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Amenazada de muerte en la tapa de una marmita

Joana Sarmento de Matos ha sido sentenciada por los grupos criminales PCC, Comando Vermelho y el grupo venezolano Sindicato. Su rutina incluye dos guardias armados con fusiles que la cuidan las 24 horas

Joana Sarmento de Matos Amenazada de muerte en la tapa de una marmita

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Gil Alessi

Joana Sarmento de Matos se pone hábilmente el chaleco antibalas sobre un vestido verde de lunares blancos. La titular del Juzgado de Ejecuciones Penales de Boa Vista se enfunda la pesada prenda sin despeinarse, ni dejar que se le enganche en los pendientes de aro. Sus movimientos tienen la desenvoltura de quien parece estar simplemente acomodándose una bufanda en el cuello. A fin de cuentas, se trata de un ritual que repite miles de veces. Matos es quien decide sobre la puesta en libertad de los presos, el cambio de régimen o los traslados de líderes al sistema penitenciario federal, el gran temor de las organizaciones criminales. Tres de las mayores bandas de Sudamérica —el PCC (Primer Comando de la Capital), el CV (Comando Vermelho) y también el Sindicato, grupo formado por narcotraficantes venezolanos que operan en el estado— han puesto precio a su cabeza. “Las tres me han amenazado”, dice, con voz tranquila y pausada, la jueza de 41 años.

De no ser por el chaleco azul marino y la presencia de dos guardias armados con fusiles, el clima sería de normalidad en su despacho en la capital de Roraima, donde concedió esta entrevista a EL PAÍS Brasil tras dos meses de negociaciones. Pero no hay nada que sea normal en la rutina de la jueza. A lo largo de sus seis años en el Poder Judicial, las amenazas contra su vida se cuentan por decenas. La mayoría de ellas fueron interceptadas durante registros realizados en las celdas de la Penitenciaría Agrícola de Monte Cristo (PAMC) y de la Cárcel Pública. Algunas llegaban incluso a mencionar el barrio donde vive. Curiosamente, una de las órdenes más recientes para asesinar a la jueza no se escribió en un papel: “Como no tienen hojas ni cuadernos donde escribir, [los reclusos] las escriben en las tapas de la marmita de comida”.

Las amenazas a los miembros de la magistratura son comunes en Brasil. “Es algo que les pasa a los jueces, no es infrecuente. Pero en un estado fronterizo es muy, pero que muy problemático. Si te fijas en la situación que hay aquí [en Roraima] y en Paraná [frontera con Paraguay], por ejemplo, verás que se amenaza a los jueces en mayor proporción. Son estados que son rutas [del narcotráfico]”, explica.

En los últimos años, Roraima, al igual que buena parte de los estados del norte de Brasil, se ha convertido en un campo de batalla entre bandas. La frontera con Venezuela, un país conocido por ser territorio libre para el narcotráfico, aunque no es un gran productor de cocaína, ha despertado el interés de los principales grupos criminales brasileños. Las consecuencias de la disputa por territorios se dejaron sentir en las calles y en las prisiones, donde la violencia ha subido de nivel: “Hemos empezado a ver más homicidios con tintes de crueldad típicos de bandas. Cabezas cortadas, brazos cortados. Siempre ha habido asesinatos, pero no se cometían con ese grado de violencia”. El descontrol de la situación acaparó titulares en enero de 2017, tras la masacre que tuvo lugar en la PAMC, donde 33 presos fueron cruelmente asesinados.

Después de la masacre, el sistema penitenciario de Roraima fue objeto de una intervención federal, en un intento por recuperar el control de los centros. Esto encendió los ánimos dentro de las cárceles del estado y aumentó la presión sobre Matos: “Antes de la intervención, los presos eran básicamente quienes gestionaban el sistema penitenciario. Puertas adentro, mandaban ellos. Luego, con la presencia de los agentes federales, se reanudaron las obras y se reestablecieron los procedimientos y rutinas penitenciarias. Los internos que antes campaban a sus anchas dentro de la cárcel pasaron a estar recluidos la mayor parte del día. Y, desde que los cabecillas empezaron a cumplir sus penas dentro en las celdas, las amenazas y el estrés han aumentado”, explica la jueza.

Para evitar lo peor, los últimos seis años de su vida han estado marcados por una serie de medidas de protección, que, en la práctica, la convierten casi en una prisionera de su profesión y de una serie de protocolos. Matos va del juzgado a casa y de casa al juzgado. Y ya. “Nada de cervezas con los amigos después del trabajo”, cuenta. Se desplaza en un coche blindado, siempre con escolta armada y su chaleco antibalas. “Cosas aparentemente básicas que cualquiera hace, yo tengo que planificarlas, tengo que preguntarle a la Asesoría Militar si puedo hacer esto o lo otro. Incluso las rutinas básicas de la vida doméstica. Por ejemplo, hará unos cinco años que no voy a un súper a hacer la compra. Quien hace la compra en casa es mi marido. Todo implica una adaptación de rutina muy grande”, explica.

Andar en bici por las calles del barrio, un hobby de la jueza para “desestresarse” y empezar una rutina de ejercicios físicos, duró poco: los encargados de su seguridad se lo desaconsejaron. ¿Ir a un restaurante? “Ah, es muy raro que vaya, a no ser en vacaciones. Es tanta la logística que implica, avisar a la escolta, etcétera, que al final prefiero no ir. Pido la comida en casa”. Incluso en vacaciones, las restricciones permanecen. “Cada dos por tres los de seguridad me llaman y me dicen ‘oye, no publiques eso [en redes sociales], porque estás dando información de dónde estás’”, señala.

Todas estas precauciones no son una exageración. Brasil es un país donde las organizaciones criminales tienen la nefasta tradición de asesinar a jueces en represalia por sentencias o medidas de endurecimiento de las penas. El caso más emblemático fue el de la jueza Patrícia Aciolly, asesinada en 2011 por unos milicianos en Niterói, estado de Río de Janeiro. En 2003, el juez Antônio José Machado Dias fue asesinado en Presidente Prudente (estado de São Paulo) por órdenes del PCC. Ese mismo año, unos hombres en moto mataron al juez Alexandre Martins de Castro Filho en Vila Velha, estado de Espírito Santo. Castro Filho formaba parte de un grupo especial que investigaba las acciones de la delincuencia organizada en ese estado. “La situación de amenazas a los jueces, que eventualmente se materializan en algunos casos, es una prueba de que el estado no está funcionando como debería”, asegura Matos.

Ella también desempeña la función de jueza inspectora, por lo que se encarga de evaluar las condiciones de las prisiones desde el punto de vista sanitario y alimenticio. De este modo, visita todos los centros y se encuentra cara a cara con los presos que quieren verla muerta. “No tengo miedo, en realidad lo que siento es tristeza. Psicológicamente, el día que me toca ir a las cárceles es el más agotador emocionalmente para mí, porque nadie en su sano juicio puede pensar que es normal ver a una persona encerrada en una celda donde debería haber tres personas y hay cinco o seis; están completamente abarrotadas”, dice.

Este mes, la asesoría militar responsable de las medidas de seguridad de la jueza publicará un nuevo informe, elaborado a partir de las amenazas recibidas, y que en teoría podría representar un alivio en el día a día de Matos. A la pregunta sobre si vislumbra la posibilidad de una relajación de las rígidas medidas de protección a las que está sometida, la jueza se encoge de hombros. “¿Me dirán que las cosas están más tranquilas y que puedo retomar mi vida? Siempre tengo esa expectativa, siempre quiero lo mejor para mí. Pero me parece que no va a mejorar”, concluye con resignación. “Pero bueno, gracias a Dios estoy viva. Son decisiones, ¿no? Cada elección tiene sus consecuencias. Y ahora nos tocan las consecuencias”.

A pesar del estrés, la jueza cree que su situación es privilegiada en comparación con otros casos. “Incluso en unas condiciones bastante adversas, puedo contar con los chicos [de la escolta], un coche blindado, un chaleco. Hay personas en Brasil que trabajan en el área de Derechos Humanos y se encuentran amenazadas y corren un riesgo mucho mayor que el mío”. ¿Vale la pena renunciar a tantas cosas por un trabajo? “Hay períodos en los que tengo la sensación de que estamos gastando pólvora en salvas, y en otros creo que estamos avanzando”, dice. ¿Y cómo estamos ahora? “Gastando la pólvora en salvas”.

CRÉDITOS:

Reportaje: Gil Alessi

Edición del texto: Carla Jiménez y Talita Bedinelli

Fotos: Alexandre Noronha, Fernando Souza y Silva Santos

Diseño y Desarrollo: Alfredo García

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Sobre la firma

Gil Alessi
Reportero de la edición brasileña de EL PAÍS desde 2014. Escribe sobre seguridad pública, medio ambiente y política. Es licenciado en Periodismo por la PUC de São Paulo y en Ciencias Sociales por la Universidad de São Paulo. Anteriormente trabajó en el portal ‘UOL’, TV Bandeirantes y TV Cultura.

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