La gran zanja (Patio de Rafael Núñez, Capitolio)
A Duque le ha salido al paso una oposición atípica que se niega a jugar a “la polarización”
Siempre que se repite que Colombia está dividida, peligrosa e irremediablemente hasta el fin, pienso en un extraordinario cómic de Astérix que se llama La gran zanja: la mitad de un pueblito galo dividido en dos por una enorme fosa les pide ayuda a Astérix y Obélix y Panorámix, los héroes de la serie, para enfrentar a la mitad que se ha entregado a los romanos, y es claro que la solución está en manos de los jóvenes que no entienden cuándo empezó esa pugna tan inútil. Aquí ha sido igual de ridículo, pero también ha sido macabro e infame. El Partido Liberal y el Partido Conservador, encabezados por aristócratas acomplejados y retóricos que casaban a sus hijos con las hijas de sus rivales, pero se señalaban en público como monstruos, volcaron a sus pueblos a varias guerras civiles –en 1851, en 1876, en 1884, en 1899, en 1948– hasta firmar una especie de paz en 1958.
Y, sin embargo, a partir de ese momento –en plena Guerra Fría– oponerse a ese régimen bipartidista fue correr el riesgo de ser estigmatizado, perseguido, silenciado, desaparecido, exterminado: pregúnteselos usted mismo a los torturados de la Escuela de Caballería a principios de los ochenta.
La alegórica Constitución de 1991, presidida por tres hombres emblemáticos, un liberal, un conservador y un revolucionario, puso por escrito un secreto a voces: que Colombia no era un fracaso azul o rojo, blanco o negro, católico o comunista, como juraban por Dios sus líderes irredentos, sino una cultura llena de voces y de historias. Y fue el narcotráfico, entonces, lo que reavivó la guerra, lo que abrió esa zanja que es el gran patrimonio de los políticos sin alma: quien osaba ponerse en contra del Gobierno, en medio de la amenaza narcoterrorista o de la amenaza paramilitar o de la amenaza guerrillera, era acusado de estar en contra del país. La derrota de las FARC, que en realidad fue la derrota de la política armada, pudo ser el fin del maniqueísmo, pero el plebiscito de 2016 nos hizo creer que estábamos partidos en “sí” y en “no”.
Y en este nuevo Gobierno que no deja de ser nuevo, cuando ya era claro que la vieja clase dirigente pronto tendría que resignarse a las nuevas formas de hacer política, cuando ya era obvio que las rancias jerarquías estaban perdiendo terreno –y en Colombia la expresión “perder terreno” no sólo es literal, sino que es además el origen del horror–, el presidente Duque ha reabierto la gran zanja del plebiscito “sin querer queriendo”: acaba de objetar seis puntos de la ley de justicia transicional acordada con las Farc, que ya había sido ratificada por las otras dos ramas del poder. Y, como un recordatorio de que los tiempos sí cambian y los poderes también, y el mundo de hoy es una suma de aldeas irreductibles, le ha salido al paso una oposición atípica que sabe que no hay zanjas, sino zanjadores, y se niega a jugar a “la polarización”.
En el Capitolio, ni más ni menos que en el patio de Rafael Núñez –el presidente de la Regeneración conservadora, de finales del siglo XIX, que aún nos ronda–, la oposición ejerció el derecho a la réplica previsto por la Constitución del 91: la joven representante Juanita Goebertus, del Partido Verde, una serena portavoz ajena a las marrullas a las que ha vivido resignada nuestra política, desactivó las seis objeciones del presidente sin caer en palabrerías o en arengas de tiempos de guerra. Fue técnica. Fue precisa. Llamó a pasar la página de los éxodos y los mesías. Invitó a una marcha por la paz que este lunes puso en claro que el país no está dormido. Dejó la impresión de que hasta el día de hoy lo mejor de este Gobierno ha sido su oposición. Y que quizás hemos llegado al punto de la historia en el que es imposible aniquilarla.
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