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¿Qué pasa con ustedes, centroamericanos?

Nos conocen poco e incluso a la historia que trajo a millones de nosotros a servir café en estas cafeterías, a limpiar pisos en estos edificios. El patrocinio de Gobiernos estadounidenses a ejércitos asesinos en la región durante las guerras civiles son noticia nueva para muchos

Una caravana migrante en octubre pasado en la carretera hacia Huixtla, Tapachula, en el Estado mexicano de Chiapas.
Una caravana migrante en octubre pasado en la carretera hacia Huixtla, Tapachula, en el Estado mexicano de Chiapas. Isabel Mateos (AP)

¿Cómo tanta gente soporta eso todos los días?

Parecían preguntas fáciles, pero no.

Apenas llevo un mes en Nueva York, reuniéndome con diferentes colectivos e impartiendo clases a universitarios sobre cobertura de violencia y ya me voy acostumbrando a la pregunta certera, corta, molesta.

Como es obvio, la mayoría de ejemplos que analizamos hablan de Centroamérica, de una parte muy puntual del istmo: el abismo marginal en el que habitan millones de personas de la clase obrera en Honduras, Guatemala, El Salvador. Los que migran hacia este país, pues.

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En Estados Unidos viven más de 3,5 millones de centroamericanos. Si patria es vínculo esencial e incluso lugar de nacimiento, esta es también patria centroamericana. Y sin embargo, estamos tan lejos.

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Nos conocen poco. Conocen muy poco incluso la historia que trajo a millones de nosotros a servir café en estas cafeterías, a limpiar pisos en estos edificios. El patrocinio de Gobiernos estadounidenses a ejércitos asesinos en la región durante las guerras civiles o los planes de deportación de pandilleros de finales de los ochenta son noticia nueva para muchos. “Eso es un titular”, me dijo la editora de una prestigiosa revista estadounidense cuando hace unos años escribí un texto sobre la Mara Salvatrucha 13. En el octavo párrafo yo dije que la pandilla nació en California, no en El Salvador. “Era un titular hace más de 20 años”, contesté.

Cada vez que discurso sobre la vida en los barrios y caseríos de la región, donde el narco o la pandilla norman el día a día de los habitantes, surge esa pregunta: ¿Cómo tanta gente soporta eso todos los días? Suelo contestar: "Hay muchos que no lo soportan y ahora viven aquí, alrededor de ustedes, podrían preguntarles. Hay muchos que no lo soportan y vienen en camino".

En Centroamérica, responsabilizar a Estados Unidos sobre algunos de los males que nos deformaron como región es discurso asumido por buena parte de la clase intelectual. Aquí, no, esa postura es la excepción. Las guerras centroamericanas no se ven como raíz, sino como capítulo de libro de historia. Somos muy chiquitos y hacemos poco ruido. Es muy común que la gente entienda el desastre centroamericano como algo plenamente ajeno a este país. El desastre de ellos, dicen muchos, y no el desastre que hicimos juntos. El viaje del migrante que hoy llega desesperado desde Chiquimula, San Pedro Sula o San Miguel no tiene nada que ver con la injerencia estadounidense en los ochenta. Eso no es poca cosa, porque es distinto reconocerse como generador de un problema que como pura víctima. No es lo mismo decir “¿cómo lo resolvemos?” que decir “resuelvan eso o les corto la ayuda”.

A veces, por ejemplo cuando Trump y su ignorancia vuelven a hablar de la MS-13 como “cartel internacional”, se discute, pero no sobre nosotros, no sobre la historia, sino esencialmente sobre nuestros males, como si un día surgieron por generación espontánea: ¿Son o no son bad hombres todos ellos?

¿Por qué no cambian?

Nunca me lo preguntó nadie con esa literalidad, pero esa es la pregunta que se escondía en otras varias: ¿por qué no escogen a otros políticos? ¿Por qué, si está claro que es una fórmula fracasada, siguen apostando por la represión como medida de seguridad? ¿Por qué siguen viniendo a este país si dicen que viven tan mal como indocumentados?

Esa pregunta que construí con todas las otras, otra de las recurrentes desde que vine, martilla la cabeza. Es sencilla, directa, por eso es tortuosa. Porque en esa inercia va la vida de muchos. El Salvador, por ejemplo, tenía una tasa de 36,2 homicidios por cada 100,000 habitantes en 2002, el año antes de que al expresidente Francisco Flores se le ocurriera lanzar su celebérrimo Plan Mano Dura, que bien podría haberse llamado Represión a lo Bestia. Flores entregó el poder a Antonio Saca, siempre del partido derechista Arena, en 2004, ya con una tasa de 48,7. Y Saca, lejos de cambiar, arreció en una exhibición de originalidad: Plan Súper Mano Dura. Cuando Saca entregó el poder en 2009, la tasa era de 71. Y aún ahora, con todo y que se experimenta un descenso importante en los homicidios, mucha gente sigue pidiendo en redes sociales, en llamadas a la radio y en conversaciones de calle que la represión sea la solución. “Mano dura, ministro; mano dura, presidente”, clama buena parte de la sociedad salvadoreña, ignorando todos los años pasados, donde la dureza de esa mano solo sirvió para azotarlos a ellos mismos.

Mi respuesta a aquella pregunta sobre el cambio es que no estamos locos ni tenemos dañado el ADN. Mi respuesta es que conocemos muy poquito la paz. Supimos de guerra. Y se firmó la paz. Entonces supimos de otras guerras. Hasta el día de hoy. El balazo como solución quedó interiorizado en la cabeza de decenas de miles que crecieron en medio de balaceras y a quienes nunca nadie les dijo que existían otras formas. Para decirlo en términos universitarios estadounidenses: tenemos mucha gente con PhD en fusil.

El otro ingrediente esencial, creo, es que en Centroamérica tenemos como gobernantes a agentes de la guerra. Es más fácil prometer puños cerrados, estrategias de cero tolerancia, que prometer los poco electoreros planes de reinserción, de prevención y rehabilitación. Es más fácil vender trompadas que oportunidades.

¿Cuál es la solución?

Es una pregunta tan estadounidense: seca, práctica, sin rollos para preguntar algo tan enrollado. Esa asoma al final de cada conversación; tras cada presentación, aparece. He aprendido a agradecer esa pregunta: nos la hacemos poco en Centroamérica. Señalar problemas se nos da con más facilidad que sugerir soluciones. Y, sin embargo, por más que cavile caminando decenas de cuadras en el Downtown de Manhattan, no llego a una respuesta. Quizá, como mucho, a un ingrediente.

Creo que la solución pasa porque la gente se harte. Se harte de esos políticos. Se harte de esa miseria. Se harte de esas escuelas, de esas pensiones, de esos pandilleros, de esos policías, de los manoduristas de pacotilla, de esos salarios mínimos y esos hospitales nauseabundos. El hartazgo y la rabia son vecinos. Y la rabia y la apatía son incompatibles.

Es difícil que pase, porque la pregunta de decenas de miles de centroamericanos del norte cada mañana es: ¿conseguiré para la cena de hoy? El hambre aplaca otras necesidades, como la de una vida digna. Sin embargo, sé que en ese modelo para no armar que son los países del triángulo norte de la región, un ingrediente necesario ha sido la sumisión de los sectores populares: miedo a manifestarse, miedo a reclamar, miedo a llenar las calles.

El único político útil en Centroamérica es aquel que viva cercado; cercado por una sociedad que le impida ir a donde le dé la gana. “Los políticos –me dijo un buen amigo- son como las vacas. Si no los cercás se van siempre al carajo”. Y en Centroamérica, demasiados políticos pastan donde les da la gana.

¿Y la gente sale a las calles a protestar?

Con esa pregunta suelen joderme el resto del día.

EL PAÍS y EL FARO se unen para ampliar la cobertura y conversación sobre Centroamérica. Cada 15 días, el sábado, un periodista de EL FARO aportará su mirada en EL PAÍS a través de análisis sobre la región, que afronta una de sus etapas más agitadas.

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