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Yo fui neonazi

Un antiguo militante de ultraderecha alemán arrepentido cuenta cómo entró en el movimiento extremista y cómo ahora ayuda a desradicalizar a extremistas

Ana Carbajosa
Falk Isernhagen, exneonazi miembro de una red de desradicalización de jóvenes ultras, posa en una calle de Berlín.
Falk Isernhagen, exneonazi miembro de una red de desradicalización de jóvenes ultras, posa en una calle de Berlín.PATRICIA SEVILLA

Falk Isernhagen tiene 26 años y ha sido neonazi durante cuatro. Ahora se arrepiente de su pasado y tiene una misión bien diferente: ayudar a salir a los que todavía están dentro.

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La conexión de Isernhagen con el entorno neonazi comenzó en el instituto. Cuenta que le tocó una clase en un barrio de Berlín en la que todos los alumnos eran extranjeros excepto él y otro chico. Del resto, la mayoría eran turcos. Fue durante aquellos años cuando conoció a un grupo de jóvenes de ultraderecha un poco mayores que él. Le invitaron al fútbol, a barbacoas y le descubrieron bandas de música. Poco a poco, comenzó a fijarse en las letras que escuchan los neonazis, a leer libros extremistas y a cuestionar el relato de sus profesores sobre la Segunda Guerra Mundial. Un día colgó una bandera alemana en su habitación, pero su madre pensó que eran cosas de adolescentes. A su familia no le contaba lo que rondaba por su cabeza.

Después empezó el contacto con otra gente del movimiento a través de redes sociales y con 16 años ya estaba en su primera manifestación de extrema derecha. Tomaban parte en "acciones como tirar piedras a casas ocupadas y en seguida montamos un grupo de extrema derecha”, cuenta ahora en Berlín Isernhagen, un chico moreno, menudo y con gafas. Eso fue en 2009. El grupo de Isernhagen tejió contactos con otros colectivos extremistas en Alemania y también fuera del país.  Organizaban sesiones en las que urdían nuevas acciones y manifestaciones y se preparaban para todo tipo de escenarios, como detenciones policiales. “Allí creía que tenía amigos, que pertenecía a algo, podría haber sido igualmente de la izquierda, me habría dado igual”, reflexiona ahora.

También en 2009 conoció a su novia. Era medio polaca, medio alemana, pero como el padre de ella era de Silesia, a Isernhagen le bastaba para concluir que en realidad su novia era 100% alemana. Un año más tarde, un grupo antifascista desenmascaró a Isernhagen en Internet. Colgaron carteles con fotos suyas por el barrio para que a partir de entonces todo el mundo, incluida su novia, su familia y en su trabajo —limpiaba cristales por aquel entonces— supiera qué ideas defendía. Después sufrió ataques directos. Un día, tiraron piedras a la ventana de su habitación. Otro, a la vuelta del trabajo le golpearon en la cabeza con una porra.

Isernhagen, cuyo perfil todavía se puede encontrar en páginas antifascistas, comenzó a preocuparse seriamente por su seguridad y por la de su novia. La célula neonazi a la que pertenecía le ofreció protección, pero el joven comprendió que un grupo que era blanco de los antifascistas y buscado por la policía no era el lugar más seguro. Isernhagen había leído en las redes sociales sobre Exit, una organización que ayudaba a antiguos neonazis. En su día se había reído de ellos, pero ahora de repente los veía con otros ojos y decidió ponerse en contacto con ellos.

Allí creía que tenía amigos, que pertenecía a algo, podría haber sido igualmente de la izquierda

Falk Isernhagen, exneonazi

Durante un año tuvo protección policial, lo que le sirvió de coartada ante su formación para ausentarse: los radicales comprendieron que después de los ataques necesitara calma. Pasado un año y medio comenzó por fin a sentirse fuera del grupo.

Ingo Haselbach, otro antiguo neonazi, y un expolicía, Bernd Wagner, fundaron Exit en el año 2000. Según sus cálculos, han logrado sacar a 700 personas de organizaciones de extrema derecha. Se trata de hombres y también mujeres, la mayoría jóvenes, de entornos muy diversos y que llevaban de media unos 15 años en organizaciones ultras. Hay casos en los que ha sido necesario incluso cambiar la identidad de la persona o su lugar de residencia hasta más de una vez para garantizar su protección.

Las últimas cifras de la Oficina para la Protección de la Constitución alemana, los servicios secretos internos, indican que a finales de 2017 había 24.000 simpatizantes de la extrema derecha en Alemania. Consideraba a 12.700 de ellos violentos. Y cifraba en 19.467 los delitos cometidos, 1.054 de ellos con violencia y algo más de un cuarto de ellos relacionados con ataques a centros de refugiados. Los servicios secretos internos alemanes han decidido ahora reforzar sus unidades de lucha contra la ultraderecha porque reconocen que el terrorismo islamista de alguna manera ha eclipsado este otro tipo de extremismo.

A menudo, [los neonazis] identifican problemas que son reales, pero eligen darles la solución equivocada

Fabian Wichmann, miembro de la organización de desradicalización Exit

Los neonazis que recurren a la organización normalmente contactan con ella de forma anónima, por Internet o por teléfono. El siguiente paso es conocerlos en persona, discutir su situación y evaluar hasta qué punto es necesaria la intervención policial en el caso de que haya por ejemplo amenazas concretas de muerte. Hay un grupo de antiguos extremistas que participan y con los que se discute la estrategia a seguir. Es un proceso que puede durar años.

Fabian Wichmann, que lleva diez años dedicado a desradicalizar neonazis en Exit, conoce a la perfección el entorno y explica que “están muy bien organizados y son capaces de encontrar a los que salen, aunque estén en la otra punta del país”.

La base del trabajo, como en muchas terapias, es la voluntariedad. Es gente que, de repente y por motivos muy diversos, siente que tiene que hacer un cambio en su vida. No son terapias formales, sino que quedan a tomar café y montan grupos de discusión con exneonazis como Isernhagen. “Intentamos introducir nuevas narrativas y exponerles a gente con la que puedan identificarse. Nosotros damos el impulso, pero el proceso es individual”, asegura Wichmann.

Solución equivocada

La experiencia les ha enseñado que la batalla de las ideas no se gana desterrando todas sus creencias. “A menudo, [los neonazis] identifican problemas que son reales, pero eligen darles la solución equivocada. Nosotros tratamos de explicar que hay otras soluciones y también otras razones que explican el mismo problema. Por ejemplo, no se trata de negar que hay desigualdad económica, pero desde luego la solución no es expulsar a los refugiados”, prosigue Wichmann.

El abanico de causas y ambientes que propician la radicalización es amplísimo

En Alemania se identifican a menudo entornos como el de la música radical como cantera de reclutamiento, pero Wichmann ha observado que el abanico de causas y ambientes que propician la radicalización es amplísimo. “Hay un proceso de socialización, pero también hay todo tipo de contextos personales, de gente con problemas psicológicos o familiares”. Entre las personas a las que han ayudado a salir hay quienes tienen familias disfuncionales, o que han sufrido ataques de migrantes, o con familia neonazi, pero también abogados o desempleados; es un universo muy diverso. “No se trata de que escuchen cierta música y se vuelvan neonazis. La música es un vehículo importante, pero tiene que haber una predisposición”.

Pero si hubiera que extraer un denominador común entre los radicalizados de derechas, Wichmann sostiene que probablemente sería la nostalgia, el anhelo de “una Alemania como era en el pasado, supuestamente más segura y con mejores empleos”. Un reciente y revelador estudio de la Fundación Bertelsmann titulado Cómo la nostalgia moldea la opinión pública explicaba que el 67% de los europeos alberga sentimientos nostálgicos y que la mayoría de ellos se sitúa en el espectro político de la derecha y consideraba la inmigración una de sus principales preocupaciones.

Ahora Isernhagen, el joven desradicalizado, es profesor de instituto y trabaja como voluntario en Exit. Está convencido de que como él, otros también pueden dar el paso y cambiar. Pero reconoce que no es fácil y que hay muchos obstáculos por el camino. También para él. Este año se topó con un miembro de su antiguo grupo neonazi en el tranvía en Berlín. “Sabemos dónde estás. Sabemos que ahora eres de los buenistas. Ten cuidado”, le advirtió.

Más cerca de la revolución

Para muchos neonazis, los de Alternativa para Alemania (AfD) son unos blandos. El exitoso partido alemán de extrema derecha no es lo suficientemente auténtico, pero muchos acaban votándoles. En el Parlamento, donde entraron hace un año, ejercen una notable influencia en la política alemana. Muchos neonazis son antiguos votantes del extremista NPD, que entienden que su partido de siempre no tiene opciones de cambiar nada.

Pero les voten o no, lo cierto es que la presencia de AfD en el Bundestag y en la vida política ordinaria ofrece una cierta pátina de legitimidad a muchas de las ideas que manejan los grupos neonazis, según constatan los que trabajan en entornos de radicalización. “Algo está cambiando, si ven que lo dice uno de AfD en el Bundestag, de repente cobra más sentido lo que los otros hacen en la calle”, sostiene Fabian Wichmann.

"Sienten que su narrativa la acoge ahora mucha más gente y que están más cerca de la revolución, que ha llegado el momento de hacer algo", dice Wichmann, profundo conocedor del entorno neonazi. Esa recobrada asertividad se pudo ver con claridad en las manifestaciones violentas de final del verano en Chemnitz, al este del país y donde gente de todo Alemania se dio cita tras el apuñalamiento de un joven alemán, desfilando por la calle al grito de "nosotros somos el pueblo". El auge de las ideas ultras a ambos lados del Atlántico contribuye además a crear el sentimiento de que no están solos. "Ven el movimiento Alt Right en EE UU, otro en Austria, ven que es un movimiento globalizado con una narrativa que se ha convertido en más digerible para el ciudadano medio; sienten que asisten a un momento revolucionario que no pueden dejar escapar".

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

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