Los ‘caucus’ de Iowa, la última mancha en el proceso electoral de Estados Unidos
El escándalo del recuento en la primera cita de las primarias demócratas ha vuelto a poner el foco en las irregularidades y vulnerabilidades que lastran la democracia norteamericana
El embrollo provocado por el desastroso recuento de los resultados en los caucus de Iowa celebrados el pasado lunes, la primera cita de las primarias del Partido Demócrata, ha puesto de nuevo el foco en las numerosas irregularidades o vulnerabilidades que lastran el proceso electoral en la democracia estadounidense. Este es un repaso a algunos de los escándalos recientes, así como a problemas estructurales que subyacen:
La fragilidad de los 'caucus'
Tres días después de que cerraran los caucus en Iowa el pasado lunes, sigue sin haber un recuento oficial e incontestado de una cita con menos de 200.000 votantes. El monumental escándalo ha puesto el foco en el pintoresco sistema por el que se vota en las primarias de seis Estados. Los caucus son asambleas vecinales de votantes, en las que estos se colocan físicamente detrás de un cartel con el nombre de su candidato predilecto. Cuando un candidato no alcanza el umbral de corte (15%) en la primera alineación, sus votantes pueden incorporarse a otro grupo, y los votantes de los candidatos viables pueden tratar de convencerlos. Asistir a los caucus permite comprobar la delgada línea entre convencer y presionar, e invita a reflexionar sobre la conveniencia del voto secreto para comicios en los que hay tanto en juego. Ocurre además que los grupos se cuentan a dedo, el control en general es cuando menos poco sistemático, y a menudo las inexactitudes en el recuento se resuelven poco menos que a ojo. No es la primera vez que el sistema genera problemas. Hace cuatro años, el recuento tras el empate técnico entre Bernie Sanders y Hillary Clinton en Iowa reveló que algunos caucus se resolvieron tirando una moneda al aire. El sistema es bonito, pero hay quien sostiene que es más adecuado para elegir al presidente de la escalera que para un proceso electoral en el que los candidatos invierten millones y el país se juega su futuro.
La supresión de votantes
En las elecciones legislativas de 2018, el candidato republicano a gobernador de Georgia se impuso por apenas 55.000 de los casi cuatro millones de votos del Estado. La contienda estuvo plagada de acusaciones de supresión de votantes, como se conoce a las prácticas utilizadas para influir en el resultado de una elección al desalentar o impedir que grupos concretos de personas participen. En este caso, las supuestas víctimas fueron votantes de color. Hubo denuncias de votantes a los que se impidió participar a pesar de acudir con la identificación requerida, colegios cerrados o cambiados sin previo aviso, larguísimas colas en de distritos con alta población afroamericana, y complicaciones para el registro de votantes. Ocurre que el candidato republicano, el hoy gobernador Brian Kemp, era entonces la autoridad estatal encargada de gestionar el proceso electoral al que se presentaba. Stacey Abrams, su rival demócrata, se ha convertido en la principal activista contra estas prácticas a nivel nacional.
La injerencia rusa
El informe del fiscal especial Robert Mueller, entregado al Congreso el pasado mes de abril, describió en todo detalle una sofisticada operación liderada por el Kremlin para perjudicar la candidatura de Hillary Clinton y favorecer las opciones de Donald Trump en las presidenciales de 2016, usando como armas las redes sociales y los ciberataques. Mueller concluyó que la injerencia rusa, que Moscú niega, fue “generalizada y sistemática”. Llegaron a millones de votantes con cuentas impostadas en las redes sociales, esparcieron artículos de desinformación en poblaciones cuidadosamente identificadas como receptivas a las teorías conspirativas, se infiltraron en los servidores del Comité Nacional Demócrata y de la campaña de Clinton, y contactaron con personas cercanas a Trump para ofrecer información perjudicial sobre su rival. Los servicios de inteligencia advierten de que las vulnerabilidades no se han corregido.
Las papeletas mariposa
El diseño defectuoso de unas papeletas en el condado de Palm Beach, Florida, pudo costar al demócrata Al Gore la presidencia en el año 2000. Se denunciaron diversas irregularidades en aquellas elecciones que llevaron a George W. Bush a la Casa Blanca, pero el escándalo de las papeletas mariposa se llevó la palma. El espacio que los votantes debían presionar para marcar su decisión estaba desalineado con el eje que mostraba los nombres de los candidatos, y muchos marcaron accidentalmente a un candidato que no apoyaban o emitieron, sin pretenderlo, votos nulos. Tras 36 días de acalorado recuento, Bush ganó Florida —y con ella la presidencia— por 537 votos.
La ‘tiranía’ de la minoría
Todos los sistemas para convertir los votos en poder político tienen sus pegas. Pero en un sistema casi totalmente bipartidista como es hoy el de Estados Unidos, los desajustes son más llamativos. Donald Trump es presidente habiendo obtenido un 46% de los votos en 2016. Recibió 2.868.686 sufragios menos que su rival demócrata. La tendencia se acentúa con los años: todos los presidentes que llegaron a la Casa Blanca en el siglo XX ganaron el voto popular, pero en dos de las cinco presidenciales celebradas desde el año 2000, el candidato de la minoría ha llegado a la Casa Blanca. En concreto, los dos presidentes republicanos en lo que va de siglo XXI: George W. Bush y Donald Trump. El origen del problema está en una sobrerrepresentación del voto rural, que en los últimos años favorece desproporcionadamente a los republicanos.
El sesgo rural
El desequilibrio es, en parte, intencionado. Los padres fundadores quisieron dar más peso a los votantes rurales, y por eso convirtieron al Senado en una cámara territorial, otorgando dos senadores a cada Estado, independientemente de su peso demográfico. Ese sesgo territorial no debía afectar a la Cámara de Representantes ni a la presidencia. En las elecciones presidenciales, sin embargo, los Estados votan por colegios electorales: los votantes eligen compromisarios, y cada Estado tiene un número de ellos proporcional a su representación combinada en las dos Cámaras del Congreso. Sucede que, en los últimos años (no ha sido así siempre), el Partido Demócrata es eminentemente urbano y el Republicano, rural.
El trazado de los distritos
En la Cámara de Representantes la distribución de escaños es más proporcional: hay uno por cada uno de los 435 distritos o circunscripciones electorales en los que se divide el país, que representan a cerca de 711.000 personas cada uno. La Constitución, en aras de la descentralización del poder, encomienda a cada Estado el diseño de esos distritos o circunscripciones electorales en los que se distribuye la Cámara baja. Pero, al dominar también los dos grandes partidos las gobernaturas y cámaras legislativas de los Estados, estos han aprovechado para redibujar sus distritos favoreciendo sus intereses electorales nacionales, un fenómeno que se conoce como gerrymandering. El año pasado, el Tribunal Supremo desaprovechó una oportunidad de frenar la práctica y falló que los jueces federales no tienen autoridad para impedir el gerrymandering partidista.
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