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Columna
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Más vidas, más armas

El pensamiento videogame-religioso es la condición necesaria pero no suficiente para el recrudecimiento del terrorismo en estos días

Martín Caparrós
Una mujer contempla las flores depositadas en el Paseo de los Ingleses.
Una mujer contempla las flores depositadas en el Paseo de los Ingleses.VALERY HACHE (AFP)

Están llenos de vidas, me dijo: que están llenos de vidas. Es curiosa la discordia que una letra puede introducir en una frase: “están llenos de vida” es un lugar común; cuando le oí decirme “están llenos de vidas” no entendí.

Soy un ignaro perfecto en cuestión videogames, y preferiría seguir siéndolo, aún en tiempos de Pokémon Go, pero la frase me llamó la atención y pregunté; entonces él me explicó con detalle y convicción total –tiene cinco años– que, en ese juego, los magos tienen muchas vidas, el gigante tiene todas las que quiera y las arqueras, en cambio, son guay pero tienen muy pocas.

–¿Cuántas?

–No sé, dos o tres vidas.

Hay, de distintas formas, personas acostumbradas a creer que se puede tener más de una vida: M., cinco años, los superhéroes de sus juegos, que se mueren una y otra vez y pasan a la próxima; esos creyentes que saben que tienen otra vida y que, por eso, pueden terminar ésta con un estallido –que los va a llevar a la siguiente, la mejor.

Lo dicen todos los seguratas de este mundo: es tan difícil detener a alguien que no teme morirse. Las defensas sirven por el miedo de los atacantes a los ataques que pueden sufrir; si su muerte no los arredra, si la consideran parte de su premio, no hay manera: seguirán atacando. El pensamiento videogame-religioso es la condición necesaria pero no suficiente para el recrudecimiento del terrorismo en estos días.

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Lo ayuda la resurrección de la iniciativa individual –en varios planos. Paradoja aparente: mientras Estados y corporaciones parecen controlar todo –comunicaciones, desplazamientos, vidas– como nunca, aparecen más espacios para la iniciativa personal. Para empezar, en estos movimientos líquidos, como Isis o Al Qaeda, a los que cualquiera puede decir que pertenece sin pertenecer, sin formar parte de una estructura, y actuar como si tal. Para seguir, en estas situaciones en que la decisión de uno o dos o tres produce efectos tan potentes como estos atentados, muertes impactantes, cambios políticos, humores sociales.

Y hay un cambio también en las armas: en los dos extremos de las armas. Durante muchos siglos matar fue complicado: requería decisión, habilidad, un instrumento idóneo. Para matar a alguien había que acercarse con espada o cuchillo o bruta piedra o soga; había que pensarlo, prepararlo, saber hacerlo, ver a tu víctima, tocarla, oírla, mancharse con su sangre, invertir en ello el propio cuerpo. Ahora las verdaderas armas de los verdaderos poderosos se alejan cada vez más de las personas: ya no precisan que haya humanos que las carguen, se arriesguen con ellas; un señor con un mando que dirige un drone, apunta, explota, destruye imágenes en un televisor y mata a miles de kilómetros de su silla basculante.

Y, al mismo tiempo, mientras las armas específicas son cada vez más sofisticadas, más complejas, más y más cosas pueden volverse armas. Vivimos rodeados de instrumentos letales: un cable de electricidad puede matar, el gas de la calefacción puede matar, el coche que manejamos puede matar con sólo mover el pie derecho unos centímetros. Mientras las armas específicas se manejan desde otro continente, tantas cosas se hacen armas si quien las manipula pone el cuerpo –pero, decíamos, poner el cuerpo es gratis para los que creen que en la próxima vida van a tener uno mejor.

Entenderlo fue la genialidad –llamémosla genialidad, que el mal siempre fue espacio para el genio– de los pilotos del 11 de septiembre: que un medio de transporte podía convertirse en un arma fatal; que tantos elementos de nuestra vida cotidiana podían serlo. El asesino de Niza ha agregado el camión al arsenal; otros agregarán otros objetos. Vivimos en un mundo de máquinas letales que no lo son sólo porque las neutraliza el miedo a la ley o el miedo a la muerte; cuando alguien los pierde, cuando alguien consigue creer en otra ley y en otra vida, los objetos se revelan como lo que son: pura amenaza. Entonces, sí, vivimos en un mundo aterrador, donde todo son armas.

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