francia encarnan como él la imagen de hombre providencial. Otros insisten en que no busca el poder, sino la influencia. “Sus referentes”, según Lagardère, que como periodista lo frecuentó durante años, “son Jean Jaurès y León Trotsky: gente que piensa en la estrategia y son motor del cambio”. El padre del socialismo y el del trotskismo.

El poder no está claro que lo alcance. Ningún sondeo le da la mayoría parlamentaria que ambiciona. La influencia es otra cosa. Ya reina en la izquierda. Ha sometido al PS. Aunque por tercera vez quedó fuera de la segunda vuelta en las presidenciales, ha vendido la derrota como una victoria. Y ha funcionado.

“En el contexto de derechización y amenaza a la democracia hacen falta izquierdas más nítidas, y él expresa eso”, analiza Pablo Iglesias. “Mi sensación es que el futuro va a ir por ahí”.

Cuando a Julien Dray se le pregunta qué diría su trasunto ficticio, el Baron noir, al ver que Mélenchon devora a su viejo partido, responde: “Hay que decirle lo siguiente a Mélenchon: ‘Has querido jugar y quedártelo todo. De acuerdo. Pero tienes dos soluciones. Si ganas las elecciones en junio, ¡bravo!’ Si no, pírate”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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