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Tribuna
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Policía bueno y policías malos (Ituango, Antioquia)

No es claro todavía si el tono benigno del presidente Duque será el del Gobierno

Ricardo Silva Romero

Viniendo de la derecha uribista, que no titubea a la hora de aniquilar la honra de aquel que ponga un pero, no es claro si el tono benigno del presidente Duque es un empeño o es la estrategia del policía bueno y el policía malo. Esta primera semana después de su elección, mientras repetía a los micrófonos que “podemos ser una Colombia en medio de las diferencias”, mientras celebraba la seriedad del empalme con el Gobierno de Santos, mientras defendía la consulta anticorrupción de sus rivales, mientras conversaba en paz con los presidentes de las cortes, mientras comentaba tanto el viacrucis como la resurrección de la selección colombiana en el Mundial, y visitaba a los héroes que han trabajado desde abril para conjurar el desastre de la represa de Hidroituango –que ya ha dejado miles de damnificados en varios pueblos de Antioquia–, Duque sonaba a hombre que tiene claro que gobernará la Colombia diversa, múltiple, vehemente, de 2018.

Ningún otro país: ni el unanimista de 2010, ni el aterrorizado de 2002, ni el masacrado de 1990, ni el defraudado de 1970, ni el pacificado de 1958, ni el trágico de 1946, ni el liberalizado de 1930, ni el catolizado de 1886.

Y sin embargo, al tiempo que pedía al país librarse de los maniqueísmos y repetía que luego de la elección ningún ciudadano tenía por qué sentirse vencido e insistía en construir sobre lo construido –y sonaba, en fin, a demócrata–, el nuevo presidente era un testigo mudo de cómo ciertos alfiles del uribismo se lanzaban a la arena como perros de presa con licencia para matonear: enredaron la justicia especial de los acuerdos de paz como vengándose; celebraron la posibilidad de que al exalcalde Mockus, un rival difícil de enlodar, le quiten su curul en el Senado por una supuesta inhabilidad; el senador Ramos llamó a la senadora López “bandida hija de puta” en pleno Congreso por relacionar a su padre con el paramilitarismo; la senadora Valencia llamó “cartel” a la Corte Suprema ante el rumor de que podría condenar al expresidente Uribe por un sórdido caso protagonizado por testigos falsos.

Y, como si no bastara, como si no fuera suficiente esta corriente de “somos un país de derecha feliz que no entiende por qué el negativismo si Falcao por fin ha hecho su gol, y al que no le guste que se vaya a Venezuela”, los Estados Unidos de Trump una vez más nos han amenazado con la tal descertificación. Y aún no ha comenzado el Gobierno.

El tono es el hombre, sí, el tono es el presidente, pero no es claro todavía si será el Gobierno. Duque, odiado por la ultraderecha paranoica por becario de Soros, por hincha de Obama, por antiguo protegido de Santos, por ser, en fin, demasiado liberal para su gusto, trata de disipar el miedo a la venganza uribista, reserva su dureza para hablar contra los líderes de las FARC, evita la voz despótica, polarizadora e inescrupulosa que ha estado sirviéndoles a los profesionales del poder desde Estados Unidos hasta Rusia, pero pareciera que negara que los más ruidosos personajes de su partido sí vociferan y amedrentan y estigmatizan –ciegos, sin piedad, a los colombianos que piensen otra cosa– porque envejecieron siguiéndole el paso al expresidente Uribe, que ha hecho virulenta oposición incluso cuando ha gobernado.

Según el grado de extrañeza en el que se esté, según si se trata de incertidumbre o se trata de miedo, puede uno esperar que Duque tenga claro que es un error imponerle el país monolítico de 1886 a los países de 2018, o puede uno preguntarse si estamos ante una perversa versión del juego de siempre: el policía bueno y los policías malos.

Sea como fuere, alivio o farsa, la historia del mundo aconseja vivir alerta e incómodo si la idea es salvaguardar una democracia.

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