Oh, gloria inmarcesible (Casa de las Aulas, Bogotá)
La pasión con la que tanto jugadores como hinchas cantan el himno de Colombia antes de cada partido resulta escalofriante
Desde que tengo memoria, he oído a la gente repetir, hasta alcanzar la ridiculez de pelo en pecho, que el himno nacional de Colombia es el segundo mejor del planeta después de La Marsellesa. Nuestro orgullo patrio, acomplejado e intermitente, es capaz de todo: capaz de sacar pecho porque una vez más hemos encabezado el escalafón de los países más felices de la Tierra; capaz de indignarse con indignación jarocha porque un par de risueños comentaristas holandeses han osado preguntarse, invocando al fantasma gordo de Pablo Escobar, por qué demonios hay tantos colombianos en los estadios del Mundial de Rusia si “Colombia es un país pobre...”; capaz de abochornarse porque un puñado de hinchas imbéciles ha estado cometiendo “colombianadas”, de humillar a las japonesas a colar trago en los estadios, en ejercicio de la tal “malicia indígena”.
Pero fanfarronear por el himno nacional, un farragoso poema del presidente Rafael Núñez musicalizado por el compositor italiano Oreste Síndici, resulta tan absurdo como conmovedor: quizás la palabra sea “típico”.
Nuestro himno fue estrenado en 1887 en la antigua Casa de las Aulas, en el centro colonial de Bogotá, con la misma emoción trémula con la que lo entonan los futbolistas colombianos en los bordes de las canchas: si esta semana el diario inglés The Telegraph lo ha elegido el segundo mejor de la presente Copa Mundo después de La Marsellesa, ja –a partir de esa noticia escribo esto–, es porque “comienza con una fanfarria de trompetas que suena como el tema musical de Rocky”, porque su melodía enérgica consigue llegar a “un final espectacular”, pero sobre todo, precisamente, porque resulta escalofriante la pasión con la que lo cantan tanto los jugadores como sus hinchas antes de que comience cada partido. Sí es extraño. Sí es reseñable. Yo no sé si es el mejor o el peor de los himnos, pero hay algo religioso en aquella interpretación.
No será Rocky esta historia, pero sí parece una película: las cámaras del Mundial van de protagonista en protagonista –un oficinista empeñado deja escapar una lágrima que le corre el maquillaje, James Rodríguez se pone la mano en su corazón serio, un gordo con la peluca del Pibe Valderrama alza una réplica de la Copa Mundo, Yerry Mina levanta la mirada al cielo que tiene tan cerca, un niño con la cara tricolor se busca a sí mismo en la pantalla del estadio de Samara, Falcao García se pierde en aquella letra imposible que en todo caso es la letra que hay, el Cole, ese hincha vestido de cóndor desde hace treinta años, se entrega como un enajenado se entrega a un karaoke– para probar que todos se han dejado embrujar por el piadoso himno nacional: “¡Oh, gloria inmarcesible! / ¡Oh, júbilo inmortal! / ¡En surcos de dolores / el bien germina ya!”.
Sí es raro que haya tantos colombianos en las graderías rusas, pero, como son miles, alcanzan a representar al país que rechazó ser la sede del Mundial de 1986; que empezó en el Mundial de 1990 a rezarle a Dios para que sus futbolistas reivindicaran a una cultura cambiada por el narcotráfico; que no supo qué decirles a los demás seres humanos cuando el líbero Andrés Escobar fue asesinado por cometer un autogol en el Mundial de 1994; que a partir de 2014 ha vuelto a las copas del mundo con una serie de jugadores que se niegan a acusar recibo de la barbarie; que ha estado tratando de librarse de su violencia, desde que tengo memoria, con una mezquindad que es un exotismo, pero con un coraje alegre –“típico”– que es también digno de estudio.
Sí es raro que haya tantos colombianos en las graderías, pero lo único que puede decirse, sin temor a ser injusto, es que tienen en común la devoción con la que cantan el segundo mejor himno del mundo.
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