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En análisis
Columna
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Los últimos días de Rafael Correa

No quiso quedarse pero tampoco está convencido de irse

Una semana antes de la elección, el Secretario de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación de Ecuador colgó un tweet vaticinando el resultado. Decía René Ramírez, el funcionario en cuestión, que el candidato oficialista Lenin Moreno ganaría en primera vuelta con el 41% de los votos, relegando al opositor Guillermo Lasso a un mero 18%.

El pronóstico estuvo errado, lo cual no sería mayor problema. El problema fue que el Secretario Ramírez se basó en una encuesta del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown…que jamás existió. En el tweet del funcionario aparecía hasta el logotipo de la institución, pero ni la universidad ni académico alguno de la misma llevaron a cabo dicha encuesta.

No demasiado por el lado de la innovación—y ni siquiera califica como plagio sino más bien como usurpación de identidad—el caso es que bastó que algunos individuos afiliados con la institución aclararan el punto, y que luego se emitiera una desmentida oficial, para que el tweet bajara de inmediato. La artimaña es anecdótica pero ilustra el clima electoral de los que, en definitiva, son los últimos días de Rafael Correa.

Después de una década, su partido actúa casi por determinación biológica. O sea, reproducirse a sí mismo en el poder indefinidamente. Menos clara es la racionalidad de Correa, quien según muchos dio un paso al costado por la recesión en curso, resultado del cambio de precios internacionales exacerbado por el desorden macroeconómico de su propia gestión. Con su popularidad en caída libre, Correa es víctima de sí mismo. Es el desajuste inter-temporal de los ciclos económico y político.

Es por ello que tal vez su deseo inconfesable sea una victoria opositora, para dejarle la austeridad de regalo. Tal vez así pueda volver por aclamación, su deseo supremo. Así lo sugirió con eso de la “muerte cruzada”, una amenaza basada en la mayoría parlamentaria obtenida en la primera vuelta. Y agregó sobre el tema: “La mejor manera de tenerme lejos es que se porten bien. Si se portan mal, me les presento y los vuelvo a derrotar”. Nótese la conjugación: “me les presento”. No quiso quedarse pero tampoco está convencido de irse; el narcisismo político en estado puro.

O quizás, dicen otros, ahora Correa se preocupa por el destape de varios casos de corrupción de su gobierno. En consecuencia, apoya a Moreno—quien además tiene en su haber una nutrida lista de contrataciones bajo sospecha—porque le ofrece más garantías de control sobre el poder judicial. Son hipótesis; Correa siempre ha sido de humores cambiantes.

Es que con el oficialista Alianza País fuera del poder, cualquier investigación de corrupción podría llegar muy alto en el aparato del Estado. Considérese el caso Odebrecht, sobre el cual ya se conoce que se pagaron 33.5 millones de dólares en coimas. Los ejecutivos arrepentidos tienen la obligación de dar a conocer al juzgado de Nueva York los nombres de los funcionarios que las cobraron. No será un momento grato para Correa.

Lo cierto es que habrá segunda vuelta. Ello gracias a la movilización de la sociedad, que acudió a resguardar los votos; la valentía del presidente del Consejo Nacional Electoral, que resistió presiones (del propio Correa); y el profesionalismo de las Fuerzas Armadas, que expresaron su rechazo a toda forma de fraude electoral.

Es una segunda vuelta problemática para el oficialismo. Después de diez años gobernando, quien no lo votó en la primera vuelta es, por definición, renuente a votarlo en la segunda. Ello ocurre con los partidos para los cuales los términos poder y perpetuidad son sinónimos. Y las segundas vueltas se ganan con los votos que fueron para otro en la primera.

La oposición también tiene lecciones para extraer, especialmente tomar conciencia de la suerte que han tenido. Ocurre que llegaron a esta segunda vuelta a pesar de sí mismos. La mera idea de enfrentarse a un gobierno de una década con semejante nivel de fragmentación era un despropósito inexplicable, un virtual certificado de una derrota que no ocurrió por una hebra.

Se compara a Ecuador con Venezuela, a menudo con poco rigor, olvidando la lección más importante: la del 6 de diciembre de 2015 en la que una oposición unida cono nunca obtuvo una abrumadora victoria. El caso de Argentina es similar, con una amplia coalición opositora que evitó la dispersión de votos y forzó la segunda vuelta. Después de doce años, al kirchnerismo le fue difícil captar en segunda vuelta a quien no lo votó en la primera. Ello hizo a Macri presidente.

Correa deja un legado plasmado en enclaves autoritarios: la constitución a su medida, un poder judicial obediente del Ejecutivo y una ley de comunicación utilizada para silenciar a la prensa crítica. Sin embargo, su única certeza es que el 24 de mayo dejará de ser presidente. Todo lo demás—hacerse inmune ante las investigaciones por corrupción, retener influencia y regresar al poder después—será incierto, en el mejor de los casos, o solo un deseo imaginario, en el peor.

Es que al final, esta segunda vuelta bien podría resumirse en la frase del dirigente indigenista Carlos Pérez Guartambel: “es preferible un banquero a una dictadura”. 

Twitter: @hectorschamis

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