España, puertas abiertas
Hay un torrente literario y filosófico para ayudarnos en la meditación posterior a las grandes derrotas, en pocas ocasiones tan necesaria como en una de tanta envergadura y trascendencia como la que Donald Trump ha propinado contra pronóstico a Hillary Clinton, a los demócratas, a las empresas encuestadoras, a la comunidad de periodistas, expertos y politólogos y al establishment de EE UU y Europa en su conjunto. La dimensión de la gesta es doble: por el peso de la superpotencia, con las consecuencias que acarreará en todo el planeta; pero también por su carácter de lección casi definitiva sobre las artes del poder, las elecciones y la democracia en una culminación difícilmente superable del momento populista que vivimos.
Artur Mas, el presidente emérito que quiso conducir a Cataluña hasta la independencia, ha sacado sus propias conclusiones —mal vistas, por cierto, desde su propio campo— al considerar a Trump, probablemente con justeza, como un espejo digno para los anhelos soberanistas. Aunque a algunos les duela la proximidad, Mas es de los que piensa que también para Trump todo está por hacer y todo es posible cuando se sabe aprovechar la oportunidad impensable que depara la buena fortuna. Esto, por cierto, no es exactamente populismo, sino maquiavelismo puro.
El buen político no es el que tiene buena suerte, sino el que crea las condiciones para que ruede la ruleta del azar y caiga de su lado. Busca la suerte y la aprovecha cuando la encuentra. Para lo primero, hay que saber desestabilizar, de otra forma el azar no se despliega. Para lo segundo, hay que tener buenos reflejos. Esta vieja lección es tanto más vigente cuando las batallas electorales se juegan en márgenes estrechos y victorias y derrotas se fraguan en el filo de la navaja.
Artur Mas lo sabe. Sabe del eterno empate que reflejan las encuestas entre partidarios y adversarios de la independencia y de la pérdida de impulso del movimiento que quiso encabezar en solitario. A pesar de las hojas de ruta circulares y prorrogadas o del referéndum declarado inevitable —sí o sí, siempre que la CUP apruebe los presupuestos—, tiene consciencia de que la actual batalla ya ha terminado y solo se puede mantener en el plano de las apariencias, de la post-verdad.
Así y todo, nada de lo que ofrezca el Gobierno de Rajoy recién instalado podrá disuadir al independentismo de sus propósitos. Todas las previsiones conducen a situarnos antes de un año en unas elecciones catalanas adelantadas, convocadas con intención y ruido constituyentes, en un nuevo escenario de confusión y de regreso al punto de partida de siempre, en el que las urnas electorales sustituyen a las consultas imposibles, antes de volver a empezar. Sin salida en Cataluña, y sin respuesta útil que llegue desde fuera.
En una tal parálisis, no exenta de peligros, caben pocos remedios. Uno es el que pueda surgir de una situación de inestabilidad extrema, como la de que los populismos aspiran a crear en Italia con Cinque Stelle y Francia con Marine Le Pen, con la pesadilla de una oleada extremista que liquide y abra en canal el proyecto europeo. La otra, por desgracia más improbable, la súbita aparición por primera vez de una oferta seria y sustancial de diálogo político por parte del Gobierno español que altere la hoja de ruta soberanista, divida a sus actuales componentes y obligue al menos a los más moderados a entrar en acuerdos eficaces y concluyentes.
Este es el remedio que sueñan y esperan los partidarios de la tercera vía entre el status quo y la independencia, catalanistas moderados a la búsqueda del independentismo desengañado —que ya existe— constituidos desde la pasada semana en la plataforma Puertas abiertas del catalanismo, de nombre que contrasta con las puertas a cal y canto con que el mundo exterior ha acogido hasta ahora, no tan solo al independentismo, sino también cualquier demanda de respuesta política.
Por más que siga el debate interior, la pelota está ahora en el otro tejado.
Dentro de Cataluña todo el pescado está vendido y es difícil que cambien las tendencias. Los resultados cosechados por Rajoy con su inmovilismo son toda una apología del status quo o como máximo de un reformismo minimalista, que encuentra la máxima comprensión en una población española tan hastiada con el proceso soberanista como lo están los propios catalanes. De ahí que sea en el conjunto de España donde se hace más perentorio el esfuerzo de persuasión.
Dejar las cosas como están, para que las arregle el paso del tiempo, es abrir espacios a la fortuna maquiavélica, esa oportunidad brindada por el azar que el príncipe sabe captar al instante cuando quiere crear el caos antes de vencer. Como Trump.
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