Catarsis, siete mexicanos que sobrevivieron a la tensión
Una marchista de talla mundial, un doctor con nervios de acero, un migrante deportado después de 27 años en el norte... Sus perfiles son una analogía del momento político, la tensión acumulada y después, la liberación
1. Sandy Pérez, bailarina, 29 años*.
Sandy supo que algo no estaba bien cuando apenas contaba cinco años. "Empecé a no cerrar los puños. Una vez, jugando con mi hermano, tenía que cerrarlo y no pude. Él agarró y me cerró y me dolió. Luego empecé a adelgazar mucho, mi piel empezó a cambiar", cuenta. En vez de ayudarla, los demás le recordaban su condición cada minuto. Las otras mamás no querían que sus hijas jugaran con ella, por si se contagiaban. La relación con su familia no era demasiado buena: casi parecía que si enfermedad era su culpa. La vida en su pueblo, un pequeño municipio en la sierra de Puebla, era difícil. Bonito, dice Sandy, verde, montañoso. Pero ya se sabe: "Pueblo chico, infierno grande".
Sandy sufre de esclerodermia sistémica, una enfermedad rara. Se le acumula el colágeno en la piel, que se endurece, quedando rígida como si toda ella fuera un cartílago. Cuando era más joven le crecían bolas de calcio por todas partes, como pequeños huesos que nacen donde les place: en el pecho, en las manos, en la pompis. "Yo me las quitaba", dice Sandy. "Me rascaba la piel y terminaba sacando los trocitos de calcio. Son como trocitos de hueso que me arrancaba". Con el tiempo aprendió a dosificar la medicación y así evitar los peores síntomas. Los más dolorosos. A simple vista, su enfermedad se nota por su extrema delgadez.
En cuanto pudo, Sandy salió de su pueblo. A los 19 años convenció a su madre de que los mejores médicos estaban en Ciudad de México. Primero se iba unos días y volvía, luego unas semanas. Hasta que al final se quedó definitivamente a vivir en casa de sus hermanas. Atrás quedaba la humillación, la agobiante soledad del apestado, el machismo asfixiante de su hogar, la sinrazón de sus padres, que durante años la llevaron con brujos y curanderos, dándole a probar remedios de todo tipo, entre los que recuerda la víbora, el zorrillo y el armadillo hervidos.
No sin dificultad, Sandy encontró la salvación en la capital. Lo hizo de la forma más insospechada. Empezó a acudir a clases de danza en un centro cultural del norte. Allí, una compañera que acabaría convirtiéndose en buena amiga le invitó a participar en un retiro de butoh, la danza del subconsciente. El butoh es un baile de origen japonés en que la mente manda sobre el cuerpo; en que el objetivo es llegar al fondo de uno; en que el espasmo, la mueca, son los pasos principales. Sandy no quería ir al principio, le daba miedo. Pensaba que podría hacerse daño. Pensaba también que mejor no. Años de rechazo le habían enseñado a quedarse al margen. Pero al final se animó.
Sandy fue con su amiga a un retiro de cinco días con otros bailarines. Dieta estricta, práctica, práctica. Poco a poco se fue soltando, practicando los movimientos. "De repente empezaron a llegar muchos recuerdos, cosas que me enseñaron a callar: no debía de enojarme, debía ser una niña bien portada, callada. Y con la danza era mi momento de libertad, de gritar, hacer berrinche, llorar, decir todo lo que quisiera con gestos, las manos, los pies".
Hace unos meses, Sandy llegó al estudio de fotografía con su mochila. Dentro llevaba un vestido, pinturas blancas, básicas para el butoh. Hubo un momento en que cerró los ojos y empezó a hacer muecas, a cerrar los puños con todas sus fuerzas. De repente, todo el mundo se calló. Nadie dijo nada hasta pasado un buen rato.
2. David Arellano, cirujano cardiaco, 57 años.
Cuando llegó a la casa, ya de noche, el cirujano David Arellano se echó a llorar. Se sentó en el sillón de la sala, las pantuflas en los pies y dejó que las lágrimas hablasen por él. Que le hablasen a nadie, al vacío, a la nada. Era la primera vez en todo el día que estaba solo, un día especialmente duro que había empezado con una operación a corazón abierto, continuo con el mayor terremoto que había sufrido la capital en 30 años y acabó con cientos de gentes corriendo de acá para allá, todo hecho un enorme caos. Las lágrimas eran, en fin, una forma de gritar, de sacar la tensión acumulada las horas anteriores.
La paciente era una niña que había nacido 20 días atrás. Su corazón presentaba defectos congénitos y el doctor Arellano, experto en la materia, había preparado la operación para el mediodía. Era el 19 de septiembre de 2017, aniversario del gran terremoto que había devastado la ciudad 32 años atrás, en 1985. En el quirófano, ubicado en el séptimo piso del hospital La Raza, en el norte de Ciudad de México, Arellano, otro cirujano, tres anestesiólogas, el encargado de la máquina de circulación extracorpórea, un camarógrafo de un canal de noticias y casi una decena de máquinas rodeaban el cuerpo menudo de la niña.
A las 13.14 empezó a temblar. El doctor Arellano recuerda que justo en ese momento estaban reparando "una lesión en la aorta torácica, una estrechez que no debería existir". Es decir, que Arellano y el otro cirujano, bisturí eléctrico en mano, andaban afinando el grosor de un tubo de tejido de unos 12 milímetros de grosor. "Aunque bueno", matiza el doctor, "la estrechez en sí tenía uno o dos milímetros".
Los protocolos de desalojo en caso de sismo no aplican a los cirujanos que operan a corazón abierto. Mientras el personal del hospital evacuaba, Arellano y su equipo frenaron las ruedas de los muebles en que reposaban las máquinas y esperaron. Había más vida en esas máquinas que en el cuerpo de la niña. Con el corazón parado por la operación, los pulmones colapsados, la máquina de circulación extracorpórea se ocupaba de ella, como un ángel de la guarda electrónico, pasándole sangre al cerebro, a lo riñones, inflándola de oxígeno. Además de esa, las anestesiólogas controlaban que cuatro bombas siguieran surtiendo medicamento a la niña. Y luego además estaba el intercambiador de temperatura, el bisturí... En total, nueve máquinas conectadas a la bebé. Cualquier movimiento podía ser fatal.
El doctor Arellano recuerda bastante de aquello: "Lo primero que pensé fue en el 85. El quirófano tiene una ventana muy grande, ves el noreste de la ciudad, donde está la Basílica de Guadalupe. Por ahí hay una colonia muy grande, Lindavista. Desde mi lugar veía a través de la ventana y me toca ver el colapso de un edificio, este que se cayó en esa colonia. Veo cómo se levanta una nube de polvo.... Yo ahí no dije nada para no espantar a la gente".
Todo esto quedó grabado porque un equipo de un canal de noticias acudió a ver el trabajo del doctor Arellano. Cosas de la vida, el cirujano había vivido en el quirófano el anterior sismo, el del 7 de septiembre. Esa vez estaba operando a una niña de nueve años. Los periodistas habían pedido permiso para grabar a Arellano, loado en toda la ciudad por la tranquilidad con que había encarado el primer exabrupto telúrico. Con la mala suerte de que les tocó el segundo terremoto en el quirófano. Con la buena suerte de atestiguar a pocos centímetros la sangre fría del médico, que acabó la operación sin mayores contratiempos.
Arellano aguantó el tipo el tiempo que duraron los sismos, las operaciones, las horas que aún pasó en el hospital y las que transcurrieron antes de llegar a la casa. Ya en el sofá, sintió que no podía más.
3. Lupita González, marchista, 29 años.
Una tarde poco antes de navidad, Lupita González apareció por la puerta de uno de los edificios del Comité Olímpico Mexicano. Su entrenador la acompañaba. Lupita llevaba el cabello recogido como acostumbra en las carreras, peinado hacia atrás, estirado al límite: dolía de solo mirar.
La atleta, una de las mejores que ha dado México en las últimas décadas, vestía pants. En las manos -finas, los dedos flacos- portaba un reguero de anillos. Lupita reía nerviosamente cada pocas frases. Sus palabras retumbaban en la enorme oscuridad del pabellón de gimnasia del Comité, en el norte de Ciudad de México. Retumbaban de a poco, casi en silencio, como si las risas, cada sílaba, fueran enormes copos de nieve. Más allá de las paredes del pabellón hacía sol y el aire apestaba a humo de carro viejo.
- ¿Qué carrera te ha dado más rabia no ganar?
- Creo que esta última, porque se repitió. En las olimpiadas perdí por dos segundos, luego fue uno. Se repitió lo de Río. Voy a trabajar más, concentrarme más, implementar algo diferente porque ya me estudiaron, saben cómo compito.
El no, la negación, ha sido condición para el éxito de Lupita. A los 16 años dejó una prometedora carrera en el boxeo, después de que le prohibieran disputar el combate final de un importante torneo. No alcanzó el peso necesario. Un año más tarde empezó a correr. Quería ser como Ana Gabriela Guevara, la gran atleta mexicana de principios de siglo.
Sus rodillas no tardaron en fallarle, en negarle la gloria. Lupita se lesionaba continuamente y entre parón y parón, caminaba. Un día un entrenador la vio caminar y le dijo: 'Óyeme bien, vas a ser marchista. Vas a ser de las mejores del mundo'. Ella dijo que no: "Yo voy a volver a correr".
Pero no. Lupita se dio cuenta de que caminar y andar son actividades opuestas, requieren del ejercicio de músculos contrarios. Convencida ahora sí, entrenó para ganar. En las Olimpiadas de Río, en 2016, marchista ya de primer nivel, perdió por dos segundos. Es decir, que ganó la medalla de plata. Un año después, en los mundiales de Londres, volvió a perder. Por un segundo. Esa fue la que más rabia le dio perder.
Aquel día, en el pabellón del Comité, Lupita explicó que estaba preparando su próxima carrera, los 20 kilómetros marcha del campeonato del mundo de Taicang, China, que se celebraría meses más tarde, en mayo de este año. Ignoraba entonces que ganaría, ignoraba qué ocurriría a partir del kilómetro 16, punto clave de su estrategia. O en qué pensaría en los últimos metros, qué bebería, ¿agua, algo más dulces para el último jalón? No sabía qué le dirían sus papás, después, cuando hablaran, y ella les dijera -les constatara- que había ganado. ¿Qué le regalarían cuando le vieran de vuelta en México? Quizá otro oso de peluche, su favorito, como la vez que volvió de Londres con su medalla de plata, con una derrota de dos segundos colgando del cuello.
En mayo, en la foto de la victoria, Lupita aparece con los brazos alzados, la furia, el cansancio, el alivio explotándole en la cara, todo a la vez, un gesto bisoño, la mueca de una mujer que no sabe qué hacer, qué gritar, porque nunca antes se ha encontrado en una situación así. Nunca antes ha ganado la carrera, el mundial. Le habían dado el oro a posteriori, descalificada la ganadora, elevándose ella del segundo al primer escalón del podio. Pero esto es nuevo. Es mejor.
4. Efrén González, albañil, 43 años.
Después de vivir 27 años en Estados Unidos, Efrén González se vio de vuelta en México, deportado, expulsado de su vida, de las vidas de su hija y de su novia. Lo descubrió en el mismo avión. Llevaba detenido varios meses, lo habían trasladado de un centro de detención a otro mientras peleaba su caso. Él pensaba que aquel viaje en avión era solo otro cambio de centro. Pero no. Cuando el capitán de la nave anunció que estaban por aterrizar en el aeropuerto de Ciudad de México, dice, empezó a sentir un cosquilleo. Un oficial del ICE, la agencia que custodia las fronteras, vio sus papeles, le miró y le dijo, "¿Y ahora qué vas a hacer?".
Eso se preguntaba él. Y ahora ¿qué?
Era noviembre de 2017. Efrén había salido de México a finales de 1991, junto a su tío. Tenía 16 años. Agarraron la camioneta desde Río Verde, su pueblo, en el Estado de San Luís Potosí y tomaron el camino a la frontera, del lado de Matamoros, en Tamaulipas. Efrén recuerda que su tío le decía "usted váyase para atrás y hágase el dormido". Antes, cuenta, las revisiones no eran demasiado exhaustivas. Efrén se recuerda pensando, "mi madre se quedó allá, mis padres se quedaron allá, pero igual vengo con mi tío. Les hablo por teléfono, todo va a estar bien".
Y lo estuvo, durante 27 años lo estuvo. Efrén y su tío llegaron a Houston. Enseguida empezó a trabajar de ayudante de plomero. Ganaba poco más de tres dólares la hora. Era poco dinero, pero la vida, dice, también resultaba más barata. Al poco tiempo se mudó a Virginia, a trabajar en la cosecha del pepino. Luego se fue a Atlanta y allí se quedó.
Efrén tuvo una vida normal: se casó, se separó, se volvió a juntar, tuvo una hija. Le iba bien trabajando de albañil. Dice que cuando estuvo casado, trató de sacarse los papeles. Incluso fue a ver a un abogado, que le dijo, cuenta, que para obtener la residencia debía salir del país y esperar tres años para empezar a tramitarla. Eso o esperar a que cambiaran la ley. Efrén lo dejó pasar. Ya llevaba mucho años allá. Pensaba que a él no lo buscarían.
Por eso en noviembre del año pasado, cuando lo detuvieron, nunca imaginó que acabarían mandándolo de vuelta a México. Efrén dice que estaba en su casa; que llamaron a la puerta. Dice que eran agentes del ICE. "Pasó lo mismo de siempre. Ellos dijeron 'buscamos a esta persona' y yo dije, 'no está aquí'. Entonces ya me preguntaron que si yo era ciudadano americano y yo les dije que no. Ahí ya me subieron a la patrulla y fue cuando yo empecé a pelear por mi caso".
Dice Efrén, "pasó lo de siempre". Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de EE UU, el ICE dejó de enfocarse en la frontera y empezó a buscar a inmigrantes sin papeles en zonas del interior del país. Iban a obras, tiendas de conveniencia, lugares donde suele trabajar la población migrante. A veces, como en el caso de Efrén, les iban a buscar a su casa.
Efrén dice que lo peor de su nueva situación es estar separado de su novia y su hija. Desde que le detuvieron solo las ha visto a través de un cristal, en el centro de detención. El vestido de naranja. " Te parte el corazón, el estómago se te revuelve, no sabes ni qué hacer...¿Yo qué hice? No soy un criminal, mi único delito fue cruzar la frontera".
Estados Unidos le ha prohibido volver al país en cinco años, pero él quiere dar pelea. Por su hija. Porque empezar otra vez aquí en México... "¿Empezar qué?", zanja.
5. Maribel, vecina de Tamaulipas, 51 años.
A finales de mayo, Maribel mandó por whatsapp un puñado de videos y fotos del desove de cientos de tortugas lora en una playa del sur de Tamaulipas. En las imágenes, la arena parece un enorme tapiz beige moteado de lunares oscuros. Es un ritual que se repite cada año, siempre a finales de mayo, siempre en playas desiertas. Siempre en Tamaulipas.
Maribel se reporta cada mes o mes y medio por mensaje. Saluda, dice, 'hola, ¿cómo estás?', manda fotos, informa de sus planes para las semanas siguientes. En mayo fue lo de las tortugas. En junio mandó varias notas de diarios locales, muy críticas contra Raymundo Ramos, un veterano y reconocido activista por los derechos humanos de Nuevo Laredo, una ciudad del norte de Tamaulipas, justo en la frontera con Estados Unidos.
"Quieren encarcelar a Raymundo", escribía, "lo quieren eliminar". Maribel conoce a Raymundo porque es uno de los pocos personajes de este lado de la frontera que levanta la voz por sus vecinos. En los últimos años ha documentado cantidad de casos de personas desaparecidas en la región, que cuenta miles. Maribel, que tiene a su hijo desaparecido desde hace tres años y medio, estaba preocupada por él.
A mediados de abril, Maribel escribió para avisar de que pronto empezaría la exhumación de cadáveres no identificados en el cementerio de Ciudad Alemán, no muy lejos de Nuevo Laredo. La mujer, que salió del estado hace años por seguridad, estaba por comprar una boleto de avión para participar en las exhumaciones. Tenía la esperanza de que igual allí, en la fosa común del cementerio, encontraría el cadáver de su hijo.
La prensa nacional apenas recogió los trabajos de Ciudad Alemán. Peritos de la fiscalía de Tamaulipas y entidades independientes sacaron cientos de cuerpos de la fosa, arrojados hace años de mala manera, sin los estudios pertinentes de ADN, imposibilitando así que miles de madres y padres y hermanos de desaparecidos de todo el país pudieran saber si ellos -los de la fosa- eran los suyos o no. Hasta este mes de junio, ellos -los de la fosa- y sus familias habían sido negados. Podría haberse dicho que jamás habían existido. La exhumación de cientos de cadáveres se convertía así en un acto de justicia.
Maribel no encontró allí a Oliver, su hijo. En estos años ha buscado en todas partes. Hace unos meses recordó de nuevo las circunstancias de la desaparición de Oliver. Lo sacaron del trabajo un sábado por la mañana. Era casi navidad. Tres hombres armados se lo llevaron. ¿Quién, por qué? A Maribel le dijeron que un amigo de su hijo estaba implicado. Preguntó, le respondieron con evasivas. Y luego ocurrió lo que ha ocurrido cientos, miles de veces estos años, en un país con decenas de miles de desaparecidos y una impunidad cercana al 100%: los hilos se convirtieron en ovillo y no hubo autoridad con la capacidad o las ganas de empezar a deshacerlo.
"Te pones a pensar qué es lo que les pudo haber hecho a los que hicieron eso", decía Maribel. "Ayer mis hijos estaban viendo una serie de eso del narco. Yo siempre les digo que no me gusta. El más grande se molesta conmigo, 'no quieres que miremos nada, todo te molesta'. Yo le digo, '¿sabes por qué?', yo ya llorando. '¿Te gusta ver lo que les hacen a esas personas, cómo les torturan, acaso no ves que eso igual es lo que le hicieron a tu hermano?..."
6. Omar Arreola, Cristo de Iztapalapa, 27 años.
A mediados de enero de 2017, el Cristo de Iztapalapa fue a la fiscalía a presentar una denuncia por agresión. Ya hacía semanas que le criticaban. Había corrido el rumor de que el cristo en realidad estaba casado, quebrantando así una de las normas fundamentales del Comité Organizador de La Semana Santa de Iztapalapa. Y resultó que el rumor era cierto, que el cristo y su mujer estaban juntos desde hacía siete años. De poco valieron los ruegos de la esposa ante el comité, asegurando que el matrimonio no había sido consumado en todo ese tiempo.
En Iztapalapa, uno de los distritos más poblados de Ciudad de México, la semana santa es cosa seria. Nada que envidiar a las procesiones sevillanas o a la de legionarios en Málaga. Más que una representación es una reencarnación de los evangelios. Ser elegido cristo, el papel principal, es un honor y un privilegio que conlleva más deberes que derechos. Manchar el nombre del salvador y más, de la semana santa, es una deshonra. Esta vez las críticas llegaron incluso a los golpes, aunque no pasaron de ahí. A mediados de febrero, el comité relevó al cristo y se puso manos a la obra para encontrar un sucesor, casi a contrarreloj.
"Y entonces fue que me eligieron a mí", decía hace unos meses Omar Arreola, el sustituto, el cristo de emergencia.
De nariz corvina y omóplatos grandes como orejas de elefante, Arreola consiguió el papel de su vida casi de regalo. El día de la sesión de fotos, a finales de 2017, explicó que los del comité llegaron a su casa el 25 de febrero anterior y le invitaron a una terna final, que ganó. Normalmente los cristos son más jóvenes, 24 años, 25. Por aquello del esfuerzo físico que exige el papel: los latigazos son de verdad, la cruz pesa como mil demonios, etcétera. Pero no había tiempo y Omar fue el elegido.
"Desde los cuatro años", decía el día de las fotos, "salía con mi padre a grabar las procesiones en video". Desde los 15 había participado en la procesión, haciendo indistintamente el papel de nazareno y de hebreo. En 2012, dice, se presentó por primera vez para hacer el papel de Jesús. Le costó cinco años conseguirlo.
- ¿Qué sentiste cuando te eligieron?
Incapaz de encontrar las palabras, al cristo se le aguaron los ojos. Miró el techo del estudio de fotografía como solo él podría haberlo hecho, una mirada misericordiosa, agradecida, de agua bendita. La encargada de prensa del comité cruzó los brazos, quizá aprobando las lágrimas de su protegido, conmovida; o quizá solo incómoda. Quién sabe.
Omar recordó los pormenores de los días que siguieron a su nombramiento, las visitas al podólogo, la elección de sandalias, las carreras, las subidas y bajadas al cerro de La Estrella cargando una cruz de 90 kilos... Y luego las túnicas, las pelucas.
El punto álgido de su mandato sería en abril, los días santos. Pero aún en diciembre, recordando aquella catarsis, los latigazos, toda la gente -cientos de miles- mirando, grabándole con sus celulares, la emoción le embargaba. Preguntado por su fugaz predecesor, evitó posicionarse. Omar era la prueba viviente de que el cristo de Iztapalapa es tan diplomático como piadoso.
7. Leah Muñoz, bióloga, 24 años.
El 21 de junio, Leah cumplió un año y tres meses con su nuevo tratamiento de hormonas. Lo publicó en Facebook. Dos fotos, una de antes y una de ahora. En la de antes, Leah aparece antes de ser Leah, antes de iniciar su transformación, la cara más ovalada, una sombra de pelusa en la barbilla, las cejas pobladas, boscosas. En la de ahora es otra persona, el rostro afilado, liso, los pómulos algo más pronunciados. "No hay que subestimar lo que puede tu cuerpo", escribió.
Leah es una mujer trans. Hace algo más de dos años inició una aventura que le ha llevado a explorar los márgenes de su propia identidad, quién era, quién quería ser, quién podía ser. En junio de 2016 eligió su nuevo nombre. "No había experimentado una catarsis así nunca antes", escribió en la red social.
En una de sus visitas al médico pocas semanas después de empezar su tratamiento, Leah explicaba cómo había sido su camino. Fue en marzo del año pasado, en la Clínica Condesa, un centro público especializado en este tipo de tratamientos. En octubre tuvo su primera cita. Y en marzo empezó. Le ayudó hablar con uno de sus profesores, decía, que además acabaría acompañándola en el camino, las dos abandonando sus identidades masculinas por otras femeninas, identidades amplias, nada definitivo. Se trataba de probar, explorar.
Juntas fueron a un show de vogue en Ciudad de México, un baile en que los bailarines imitan los pasos de las modelos en las pasarelas. Les encantó y se apuntaron a clases. Leah dice que encontraron un espacio donde travestirse, probarse, experimentar lo que pensaban y hablaban y todavía no se atrevían a hacer en público. Fue una liberación.
"Fantaseamos mucho", contaba. "Primero fue, 'podemos tener una vida trans sin hormonas, podemos tener pechos operados y ya'. Y después ya empezamos a plantearnos lo de las hormonas y venir aquí a la clínica".
Antes de todo esto, Leah había sido una importante activista social. Formaba parte del colectivo trotskista feminista Pan y Rosas y estudiaba biología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde ese entonces denunciaba cada acto violento contra la población trans. Durante un tiempo escribió notas sobre el asesinato de mujeres trans en La Izquierda Diario. Hace solo unos días, compartió en su muro de Facebook el asesinato de una nueva compañera en Chiapas. No dijo nada, solo la compartió.
A los 17 Leah le dijo a su mamá que le gustaban los hombres. Así vivió cuatro años. "Pero no fue una etapa tan vivida", dice, "en mi familia se enteraron de que era gay por dos segundos. Mi mamá fue la única que supo todo, para el resto lo mantuve oculto. Pero fue literal. Mi mama les dijo que era gay y a la semana que era trans".
- ¿Lo entendía tu mamá?
- No... O sea ella tenía una imagen, pero no.
En mayo de 2016 su mamá le vio con las uñas pintadas. Empezaron a hablar. Su mamá le dijo "me dan lástima las personas que no les gusta su cuerpo". Y Leah le contestó: "¿Por qué te da lástima eso y no la sociedad que lo ve mal?".
Han habido momentos en que Leah se enfadaba con ella, dejaban de hablarse, aunque siempre trató de que la la situación no se enfriara. "Aunque ahora aún no lo entienda perfectamente, lo va asimilando", dice Leah.
* La protagonista de esta historia pidió que se omitiera una serie de datos de personales una vez publicado el reportaje. En consideración a su petición, EL PAÍS retiró dichos datos. En esencia, la historia es prácticamente la misma.
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