Espantos
Hay momentos en los que las velas del altar de muertos proyectan guiños o leves sonrisas en las fotografías de nuestros muertos entrañables
Entre todos los disfraces que deambulaban por las calles de madrugada, había una calabaza ambulante y un Drácula que acompañaban al hijo de Frankenstein en un coro de carcajadas tan felices que –en realidad—infundían terror en vez de gracia. En no pocas películas y escasos instantes de demencia pasajera, el eco de una carcajada inexplicable llega a producir más miedo que el histriónico grito impostado con el que a veces nos sorprende algún gracioso a la vuelta de la esquina. En ese mismo ánimo, hay momentos más allá del duelo en los que las velas del altar de muertos proyectan guiños o leves sonrisas en las fotografías de nuestros muertos entrañables, como si cobraran vida en esa noche de papeles picados en que hemos dejado sobre su mesa lo que bebían y fumaban, lo que leían y reían antes de partir hacia las tinieblas.
En años recientes ha cobrado popularidad el generalizado terror que infunden los payasos que no necesitan mostrar sus colmillos afilados para provocar taquicardia; basta ver a un payaso con el rostro inexplicablemente triste, deambulando en medio de la oscuridad en un camino perdido, para echarse a correr… y más aún, si el payasito empieza a perseguirnos y lo mismo sucede con las damas de negro (uñas de obsidiana, cabellera como la madrugada, vestido larguísimo como cola de aceite derramado sobre la alfombra y delicadas ojeras sobre una cara maquillada con polvos de arroz): basta que se acerque, incluso reptando una coreografía sensual, para que cualquier inocente aúlle de pavor. Digo entonces que dan miedo hasta las máscaras de cerdo, los patos que exigen dulces con graznidos o los ensabanados de diversos tamaños que no necesariamente son niños, esos espectros que levitan por los parques y las calles sin que se les vean los pies y que no necesariamente piden limosna.
De todos los disfraces, el que más espanta es precisamente el que ya se ha vuelto espanto de todos los días, el que no precisa fecha en el calendario y parece abrazarnos con ternura cada vez que saluda. Hablo del mentiroso hipócrita que lleva en la saliva la cruel intención del desprecio, el bígamo benevolente que acecha a las compañeras de su oficina con ligeras insinuaciones de abuso y el racista de corbata reluciente que intenta ocultar la bilis de su ira y sus sueños de exterminador, la señora bien peinada que sólo sale de su casa para cuadricular el territorio de sus abusos o la jovencita aparentemente inocente que escudriña por el rabillo del ojo maquillado las mejores maneras de robarnos… el corazón.
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