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LAS PALABRAS
Columna
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Reportero

Seymour Hersh acaba de publicar sus memorias involuntarias en Estados Unidos que llevan por título: 'Reporter: A Memoir'

Gustavo Gorriti

En la introducción a sus memorias involuntarias (iba a escribir otro libro y terminó con ellas) Seymour Hersh se describe como el “sobreviviente de una edad de oro en el periodismo” que compara, elocuencia fulminante de por medio, con el presente de nuestra profesión.

Ese es Sy Hersh. Nada de rounds de estudio ni desperdicio de palabras con él. Durante cerca de sesenta años de investigaciones resonantes, desde la masacre de My Lai en la guerra de Vietnam; las torturas en Abu Ghraib en la de Irak; la muerte de Osama bin Laden y la guerra civil en Siria, Hersh construyó una carrera predicada en revelar “verdades importantes e indeseadas”.

Hersh representa una forma de periodismo de investigación que ojalá no se extinga: individualista, basado en fuentes humanas, más duro que cuero viejo, enérgico e incansable. “El periodismo de investigación no es un esfuerzo colaborativo”, dijo en 2016, citando a Bill Moyers, en una charla a un consorcio de periodistas predicado en la investigación colaborativa.

En el camino, se las arregló para pelearse con buena parte de los directores con quienes trabajó. Muchos de ellos continúan admirándolo. Pasados los 80 años, fue a la editorial Knopf a decirles que se le hacía difícil terminar un libro investigativo sobre Richard Cheney. Los editores lo convencieron que escriba sus memorias, que acaban de publicarse en Estados Unidos: Reporter: A Memoir (Alfred A. Knopf, 2018).

Quizá tarde un poco en traducirse al español. Mientras, de esa memoria sobre lo investigado y escrito, les adelanto el recuerdo sobre lo que no se escribió. En los 70, en pleno desenlace del caso Watergate, Hersh experimentó, como escribe, “el sabor brutal” del poder presidencial y “la complicada responsabilidad de la prensa”. Hersh recibió, de una de sus fuentes gubernamentales, una cinta grabada del presidente Richard Nixon, con repetidos comentarios antisemitas sobre “esos judíos” que lo investigaban.

Después de varios días de verificar la información, la nota de Hersh se publicó en la portada de The New York Times y provocó una furiosa reacción de la Casa Blanca. En medio de la borrasca, Tom Wicker, el reportero y columnista del NYT, buscó a Hersh para decirle que la irracional reacción de Nixon le recordaba algo que le pasó y sobre lo que nunca escribió. En 1965, Wicker era el corresponsal en jefe en Washington y cubría la Casa Blanca. Escribió entonces un “duro análisis sobre la guerra de Vietnam y sus peligros”. Poco después viajó con otros periodistas a Texas para cubrir el fin de semana rural del entonces presidente Lyndon Johnson.

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Al día siguiente, Johnson apareció al volante, solo, de un convertible. Llegó a velocidad donde estaba el grupo de corresponsales, frenó, gritó “¡Wicker!”, con el gesto simultáneo de que suba al auto. Partieron los dos y entraron raudos a un camino de tierra, sin cruzar palabra. Poco después, cerca de unos árboles, Johnson frenó bruscamente, abrió la puerta del auto, “se alejó unos pasos, se bajó los pantalones, se puso en cuclillas y defecó a plena vista” de Wicker. Luego, cuenta Hersh, el presidente se limpió con hojas y pasto, levantó y ciñó los pantalones, subió al auto, dio la media vuelta y retornó a donde estaban los otros periodistas. Ahí, “frenó de nuevo y le hizo un gesto a Wicker para que se vaya. Todo eso pasó sin que se hablara una sola palabra”.

Wicker nunca escribió sobre ese episodio y lamentó no haberlo hecho. Al demostrar escatológicamente lo que pensaba de este, Johnson adelantó que se iba a meter a fondo, y a su nación con él, en el mierdero de la guerra de Vietnam. Si noticia es cuando un hombre muerde a un perro, ¿no lo era reportar a la Historia obrando en cuclillas su futuro?

No siempre la estupefacción lleva al silencio. Hersh lo decidió en 1974, poco después de la renuncia de Nixon. Una fuente le telefoneó desde California para informarle de que la esposa de Nixon, Pat, había sido atendida en la sala de urgencias de un hospital luego de sufrir una golpiza de su esposo. Al chequear la información, Hersh supo que no era la primera agresión. Sin embargo, decidió no publicarla. Lo privado, pensó, no había afectado la conducta pública en ese caso.

Años después, en 1998, Hersh refirió la historia en una charla con periodistas fellows de la Fundación Nieman en Harvard. Y quedó sorprendido por la furiosa reacción de varias fellows. Me puedo imaginar su sorpresa puesto que es él quien suele enfurecerse con su auditorio. “Si hubiera robado un banco ¿ahí sí lo hubieras publicado?” le enrostraron. Hersh solo atinó a responder que, en ese tiempo, no vio el incidente como un crimen, lo cual no satisfizo en absoluto a sus colegas.

Sy Hersh escribió muchos reportajes por los cuales fue ferozmente atacado, acusado de afirmar falsedades y propalar errores. En la abrumadora mayoría de casos, desde My Lai hasta Abu Ghraib, reveló contundentes verdades.

Pero queda claro en sus memorias, que si algo Seymour Hersh lamenta no es lo que escribió (y publicó) sino de lo que dejó de escribir. Siempre es así.

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