Barcelona bien vale otra misa
Manuel Valls ha encontrado en España la credibilidad y entusiasmo que había perdido en Francia
Debe sentirse Manuel Valls no ya confortado, sino enardecido por la credibilidad y reputación que le ha granjeado en España su implicación en el frente antisoberanista. Su prestigio en Francia se ha desvanecido a la misma velocidad que lo condujo a la cima, pero ha logrado redimirse en su tierra natal. Porque nació en Barcelona hace 56 años. Y porque allí ha regresado para convertirse en aliado providencial del constitucionalismo.
Lo demostró en la manifestación que organizó Sociedad Civil Catalana el 18 de marzo. Valls hablaba en perfecto catalán. Y asumía el megáfono como un antídoto al oscurantismo independentista. Aportaba a las tensiones locales la perspectiva del político cosmopolita. Fomentaba una mirada cartesiana, racional, contra las supersticiones del pueblo oprimido.
Oprimido estuvo su padre, Xavier Valls, pintor de brocha fina exiliado en París y activista en los círculos bohemios e intelectuales. El pequeño Manuel Carlos agradecía en casa las visitas de Alejo Carpentier y de Hugo Pratt, sustrato cultural de una adolescencia que lo abocó al Partido Socialista francés cuando Michel Rocard ya intentaba reformarlo.
Valls formó parte de sus mejores mosqueteros. Y se atuvo a la abstracción de la Segunda Izquierda, cuyas pretensiones de alternativa al socialismo elefantiásico incorporaban un estímulo de liberalismo y de pragmatismo, especialmente en asuntos que más tarde se demostrarían inaplazables: las 35 horas, la seguridad, la inmigración y el laicismo.
Valls aprendió a gestionar los nuevos paradigmas en su alcaldía de la periferia parisiense, Evry (2001-2012). Y se valió de la experiencia en la calle para postularse como ministro del Interior en el Gabinete de Hollande (2012-2014), consciente de que el uniforme de policía de Francia, como ya demostró Sarkozy, permite mejor que ningún otro cruzar la calle.
El discurso antinacionalista de Valls abjura del delirio identitario y del principio discriminatorio
Y cruzar la calle significa entrar en el Elíseo. Porque son vecinas una y otra institución, aunque puede reprochársele a Valls demasiada prisa y excesiva crispación en su gimnástica. La celeridad con que anunció su candidatura a la presidencia, desempeñando ya entonces el cargo de primer ministro (2014-2016), subestimó el rito necesario de las primarias socialistas.
No es que las ganara Benoît Hamon desde presupuestos más izquierdistas. Es que Valls se quedó a 18 puntos de su adversario, de forma que somatizó su catástrofe renegando del candidato victorioso y reclamando el voto de Macron en los comicios presidenciales de 2017. La maniobra fue observada desde el socialismo francés como un ejercicio de alta traición. Y como un método bastante cínico, posibilista, incluso mendicante, desde el que Valls parecía llamar la atención de Macron.
Y no le hizo caso el megapresidente. Pese a haber compartido Gobierno. Y pese a haber compartido también una mirada reformista de la socialdemocracia. Valls se presentó desde su propia lista en las elecciones legislativas y conquistó el acta de diputado por la circunscripción de Essone con un apuradísimo margen de 193 papeletas.
Corría el riesgo de terminar en la marginalidad. Todo el poder que había reunido en cinco años se resentía de una insólita precariedad. De ahí el interés de una imagen tomada en Bolonia en 2014 en la que aparecen Matteo Renzi, Manuel Valls y Pedro Sánchez como el triunvirato mediterráneo de la nueva socialdemocracia.
La foto es un documento carbonizado, pero el pasado catalán y español de Valls parece haber funcionado como el sortilegio de una resurrección, hasta el extremo de que el ex primer ministro francés ha encontrado en su primera patria un territorio fértil a su discurso antinacionalista y neosocialista. Antinacionalista quiere decir que Valls abjura del delirio identitario y del principio discriminatorio con que los partidos soberanistas sabotean el proyecto comunitario e intoxican la convivencia. Neosocialismo quiere decir que cree en un Estado social y solidario, pero no condesciende con la inmigración ilegal, no escatima recursos policiales, ni tolera fracturas buenistas al principio del laicismo.
Es hincha del Barça, padre de cuatro hijos y pareja en segundas nupcias de la violinista Anne Gravoin
Puede entenderse así su beligerancia contra el velo islámico y contra cualquier expresión de reivindicación religiosa en la vida pública, más todavía cuando acusa a Mélenchon, líder de Francia Insumisa, de haber fomentado una suerte de izquierdismo-islámico que concede a los fieles de Alá prerrogativas que no se le permiten a los hijos de Dios. Ya anunciaba Michel Houellebecq en las páginas de Sumisión que la tolerancia de la izquierda francesa al islamismo terminaría con la victoria de un presidente musulmán, aunque el escritor preferido de Valls no es el vitriólico autor de El mapa y el territorio, sino Kundera, cuya Insoportable levedad del ser le hizo perseverar en la carrera de obstáculos. Cuanto más grande es el esfuerzo y el compromiso, más pródiga es la existencia.
Ha trasladado Valls el púlpito a Barcelona. O a San Sebastián, donde se le otorgó en febrero el Premio Gregorio Ordóñez no sólo por su cooperación en la lucha contra ETA, sino por su papel de atizador del nacionalismo y por una concepción del patriotismo inequívoca, fervorosa, que todavía incomoda a la familia socialista española.
Valls, hincha del Barça, padre de cuatro hijos, pareja en segundas nupcias de la violinista Anne Gravoin, se ha propuesto liquidar el complejo del PSOE. Él sostiene que el patriotismo se aprende. Y que no decidió adoptar la nacionalidad francesa, sino desposarse con Francia a los 20 años en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, pero con la plena asunción de los valores republicanos.
Lástima que en política no puedan hacerse fichajes internacionales. Manuel Valls se antoja un buen candidato a la presidencia de la Generalitat. O un buen revulsivo a la crisis del socialismo español, aunque es cierto que su adhesión a Ciudadanos le hizo coincidir con Vargas Llosa en el mitin de clausura de la campaña de Arrimadas en los comicios del 21-D.
Si París valía una misa, como le valió a Enrique IV un trono, Barcelona vale otra. Manuel Valls no ha vuelto para quedarse, pero ha supuesto un mensaje de clarividencia en el yermo de las ideas agotadas.
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