Beirut, en busca de justicia y resurrección
La colosal explosión de 3.000 toneladas de nitrato de amonio hace justo un mes ha desfigurado una ciudad única en Líbano y en la región
En las calles de Beirut ya no reina la tradicional joie de vivre (alegría de vivir) que caracteriza a esta capital, sino un inusual silencio solo roto por el ruido de las escobas que barren pilas de cristales hacia los bordillos de las aceras. “Beirut nunca volverá a ser la misma”, afirma la treintañera Emne Mroue, profesora de arte. “Se pueden reconstruir puertas y ventanas, pero nunca la historia y mucho menos el alma de esta ciudad”, prosigue, escoltada por un ejército de jóvenes voluntarios llegados de todo el país.
La colosal explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut el pasado 4 de agosto segó la vida de al menos 190 personas, hirió a más de 7.000 y desplazó de sus hogares a 350.000 vecinos. También se llevó media urbe por delante y supuso un durísimo golpe para una población que arrastra 10 meses de protestas anticorrupción, la peor crisis económica de su historia y que en las últimas dos semanas ha registrado el mayor número de casos de coronavirus desde el inicio de la pandemia (unos 500 diarios).
“¡Ma am bithamel!” (¡No puedo más!, en árabe), suspiran con rabia muchos vecinos de los barrios más afectados. Hace meses que Mroue cerró su negocio donde vendía diseños de jóvenes artistas libaneses. Oriunda de un poblado del sur del Líbano, aunque nacida en África, Beirut se convirtió para Mroue, como para la mayoría de artistas, en su espacio de libertad. Es aquí donde se concentran los cines, teatros, las tiendas de moda y los bares porque se trata del único país árabe con un presidente cristiano y un 40% de la población que profesa esta confesión, según el último censo, de 1932. Es también en la capital donde cohabita un crisol de 18 confesiones oficiales que en el resto del país han quedado divididas por los 15 años de guerra civil (1975-1990), dejando un norte suní, un sur y este chiíes, y el centro, druso y cristiano.
La generación de Mroue lidera las manifestaciones que desde el pasado 17 de octubre exigen la caída en bloque de una élite política corrupta anquilosada en el poder desde hace tres décadas. Tras la deflagración, esta profesora acude cada día a limpiar escombros, arreglar tuberías, distribuir comida y prestar asistencia psicológica a los damnificados. Camina entre una tropa de zombis veinteañeros que no han dormido en días. Mroue no confía en su Gobierno ni en que las protestas puedan cambiar un sistema corrupto estructuralmente. “Hay que intentarlo”, dice. La guerra de 2006, entre Hezbolá e Israel, es su único referente para comparar la devastación que le rodea hoy: “No hay parangón”.
Beirut ha quedado desfigurada tanto para aquellos miles de estudiantes llegados de los cuatros rincones del país como para los egipcios, sirios o yemeníes que vinieron a cursar en alguna de sus prestigiosas universidades. La pérdida es mayor para la juventud gay árabe que encontró en esta ciudad el único refugio de la región en un puñado de bares en los que no son perseguidos.
Nadie parece esperar ya nada del Estado y todos buscan ayudas en las redes sociales y grupos de mensajería instantánea para rehacer sus vidas y comercios. Charbil Bassil, de 69 años, parece haber conseguido cubrir los gastos de los estropicios en su restaurante, Le Chef, uno de los más populares de Beirut. El actor Russell Crowe le ha donado 5.000 dólares (unos 4.225 euros), que Bassil aún no sabe cómo recibirá debido a las férreas medidas de control de capital impuestas por los bancos en el país. No recuerda tantos destrozos en su local, cuyos cristales ha repuesto decenas de veces durante las guerras. “Ni siquiera cuando impactó aquel obús allá por los años ochenta”, relata señalando un boquete en la pared. Además de los daños provocados en su negocio por la explosión en el puerto, dos tercios de los ahorros de Bassil han desaparecido en los últimos meses con la brutal devaluación de la libra libanesa.
El día de la explosión, la colosal onda expansiva reventó las puertas y ventanas de la casa familiar de los Zeitune. Varios vecinos intentaron reanimar sin éxito a Hayat Yargi, cuyo cadáver sería finalmente cubierto por una manta gris, al tiempo que su marido e hija, Michel y María Zeitune, eran trasladados a un hospital. María se recupera de las heridas sin comprender cómo sobrevivió. “No sé qué hacer con la casa”, dice aturdida a través de WhatsApp. Su hogar es una de esas casas antiguas que pueblan el barrio de Gemeyze, uno de los más afectados por una explosión cuyos daños materiales, según la alcaldía, superan los 8.000 millones de euros. La Unesco ha advertido que de entre los más de 6.000 edificios afectados, al menos 640 son considerados históricos y 60 presentan todavía un riesgo de colapsar.
El director de la escuela de arte libanesa Alba, Gregory Buchakjian, explica por teléfono que el mayor peligro ahora no son tanto las lluvias que amenazan con derribar esas casas sino la voracidad de las empresas inmobiliarias. “Debido a la crisis y sin dinero en metálico, más de un propietario se verá tentado a vender su vivienda”.
Es la sangre derramada como la de los Zeitune la que ha desatado la rabia entre unos libaneses que al hablar de la tragedia hacen referencia al Chernóbil o al 11-S libanés. “Dimití porque la gente que represento no tiene ya un techo. No podía quedarme bajo el techo de un Parlamento con una junta corrupta “, cuenta por WhatsApp Paula Yacoubian, única diputada independiente entre los 128 escaños. El pasado 10 de agosto, las protestas populares lograron tumbar al segundo Gobierno en 10 meses. Temen que el nuevo Gobierno, designado el pasado lunes, termine siendo un calco del anterior y del anterior a este.
Incógnitas
“Queremos saber qué pasó”, sostiene Ali Najem, responsable de comunicación de la brigada de bomberos de Beirut. Nueve bomberos y una enfermera de su unidad, todos de entre 20 y 30 años, quedaron prácticamente desintegrados tras la explosión. “Recibimos una llamada alertando sobre un fuego en el puerto sobre las 17.45 horas [23 minutos antes de la brutal explosión]”, recuerda Najem. Al poco de llegar pidieron refuerzos porque el fuego se había vuelto incontrolable. Muestra un vídeo en el que se ve al bombero Charbel Karam intentando abrir la puerta del hangar 12 del puerto tras la que nadie le advirtió de que les esperaban cerca de 3.000 toneladas de nitrato de amonio junto a otras mercancías cuya naturaleza no se ha hecho pública.
Suena el teléfono y Ali Najem responde confundido a varias llamadas. Restos del joven Karam, el único cuyo cuerpo seguía desaparecido, acaban de ser recuperados por diferentes equipos de rescate y llevados a diferentes hospitales. Ahora su familia podrá por fin darle sepultura antes de proseguir la tediosa lucha por lograr que los responsables comparezcan ante la justicia.
Un tribunal internacional versus la impunidad
Ha sido la abogada libanesa Nada Abdelsater-Abusamra la encargada de presentar ante el Consejo de Seguridad de la ONU una petición en nombre de las víctimas de la explosión de Beirut para designar una investigación independiente e instar a un juicio internacional. “Líbano cuenta con una larga historia de impunidad y las víctimas no tienen ninguna confianza en las autoridades para elucidar las responsabilidades en la explosión y mucho menos hacer justicia sobre lo que consideran un crimen”, cuenta en conversación telefónica en Beirut la abogada. Sabe de lo que habla. Es una de las tres defensoras de las víctimas civiles del atentado con coche bomba que en 2005 mató en la capital libanesa al ex primer ministro Rafiq Hariri junto con 21 personas e hirió a más de 200.
El juicio del Tribunal Especial para Líbano (STL, por sus siglas en inglés) se celebró el pasado 18 de agosto en La Haya con una sentencia en ausencia y tres acusados absueltos. Veredicto que llega tras 15 años del magnicidio y con un coste de cerca de 1.000 millones de euros en ocho años de investigaciones. Los libaneses banalizan lo que tildan de “justicia teatral” con el final habitual: otro crimen impune.
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