_
_
_
_
ARCHIPIÉLAGO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Oh, gloria inmarcesible (Casa de las Aulas, Bogotá)

La pasión con la que tanto jugadores como hinchas cantan el himno de Colombia antes de cada partido resulta escalofriante

Ricardo Silva Romero

Desde que tengo memoria, he oído a la gente repetir, hasta alcanzar la ridiculez de pelo en pecho, que el himno nacional de Colombia es el segundo mejor del planeta después de La Marsellesa. Nuestro orgullo patrio, acomplejado e intermitente, es capaz de todo: capaz de sacar pecho porque una vez más hemos encabezado el escalafón de los países más felices de la Tierra; capaz de indignarse con indignación jarocha porque un par de risueños comentaristas holandeses han osado preguntarse, invocando al fantasma gordo de Pablo Escobar, por qué demonios hay tantos colombianos en los estadios del Mundial de Rusia si “Colombia es un país pobre...”; capaz de abochornarse porque un puñado de hinchas imbéciles ha estado cometiendo “colombianadas”, de humillar a las japonesas a colar trago en los estadios, en ejercicio de la tal “malicia indígena”.

Pero fanfarronear por el himno nacional, un farragoso poema del presidente Rafael Núñez musicalizado por el compositor italiano Oreste Síndici, resulta tan absurdo como conmovedor: quizás la palabra sea “típico”.

Nuestro himno fue estrenado en 1887 en la antigua Casa de las Aulas, en el centro colonial de Bogotá, con la misma emoción trémula con la que lo entonan los futbolistas colombianos en los bordes de las canchas: si esta semana el diario inglés The Telegraph lo ha elegido el segundo mejor de la presente Copa Mundo después de La Marsellesa, ja –a partir de esa noticia escribo esto–, es porque “comienza con una fanfarria de trompetas que suena como el tema musical de Rocky”, porque su melodía enérgica consigue llegar a “un final espectacular”, pero sobre todo, precisamente, porque resulta escalofriante la pasión con la que lo cantan tanto los jugadores como sus hinchas antes de que comience cada partido. Sí es extraño. Sí es reseñable. Yo no sé si es el mejor o el peor de los himnos, pero hay algo religioso en aquella interpretación.

No será Rocky esta historia, pero sí parece una película: las cámaras del Mundial van de protagonista en protagonista –un oficinista empeñado deja escapar una lágrima que le corre el maquillaje, James Rodríguez se pone la mano en su corazón serio, un gordo con la peluca del Pibe Valderrama alza una réplica de la Copa Mundo, Yerry Mina levanta la mirada al cielo que tiene tan cerca, un niño con la cara tricolor se busca a sí mismo en la pantalla del estadio de Samara, Falcao García se pierde en aquella letra imposible que en todo caso es la letra que hay, el Cole, ese hincha vestido de cóndor desde hace treinta años, se entrega como un enajenado se entrega a un karaoke– para probar que todos se han dejado embrujar por el piadoso himno nacional: “¡Oh, gloria inmarcesible! / ¡Oh, júbilo inmortal! / ¡En surcos de dolores / el bien germina ya!”.

Sí es raro que haya tantos colombianos en las graderías rusas, pero, como son miles, alcanzan a representar al país que rechazó ser la sede del Mundial de 1986; que empezó en el Mundial de 1990 a rezarle a Dios para que sus futbolistas reivindicaran a una cultura cambiada por el narcotráfico; que no supo qué decirles a los demás seres humanos cuando el líbero Andrés Escobar fue asesinado por cometer un autogol en el Mundial de 1994; que a partir de 2014 ha vuelto a las copas del mundo con una serie de jugadores que se niegan a acusar recibo de la barbarie; que ha estado tratando de librarse de su violencia, desde que tengo memoria, con una mezquindad que es un exotismo, pero con un coraje alegre –“típico”– que es también digno de estudio.

Sí es raro que haya tantos colombianos en las graderías, pero lo único que puede decirse, sin temor a ser injusto, es que tienen en común la devoción con la que cantan el segundo mejor himno del mundo.

Newsletter

El análisis de la actualidad y las mejores historias de Colombia, cada semana en su buzón
RECÍBALA

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_