¿Y si Francisco fuera un impostor?
El papa Bergoglio cumple su primera "legislatura" como protagonista de una revolución mucho más cosmética que concreta
El principal mérito de Jorge Mario Bergoglio en estos primeros cuatros años de legislatura consiste en haberlo cambiado todo sin haber cambiado nada. Un ejercicio de prestidigitación que requiere la devoción de una sociedad crédula y sensiblera. No estamos en los tiempos de las verdades —no digamos ya las teologales—, sino en la época de las percepciones y de las sensaciones. Y a Francisco se le percibe y se le siente unánimemente como un revolucionario sin haber modificado un milímetro la doctrina de la Iglesia en los asuntos terrenales: ni comunión a los divorciados —los supuestos son excepcionales—, ni reconocimiento a los derechos de los homosexuales, ni compromiso con el peso de la mujer en la Iglesia, ni tolerancia normativa con el aborto, los anticonceptivos o la estirpe descarriada de los adúlteros.
Podrá objetarse que las leyes de la Iglesia están escritas en piedra. Y que no tiene sentido someterlas al calentón de los debates contemporáneos. El problema es que a Francisco se le ha atribuido la proeza de haber emprendido una gran reforma, cuando ni siquiera ha rebasado el estadio preliminar de las insinuaciones y de la cosmética.
La explicación reside en su carisma y en sus facultades de telepredicador. Francisco ha logrado un estado de gracia que irrita a los católicos "ortodoxos" y que arroba a los ateos. Un Papa cercano a Cristo y alejado de Dios. Que ha decidido hacerse hombre. Que ha sacrificado el primado. Y que ha renunciado al poder ritual y a la sugestión metafísica para sentirse cerca del prójimo y sentarse en el banco de la feligresía.
Semejante rectificación del privilegio pontificio ha redundado en su reputación de Papa canchero y colega. Y ha deteriorado también su excepcionalidad y su inmanencia. Trivializando el cargo de Pontifex Maximus, Bergoglio incurre en el peligro de vaciar la dimensión litúrgica y de debilitar su poder sagrado. Se le puede tutear a Francisco. Y se le puede confundir con el padre Ángel en la definición del sacerdote de barrio.
Se trata de un malentendido democrático en el contexto de un dogmatismo uniforme. Porque la democracia es el régimen político ideal, pero no tiene oxígeno en ámbitos de la sociedad —el colegio, el Ejército, la Iglesia, el espacio doméstico— expuestos al principio jerárquico, al respeto senatorial, a la gradación de obligaciones y responsabilidades. La reina Isabel II está más cerca de su pueblo cuando más lejos se encuentra. El boato, la forma y la grandeur redundan en su prestigio. Hacen de ella una figura sobrenatural. Como han dejado de serlo nuestros Borbones en sus concesiones a la asimilación —los reyes a los pies de los súbditos— y como puede sucederle Francisco si persevera en su conducta de cura porteño o se recrea en la imagen del cordero rodeado de lobos.
Es atractiva la idea de un pontífice vulnerable. Un príncipe de la Iglesia al que sabotean los susurros de la Santa Sede. Y al que se pretende asesinar porque Francisco representa supuestamente el antídoto providencial al inmovilismo. Fantasea la sociedad con su Papa histórico. Se le atribuyen palabras que no ha dicho ni proezas que no ha hecho. Y se le está haciendo cumplir incluso un programa que no prometió.
¿Es un impostor el papa Francisco? La pregunta aloja matices blasfemos por la corpulencia sagrada del sujeto. Y no requiere una respuesta afirmativa, pero sí invita a cuestionar la canonización en vida que está experimentando Francisco. La suya es una revolución de las formas, una catarsis de las apariencias cuya repercusión ha engendrado el neologismo del "papulismo", una suerte de populismo papal que relaciona a Bergoglio con las homilías buenistas, que fomenta las aspiraciones elementales —la paz y el amor— y que ha sensibilizado a la izquierda agnóstica y atea como encarnación de la demagogia. Francisco es el papa de Podemos. El papa de Maduro y de Kirchner. Una correlación bolivariana de la Iglesia. Un libertador del capitalismo. Un ariete del movimiento ecologista. Y un buen hombre al que hemos convertido en santo porque la impostora aquí es la sociedad.
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