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Un pato llamado Honduras

Es uno de los países más pobres de América y un lugar estratégico para el narcotráfico, que ha secuestrado la institucionalidad y pervertido la economía y los equilibrios del poder

Manifestantes contra Juan Orlando Hernández, en Honduras.
Manifestantes contra Juan Orlando Hernández, en Honduras.Victor Peña.

Si validamos el cuento del pato (si camina como pato, si vuela como pato, si tiene pico de pato…), Honduras es un narcoestado.

Jaime Rosenthal, patriarca de la familia más rica del país, murió hace pocos meses en San Pedro Sula bajo arresto domiciliario, acusado de evasión fiscal. El juicio en su contra abierto por la Fiscalía hondureña le permitió vivir cómodamente en su mansión sampedrana y evitar la extradición a Estados Unidos, donde la Corte Sur distrital de Nueva York lo requería por lavado de dinero proveniente del narcotráfico.

El principal empresario hondureño fue enterrado con honores como un benefactor nacional. Exvicepresidente y exdiputado, dueño de bancos, inmobiliarias, medios de comunicación, cementeras y hasta una cocodrilera, pasó los últimos días de su vida en compañía de su familia. Es decir, con los miembros de su familia que aún están libres, porque su hijo Yani y su sobrino Yankel, los herederos, se entregaron voluntariamente a las autoridades en Miami y se han declarado culpables de lavar dinero para el cartel de Los Cachiros.

Los hermanos Rivera Maradiaga, líderes del cartel y antiguos socios de los Rosenthal, comparten hoy prisión en Nueva York con El Chapo Guzmán. El mayor de los hermanos Rivera, Devis Leonel, confesó en la Corte de Nueva York haber asesinado a 78 personas y sobornado a jueces, policías, oficiales del Ejército, congresistas y alcaldes. De no ser por el hecho de que el narcotráfico es ahora la prioridad estadounidense en la región, seguirían operando tranquilamente en su país. Los Rivera Maradiaga mantenían en su nómina a autoridades de todos los niveles. El narcotráfico ha penetrado ya a dos familias presidenciales.

A Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo (2010-2014), la DEA le montó una trampa en la que cayó como un niño ante un mago de feria: un agente se hizo pasar por emisario de El Chapo Guzmán para supervisar los detalles del envío de un importante cargamento de cocaína. Lobo acudió a la reunión con seis jefes policiales que explicaron al agente encubierto cómo protegerían la mercancía a partir de su aterrizaje en una pista hondureña que Lobo también controlaba. Ahora, el hijo del expresidente está preso también en Estados Unidos.

El último en caer ha sido el exdiputado Antonio Hernández, Tony, capturado en Miami hace menos de un año. La Fiscalía de Nueva York lo acusa de conspirar con cárteles colombianos y mexicanos para introducir cocaína a Estados Unidos; de conspirar con otros congresistas y con oficiales policiales y del Ejército de Honduras para garantizar el traslado de los cargamentos. Su audiencia, que tiene temblando a los hombres más poderosos de Honduras, está programada para finales de septiembre en Manhattan. Tony es hermano del actual presidente, Juan Orlando Hernández.

Por Honduras pasa, desde hace una década, la mayor parte de la cocaína que ingresa a Estados Unidos. Si Colombia y Venezuela son los puertos de salida, Honduras es el puente. Y el tío Sam, el cliente flaco de nariz gigantesca con la que inhala todo ese polvo blanco.

Honduras es uno de los países más pobres del continente. Su lugar geoestratégico para el tráfico de tanta droga ha secuestrado la institucionalidad y pervertido las dinámicas económicas y los equilibrios del poder. Pero no solo el narcotráfico. El Estado mismo, infestado por la corrupción, ha desmantelado en los últimos años los sistemas de protección de garantías individuales, de derechos humanos y de los recursos naturales.

Desde la llegada al poder de Juan Orlando Hernández, en 2015, Honduras se ha convertido en el país más peligroso del mundo para activistas y defensores ambientales. Líderes indígenas y campesinos son continuamente amenazados, detenidos o asesinados por oponerse a la concesión de sus tierras a compañías mineras, a hidroeléctricas o a corporaciones dedicadas a la siembra de palma africana.

Ni siquiera el asesinato de Berta Cáceres, uno de los pocos eventos sucedidos en Honduras que tuvo repercusión internacional, fue capaz de modificar estas dinámicas. En Honduras, el Ejército y la policía han sido puestos al servicio de las élites que controlan el sistema: terratenientes, narcotraficantes, políticos corruptos.

Al presidente Hernández le han servido en los últimos dos años, también, para acallar las protestas en su contra mediante la represión. No se trata siquiera, como en otros tiempos, de la utilización de la fuerza como imposición de una ideología, de una versión de la historia, de una razón. Ni siquiera estas aspiraciones conserva ya el Gobierno de Hernández. Es simplemente la represión como último recurso para mantenerse —él y todos los que se han aprovechado del sistema— en el poder.

He visitado frecuentemente Honduras desde 2009, cuando un golpe de Estado orquestado por las élites y el Ejército derrocaron al presidente Manuel Zelaya, en el último golpe de Estado en América Latina. Las paredes de las calles capitalinas están manchadas con pintadas con la frase “Fuera JOH”, que es coreada en cada protesta por la mayor parte de los hondureños desde que, en 2017, el presidente Juan Orlando Hernández cooptara a la Corte Suprema de Justicia para decretar inconstitucional la Constitución que prohíbe la reelección; y aún así requirió de un fraude electoral para obtener su segundo mandato.

Los periodistas locales se han vuelto especialistas catadores de gases lacrimógenos y son excelentes guías para saber cuánta protección es necesaria en cada protesta. Porque las crisis social y política se han profundizado desde aquel fraude, consumado solo gracias a su legitimación por parte de la Embajada de Estados Unidos (que no sepa tu Departamento de Estado lo que hace tu oficina antinarcóticos).

Hoy, Juan Orlando Hernández vive sus momentos de mayor debilidad; con maestros y médicos en las calles que se oponen a un proyecto legislativo de privatización de la salud; con estudiantes desde grados inferiores en rebeldía contra el Gobierno y con campesinos y organizaciones sociales protestando contra la entrega de sus tierras, sus bosques y sus ríos a corporaciones extractivistas. Un grito en común los une: "Fuera JOH". El Gobierno es hoy incapaz de satisfacer la enorme demanda social y política, aunada a la presión estadounidense de evitar la emigración del país que inventó las caravanas para huir.

“La gran lección del golpe de 2009 debió haber sido consolidar la institucionalidad”, me dijo hace una semana Luis Zelaya, líder del opositor Partido Liberal. “Lejos de eso, la corrupción y el narcotráfico han penetrado a todas las instituciones a niveles que no tienen precedentes”. Eso, en Honduras, no se dice así como así.

Hace dos semanas, el senador estadounidense Bernie Sanders dijo en uno de los debates de los precandidatos del Partido Demócrata que “Honduras es un Estado fallido, con masiva corrupción”. No se equivocaba. Ha visto las consecuencias en su frontera sur. El senador también ha escuchado el parpeo del pato: Hace cua cua. Como un narcoestado.

EL PAÍS y EL FARO se unen para ampliar la cobertura y conversación sobre Centroamérica. Cada 15 días, el sábado, un periodista de EL FARO aportará su mirada en EL PAÍS a través de análisis sobre la región, que afronta una de sus etapas más agitadas.

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