El miedo a hablar mal de Erdogan con el vecino
El Gobierno turco ha usado de las prerrogativas del estado de emergencia para encarcelar a activistas, cerrar asociaciones civiles y silenciar a la prensa
Hace poco más de un año, a Mehmet se le ocurrió mentar en público el nombre del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, con palabras no demasiado biensonantes. Mehmet, llamémosle así, vive en un pueblo del extrarradio de Estambul en el que la mayoría de sus habitantes vota a la oposición, pero donde también hay un pequeño núcleo de emigrantes de la región del Mar Negro, decididamente partidarios del presidente turco, cuya familia es oriunda de esa zona. Uno de estos vecinos decidió dar parte a la autoridad sobre las palabras de Mehmet y la policía se presentó de madrugada en su casa para llevárselo al cuartelillo. “Ya no se puede ni criticar a Erdogan abiertamente porque hasta tus vecinos pueden denunciarte” , se queja otro habitante del mismo pueblo en la recta final hacia las elecciones turcas.
“Leyes antiterroristas con una formulación muy vaga son utilizadas para criminalizar las opiniones disidentes”, sostiene Amnistía Internacional (AI) en un reciente informe: “Un espeluznante clima de miedo recorre la sociedad turca a medida que el Gobierno utiliza el estado de emergencia para reducir el espacio de quienes sostienen visiones alternativas”. Desde que se instituyó esta legislación pocos días después del intento de golpe de Estado de julio de 2016, 169.000 personas han sido investigadas por la justicia, de las que más de 50.000 permanecen entre rejas en espera de juicio. En bastantes casos se trata de personas directamente ligadas al golpe o a la organización a la que se acusa de instigarlo, la cofradía del predicador Fethullah Gülen, pero muchos otros son simples activistas, sindicalistas, periodistas o ciudadanos de a pie contrarios al Ejecutivo de Erdogan. Por eso no extrañan las conclusiones de un estudio de la Universidad de Bilgi publicado el pasado febrero: más de la mitad de los turcos no se atreven a expresar sus opiniones sobre el estado de emergencia en público y solo uno de cada cuatro opina sobre este tema en las redes sociales.
Unas 1.500 asociaciones y fundaciones han sido ilegalizadas, desde aquellas adscritas al gülenismo a otras difícilmente vinculables a dicho movimiento religioso, como la principal organización de defensa de los derechos del niño, Gündem Çocuk, o 11 asociaciones feministas, entre ellas VAKAD, la única que se ocupaba de dar protección a las víctimas de malos tratos en la ciudad oriental de Van. Igualmente han sido clausuradas varias asociaciones de juristas, entre ellas una que agrupaba a abogados de tendencia socialdemócrata y otra cercana a la causa kurda.
Prominentes defensores de los derechos humanos permanecen entre rejas, como el presidente de la sección turca de AI, Taner Kiliç; el filántropo Osman Kavala; el abogado Orhan Kemal Cengiz; o el activista Celalettin Can, exasesor del Gobierno durante el proceso de paz kurdo. Otros han sido detenidos y puestos en libertad tras meses en prisión, pero aún siguen pendientes de juicio. Por ejemplo, Sebnem Korur Fincanci, médico forense y presidenta de la Fundación Derechos Humanos de Turquía (TIHV): “En casa tengo una pequeña maleta lista, por lo que pueda ocurrir”, asegura en el informe de Amnistía. Eren Keskin, la habitualmente audaz copresidenta de la Asociación Derechos Humanos (IHD), también reconoce que mide sus palabras mucho más que antes: se enfrenta a 120 procesos judiciales que van desde “insultar al presidente” a “propaganda terrorista” por los que podría ser condenada a multas de 170.000 euros y a más de 30 años de cárcel.
Este miedo a terminar con los huesos en la cárcel hace que muchos se lo piensen dos veces antes de llevar a cabo según qué actividades. “Vivimos una situación difícil. Ahora resulta impensable que nos inviten a televisión a expresar nuestras posturas. Pero si lo hiciésemos, probablemente se nos procesaría y nos meterían en la cárcel”, explica el abogado de una asociación antimilitarista: “Por eso tratamos de mantener un perfil bajo”.
Temores de fraude
Durante el recuento del referéndum del pasado años, en el que venció por un estrecho margen la opción defendida por Erdogan de transformar Turquía en un régimen presidencialista, la Comisión Electoral Suprema tomó una decisión sin precedentes: todas las papeletas depositadas en las urnas serían dadas por buenas aun cuando no llevasen el preceptivo sello que el presidente y los vocales de mesa estampan en ellas antes de entregarlas al votante. La oposición clamó tongo y protestó por lo que consideraba un amaño del resultado.
Esta vez, sin embargo, la oposición no podrá alegar esta excusa si pierde los comicios, ya que una reforma legal aprobada por la mayoría islamista del Parlamento elimina la necesidad de que las papeletas vayan selladas. Algo que, según la oposición, incrementa las posibilidades de un pucherazo electoral.
La reforma legal también otorga mayor control a los funcionarios del Gobierno sobre las mesas electorales, reduciendo el papel de los interventores de los partidos políticos. Y facilita que los gobernadores puedan trasladar urnas y colegios electorales hasta el último minuto por “razones de seguridad”. La Comisión Electoral Suprema ya ha anunciado que cambiará la ubicación de varios colegios electorales de la región kurda de Turquía, medida que afectará a 114.000 votantes.
El estado de emergencia confiere potestad para prohibir protestas y huelgas -algo de lo que se precia especialmente Erdogan cada vez que da un discurso ante cualquier organización empresarial- y otorga a los gobernadores provinciales, designados a dedo por el Ejecutivo central, la facultad de vetar cualquier tipo de acto que considere dañino para la “seguridad nacional”, lo que en la práctica se traduce en aquellos contrarios al parecer del gobierno o a sus ideas. En Ankara, por ejemplo, la Delegación del Gobierno ha prohibido sine die todo tipo de acto LGTBI, pero también se han visto afectados actos de los partidos opositores.
“Resulta difícil imaginar cuán creíbles pueden ser una elecciones en un ambiente en el que las voces disidentes y cualquiera que desafíe al partido en el poder es severamente castigado”, criticó el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra'ad al Husein. Parecida opinión expresó la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que pidió a Turquía posponer los comicios pues “es imposible celebrar elecciones genuinamente democráticas bajo el estado de emergencia”. Críticas a las que Turquía, invariablemente, responde tachándolas de estar “motivadas políticamente” y alegando que Francia “también celebró elecciones bajo estado de emergencia”.
Algunos autores, como Howard Eissenstat, profesor de Historia de Oriente Medio en la Universidad St. Lawrence de Nueva York, inscriben esta situación en el llamado “autoritarismo electoral”, regímenes en los que pese a la existencia de elecciones periódicas, resulta imposible que gane la oposición. Como en Rusia o en Egipto. Si bien Eissenstat reconoce que en Turquía los comicios son más limpios y competitivos que en esos dos países, eso no quita que la contienda esté desproporcionadamente desequilibrada hacia un bando.
Un ejemplo es el mensaje que difunden los medios de comunicación. Según un estudio del Consejo Superior de Radiotelevisión, en el mes siguiente a la convocatoria de las elecciones los canales del ente público TRT dedicaron casi 80 horas de programación a Erdogan y los partidos que lo apoyan, 7 horas al principal partido de la oposición, el centroizquierdista CHP, y 18 minutos al derechista IYI, cuya candidata podría colarse en la segunda vuelta de las presidenciales. A los otros dos partidos con posibilidad de obtener representación parlamentaria no se les concedió ni un sólo segundo en los informativos, pese a que la ley exige un reparto equitativo de las noticias entre las diferentes candidaturas.
Si bien en algunos canales privados esta toma de partido no es tan acusada, el panorama general no es mucho mejor, especialmente desde que el último gran grupo mediático mínimamente crítico con el poder, el holding Dogan, fue vendido a un empresario cercano a Erdogan bajo presión de las autoridades y apenas tres meses antes de los comicios. Desde el inicio del estado de emergencia, 145 medios de comunicación han sido clausurados, más de 100.000 páginas web han sido censuradas -incluidas de medios de comunicación legales- y más de 150 periodistas enviados a prisión. Y cuando altos tribunales como el Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han exigido que fuesen puestos en libertad -por ejemplo en el caso de los hermanos Mehmet y Ahmet Altan- los juzgados de menor instancia han pasado olímpicamente, siguiendo las directrices del Gobierno que pedían su continuidad en prisión.
Por todo ello, Marc Pierini, antiguo embajador de la UE en Turquía, cree que estas elecciones han sido “cuidadosamente diseñadas para una victoria de Erdogan”. Pero, aún así, la oposición turca no ha perdido completamente la esperanza de dar un vuelco a las apuestas. “Alcanzaremos el poder batallando este sistema mediático. Si el embargo contra la oposición ordenado por Palacio continúa, daremos los mítines frente a las sedes de los canales de televisión”, advirtió al inicio de la campaña el candidato del CHP, Muharrem Ince. Más difícil aún lo tiene el Partido de la Democracia de los Pueblos (HDP), el más votado por los kurdos de Turquía y el tercero con mayor representación parlamentaria. No sólo sus siglas están prácticamente ausentes del debate mediático -excepto cuando Erdogan acusa al partido de “terrorista” por sus lazos con el grupo armado PKK-, sino que su candidato a presidente, Selahattin Demirtas, se halla en prisión desde finales de 2016 junto a otros diez diputados opositores y decenas de cargos locales del HDP.
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