Los rincones digitales del supremacismo blanco
Durante la presidencia de Trump, los grupos de derecha en Estados Unidos han crecido y se han radicalizado al amparo de plataformas marginales, pero también por la explotación de las redes tradicionales
Kevin Greeson amaba a los perros y las motocicletas, y decía que estaba listo para la batalla. Con un árbol de navidad de fondo y una caja de municiones a sus pies, mostraba orgulloso un fusil de asalto AR-15 en cada mano y dos pistolas en el pantalón. “Quisiera que estos hijos de puta vinieran a mi barrio”, escribió en diciembre cuando publicó esa foto en Parler, una red social poblada de seguidores de Trump y extremistas de derecha. “¡Recuperemos este maldito país! ¡Carguemos nuestras armas y tomemos las calles!”, decía en otra publicación. El 6 de enero todo se volvió real. Grupos de fanáticos trumpistas asaltaron la sede del Capitolio en Washington, donde los legisladores se disponían a ratificar el triunfo de Joe Biden en las últimas elecciones. El saldo fue de cinco muertos. Greeson, de 55 años, fue uno de ellos.
La familia de Greeson, un agente de ventas en Athens —una pequeña comunidad en el Estado sureño de Alabama—, lo describía como un padre y un marido amoroso. “Estaba emocionado de estar ahí”, dijeron en un comunicado, “él no estaba ahí para participar en la violencia”. En redes sociales, Greeson era seguidor de teorías conspiranoicas sobre la pandemia, defendía milicias y alentaba a los Proud Boys, un grupo de supremacistas blancos que ha estado en la mira tras las protestas violentas en Washington. El único rasgo que parecían tener en común el hombre que publicaba en Parler y el hombre offline que describe su familia era su predilección por Trump.
El ataque al Capitolio fue “un enfrentamiento entre la oscura fantasía digital y la realidad”, escribió el periodista de tecnología Farhad Manjoo. No era el primero que ocurría durante el Gobierno de Trump, pero nunca antes se había hecho tan evidente el alcance y el peligro del fenómeno de radicalización que el magnate y sus aliados habían alimentado abiertamente desde que lanzó su campaña a la presidencia, y que empresas tecnológicas han propiciado y explotado de manera sistemática.
Tampoco es que fuera un secreto inaccesible. Tres días antes de la revuelta, en The Donald —un foro online de acérrimos seguidores de Trump—, un usuario escribió: “Después de atacar el Capitolio, voy a pasar la tarde en el Museo del Aire y el Espacio”. Un día antes, en 8kun —un foro virtual sin reglas ni moderación de contenido que su creador ha descrito como “el culo de Internet”—, un usuario publicó: “Vamos a atacar edificios gubernamentales, matar policías, matar guardias de seguridad, matar funcionarios”. Durante diciembre, personas que planeaban viajar a Washington el 6 de enero compartieron en Facebook un afiche que decía: Operación Ocupa el Capitolio. En los 30 días previos a la insurrección, según una empresa de análisis de medios citada por The New York Times, la frase “storm the Capitol” (asaltar el Capitolio) fue utilizada en línea unas 100.000 veces.
“La gran paradoja es que teóricamente vivimos hipervigilados, pero claro: lo que buscas se define por el objetivo de quien busca. Estamos hipervigilados por empresas que quieren optimizar el tiempo de pantalla, no por empresas que quieren encontrar terroristas”, explica la autora y periodista española Marta Peirano, que investiga y escribe sobre tecnología y poder.
En septiembre del año pasado se filtró a los medios el borrador de un informe del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos que señalaba que atacantes solitarios y pequeños grupos motivados por “factores sociales, ideológicos y personales” representarían “la mayor amenaza terrorista” para el país en 2021, con los supremacistas blancos como “la amenaza más letal”. Después del ataque al Capitolio, un alto mando del FBI dijo en un primer momento que ellos no tenían “ninguna señal inminente de violencia”, pero pronto resultó desmentido: el Washington Post reveló que, un día antes del asalto, una oficina del FBI en Virginia había advertido que extremistas se estaban preparando para viajar a Washington con intenciones violentas y “de guerra”, a partir de información que habían recabado en línea.
“El Congreso necesita escuchar que se rompan los cristales, que se pateen las puertas y que se derrame sangre de sus soldados esclavos de Black Lives Matter y los antifascistas”, se lee en la publicación que obtuvieron los agentes. Días después, el FBI terminó por reconocer que sí había reunido información de inteligencia sobre un posible ataque, pero que nunca distribuyó un informe formal para no vulnerar “la libertad de expresión” de los manifestantes.
Los márgenes del terror
“Bienvenido a Gab, una red social que defiende la libertad de expresión, las libertades individuales y el libre flujo de información online”, dice en su página de inicio la plataforma que, por estos días, se ha convertido en un refugio predilecto de los usuarios de derecha expulsados o autoexiliados de otros sitios en línea. Desde que, la semana pasada, Amazon, Google y Apple decidieron dejar de alojar a Parler —una red social popular entre conservadores y trumpistas— por incitar a la violencia, Gab ha estado recibiendo un promedio de 10.000 usuarios nuevos cada hora, según ha publicado Andrew Torba, CEO y fundador del sitio.
Pero Gab, creada en 2016, ya había tenido su momento de estrellato durante el Gobierno de Trump: el sábado 27 de octubre de 2018, antes de entrar a una sinagoga de Pittsburgh, abrir fuego y asesinar a once personas, Robert Bowers posteó un último mensaje antisemita en su cuenta de Gab, donde solía publicar teorías conspirativas nazis, insultos racistas e imágenes de sus prácticas de tiro y sus armas. Casi un año después, otro sitio web usado como refugio por supremacistas blancos, neonazis y extremistas de derecha, 8chan, volvió a aparecer en las noticias: en agosto de 2019, media hora antes de abrir fuego y matar a una veintena de personas en un centro comercial de El Paso, Texas, Patrick Crusius publicó allí un manifiesto supremacista donde culpaba a los migrantes latinos de “robarse los trabajos”.
Después de la masacre de El Paso, el sitio 8chan —que ese mismo año fue vinculado con otros dos atentados de supremacismo blanco cometidos por usuarios que dijeron que se habían radicalizado allí—, perdió su dominio y su alojamiento web y tuvo que reinventarse como 8kun.
“La parte aterradora de estos sitios es que es casi imposible saber quién habla en serio, porque todos dicen lo mismo: queremos una guerra civil, hablan de matar, de las armas que quieren o que tienen....es realmente muy muy difícil saber quién se va a quebrar”, dice la periodista Talia Lavin, autora del libro Señores de la guerra cultural: mi viaje a la web oscura del supremacismo blanco. Durante la investigación para su libro, Lavin asumió distintas personalidades falsas y se infiltró en foros virtuales, grupos de chat y plataformas frecuentadas por extremistas para comprender cómo se radicalizan los hombres, quiénes son los neonazis contemporáneos. Cuando se le pregunta si es posible distinguir el alardeo violento de una amenaza real, Lavin habla de “terrorismo estocástico”: “La creación de un entorno donde hay una constante incitación a la violencia, donde se describe de manera constante a los grupos que son foco del odio y la violencia que te gustaría hacer, con la esperanza de que alguien tome la iniciativa”.
El concepto de “terrorismo estocástico” se ha utilizado también para hablar del peligro potencial de la desinformación: el bombardeo de noticias falsas y teorías conspirativas que pueden incitar o habilitar a individuos al azar a cometer actos violentos. Así es como, por ejemplo, una madre de 50 años termina diciendo públicamente en Facebook que hay que bombardear al movimiento Black Lives Matter o ahorcar a los antifa, dice Lavin: “El algoritmo premia el contenido que produce muchas interacciones [engagement] y los mensajes de odio o las teorías conspirativas siempre obtienen muchas reacciones porque atraen a la gente, y entonces las arrastra a ver más, y ven cada vez más y más”.
Para Andrew Marantz, periodista de la revista The New Yorker que el año pasado publicó el libro Anti-social: cómo los extremistas online rompieron a Estados Unidos, “es cierto que las peores partes de internet, per cápita, son las más extremas (los chans, Gab, ciertas partes de Reddit). Pero per cápita no es la única forma de medirlo: el alcance absoluto también importa, y tal vez sea el más importante. En ese sentido, es posible que el mayor daño se haya hecho, y todavía se siga haciendo, en Facebook”.
Malos conocidos
Según una encuesta publicada por el Pew Research Center el año pasado, uno de cada tres estadounidenses afirma que Facebook es su principal fuente de noticias. El dato es bastante preocupante en sí mismo, pero en todo caso se trata de una puerta de entrada a las drogas duras de la desinformación. “En realidad, la mayor parte de la movida pasa en los grupos secretos de Facebook”, dice Marta Peirano, autora del libro El enemigo conoce el sistema: grupos que no salen en los buscadores y no aparecen en los recomendados, adonde llega la desinformación de la que nadie se entera porque teóricamente están protegidos y son invisibles, explica.
Después de 2016, cuando empezó la investigación sobre la interferencia rusa en las elecciones de Estados Unidos “y se demostró que los rusos habían agujereado Facebook de campañas y páginas falsas y desinformación, y se habían puesto a sus anchas ahí a cargarse el proceso democrático”, detalla Peirano, Mark Zuckerberg dijo que, para que ese tipo de cosas no prosperaran, la red “iba a favorecer los grupos privados, que es exactamente donde se radicaliza la gente. Con lo cual Facebook de repente sacó del espacio público, o sea, del espacio que se podía monitorizar, este tipo de actividades, y los encerró en grupos privados”.
“Si empujas los discursos extremos a las sombras, permites que se profundicen”, coincide Marantz, aunque cree que sacarlos de la vidriera “también reduce su alcance y dificulta que los extremistas recluten a nuevos miembros”.
En su exploración por los rincones del supremacismo blanco, Lavin se topó con neonazis radicalizados preocupados por la posibilidad de que agentes federales estuvieran leyéndolos, pero dice que ese no es el caso de los trumpistas: “Ellos nunca han enfrentado una consecuencia en sus vidas. Se ven a sí mismos como parte de un movimiento convencional, como algo perfectamente aceptable”.
Para hablar de lo arraigada que estaba esta convicción entre los atacantes del Capitolio, el columnista Farhad Manjoo describe un clip de la revuelta que se volvió viral, donde una mujer que se presenta como “Elizabeth, de Knoxville” se queja a un reportero porque apenas intentó poner un pie dentro del edificio la frenaron, la empujaron hacia afuera y le arrojaron gas pimienta. El periodista le pregunta entonces por qué quería entrar al edificio y ella le responde indignada: “¡Estamos atacando el Capitolio! ¡Es una revolución!”.
El episodio recuerda un poco a Christopher Cantwell —también conocido como the crying nazi—, uno de los rostros más emblemáticos de la marcha de nacionalistas blancos que se hizo en agosto de 2017 en Charlottesville, Virginia. Cantwell es el personaje principal de un pequeño gran documental que hizo Vice News sobre aquella marcha, donde aparece definiéndose con orgullo como alguien más racista que Donald Trump y asegura que está preparado para la violencia: “Yo porto un arma, voy al gimnasio todo el tiempo, me preparo para ser más apto para la violencia”. Días después de los enfrentamientos en Charlottesville, que acabaron con un muerto, Cantwell aparece llorando en un video casero al enterarse de que hay una orden de arresto en su contra. Dice que está aterrorizado de que los policías quieran matarlo y jura que, aunque ha dicho “un montón de mierda en Internet”, él y los de su grupo siempre han hecho “todo lo posible para mantener esto de forma pacífica”.
Charlottesville fue una de las muchas advertencias de lo que estaba ocurriendo con la legitimación del supremacismo blanco bajo el mandato de Trump, “pero en ninguno de los casos anteriores estaban todos los representantes democráticos del Gobierno de Estados Unidos a merced de 2.000 locos que habían entrado en el Capitolio por la fuerza”, resume Peirano. “En realidad ha sido una suerte y un aviso. Podía haber sido muy muy muy grave. Esta es gente muy enfadada, muy confusa y muy desesperada, pero la gente peligrosa no entra en el Capitolio y se saca una foto en el escritorio de Nancy Pelosi. La gente peligrosa de verdad sí que protege su identidad”.