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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Navidad en Colombia (Magüí Payán, Nariño)

Aquí ni los villancicos que no dejan oír –ni las luces que no dejan ver– consiguen aplazar hasta enero a una clase política obsoleta pero enquistada en el Estado que se empeña en negar la guerra

Ricardo Silva Romero

Se supone que Navidad es una tregua, ¿no? Pues aquí en Colombia puede pasar que se recrudezcan la desazón y la violencia. Bogotá en las fiestas es un infierno sin atenuantes ni taxis: los vendedores de pólvora son capturados con las manos en la masa en las riñas callejeras; los padres desesperados buscan en las trastiendas los juguetes de moda como Schwarzenegger en su mejor película de acción; los hampones de rigor, en busca de sus aguinaldos, siguen a los asalariados que acaban de sacar dinero en algún cajero electrónico. Pero eso no es lo raro: lo raro es que aquí ni los villancicos que no dejan oír –ni las luces que no dejan ver– consiguen aplazar hasta enero a una clase política obsoleta pero enquistada en el Estado que se empeña en negar la guerra, a una Colombia remota que es noticia en Bogotá cuando sucede una masacre, a una sociedad mafiosa alojada en la sociedad que sigue dándole argumentos y personajes a Narcos.

En esta primera semana de diciembre tanto el Gobierno que tenemos como el Congreso que ignoramos, enfrascados en la azarosa implementación de los acuerdos de paz con las Farc en plena campaña presidencial, fueron incapaces de sacar adelante una serie de simbólicas curules para las víctimas del conflicto armado y una reforma política urgente que además era importante: es que esta gente es incapaz de reformarse. Ni siquiera la masacre de 13 personas en el municipio de Magüí Payán, en una fiesta en la vereda recóndita de Pueblo Nuevo el lunes 27 de noviembre, les sirvió “a los padres de la patria” para recordar en qué país están fallando: cuenta Semana que un par de guerrilleros del ELN llegaron a una fiesta de cumpleaños, luego de un partido de fútbol, en busca de algunos disidentes de las Farc, y que pronto empezaron a dispararles a los inocentes que corrieran o se lanzaran al río.

Y no he oído sino a muy pocos congresistas colombianos –quizás no me dejan oír las onomatopeyas de los villancicos: ropopompom– hablar lo suficiente sobre esa pesadilla que de aquí en adelante va a ser la vida de ese Pueblo Nuevo: es claro que la mitad de nuestros políticos siguen aferrándose a la fantasía de que un vengador lo resuelva todo a sangre y fuego como Schwarzenegger en su peor película sobre Colombia. Pero tampoco les he visto el arrepentimiento –quizás no me dejan ver los enormes árboles de luces blancas plantados en las aceras– a esos líderes oportunistas de la derecha que marcharon contra el Gobierno junto a Popeye, el exjefe de sicarios de Pablo Escobar, porque según ellos él ya había pagado su deuda con la sociedad: uso la palabra “arrepentimiento” porque este sábado 8 de diciembre fue capturado el capo más buscado de Antioquia mientras celebraba su cumpleaños con Popeye el verdugo.

Se supone que Navidad es una tregua. Y sin embargo aquí no paran las masacres en aquellas regiones empobrecidas por la droga y por sus ejércitos privados, no paran las rumbas endiabladas de los narcos que también montan sus propios Estados, no paran las jugadas sucias de los políticos que están contando los días para irse un rato del país.

Cierto: al menos nuestro presidente no es “el Pirómano de Jerusalén” Donald J. Trump. De acuerdo: en el mundo entero puede hablarse de “la crisis de los partidos políticos” con la sensación de que desde ahora no va a ser nada fácil armar los gobiernos de turno. Por supuesto: no sólo en esta parte del planeta se ha visto semejante vocación a irrespetar la vida. Pero celebrar el fin del año en Colombia sigue siendo celebrar que se ha cruzado un potrero sin haber pisado ni una sola de las bombas. Y habrá que esperar hasta la próxima Navidad para saber qué tanto hemos logrado y hemos querido recobrar la humanidad.

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