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'BREXIT'

El continente paralizado

La pérdida de mayorías en los parlamentos y la catarata de plebiscitos dificultan la política europea

Andrea Rizzi

El viejo cuerpo político europeo parece sufrir síntomas de una enfermedad degenerativa que paraliza su acción. Varios factores convergen en esa dirección. Por un lado, la creciente fragmentación de los panoramas parlamentarios, que obliga a coaliciones gubernamentales heterogéneas, débiles, y a menudo ineficaces; por el otro, la proliferación del recurso al instrumento referendario, en ocasiones sacrosanto, pero en otras un elemento que cortocircuita grandes gestiones políticas sin que la invocación de la voluntad popular al respecto parezca tener una ratio indiscutible; por último, la cada vez más patente inadecuación de la arquitectura política comunitaria para afrontar muchos de los retos del siglo XXI.

Paul Ellis (AFP)

Tras un inicio de siglo relativamente sereno, las crisis económica y migratoria que se han abatido en los últimos años sobre el continente están provocando una acelerada y convulsa metamorfosis política. Las familias que tradicionalmente han regido las suertes de los países europeos desde la posguerra —democristiana y socialdemócrata— se hallan en claro declive en casi todo el horizonte continental. En muchos países europeos los dos grupos solían conquistar juntos alrededor del 80% de los votos. Ahora, difícilmente llegan al 50%. En la primera ronda de las presidenciales austriacas, apenas sobrepasaron el 20% entre las dos.

Ambas familias pagan el precio del descontento ciudadano en tiempos de depresión económica, al ser legítimamente consideradas responsables del actual estado de las cosas. Lo llamativo es que incluso en países exitosos como Alemania, el duopolio sufre. Una reciente encuesta apuntaba que los dos grandes partidos (CDU y SPD) por primera vez desde la posguerra no alcanzaban en conjunto el 50% de los votos.

La aparición de nuevos actores políticos, la alternancia en el poder, la competición, la evolución, son conceptos en abstracto muy positivos. Pero su materialización en la arena política europea conlleva desarrollos inquietantes. Por un lado, muchos de los nuevos actores tienen tintes populistas —de derechas o izquierdas— que no dejan presagiar consecuencias luminosas; por el otro, la fragmentación es tal que la tarea de componenda entre tan distintas instancias se presenta a menudo ímproba, a veces cuasi imposible. La impresión general es que, en varios casos, este estado de cosas merma la tarea ejecutiva.

El número de consultas a la ciudadanía se ha triplicado en la Unión con respecto a los años setenta

El segundo eje de turbulencia es la catarata de plebiscitos en toda la geografía europea. Según un recuento publicado por The Economist recientemente, el número de consultas se ha triplicado en el continente con respecto a los años setenta. El instrumento en sí, por supuesto, se halla entre los más nobles pilares de las democracias. Su abuso, sin embargo, puede tener un efecto paralizante.

Nadie es depositario de la verdad revelada que traza la frontera entre el uso correcto y el abuso del instrumento referendario. La historia de Suiza muestra una trayectoria conjuntamente exitosa en un país que hace un uso extensivo de la herramienta.

Pero está claro que, por ejemplo, plebiscitos como el recién celebrado en Holanda sobre el acuerdo de asociación de la UE con Ucrania —que no implica nada trascendental como la ampliación del club— no son una necesidad democrática imperiosa. Así por lo menos pareció sentirlo el casi 70% de los holandeses que no fue a votar. Ahora, sin embargo, la voluntad de la mayoría de ese 32% que sí fue a votar complica la gestión del asunto ucranio, la relación con Rusia, un escenario de política exterior que es legítimo preguntarse si no es mejor que lo gestionen los profesionales elegidos para ello en la urnas más que los ciudadanos, caso por caso, con su papeleta.

La catarata de refererendos es impresionante —entre los más destacados Escocia (2014) y Grecia (2015)— y suele paralizar o tener en vilo a sectores enteros de acción política o económica. Algunos tienen un calado y consecuencias para el rumbo de un país que nadie en su sano juicio cuestionaría que se pregunte a la ciudadanía. En esta categoría sin duda figuran el Brexit o la consulta prevista en Italia sobre la reforma constitucional. Estas citas electorales provocan un efecto hibernante, o bien porque las reformas no entran en vigor, o bien porque la importancia del asunto condiciona todo el resto de la política del Ejecutivo, como está siendo el caso en Reino Unido, que elude medidas que puedan provocar cualquier clase de descontento. Pero su oportunidad es incuestionable.

Sin embargo, hay otra clase de consultas cuyo calado es claramente menor y que afectan a la política exterior, a inversiones económicas a largo plazo, etc. Precisamente en Italia, acaba de votarse otro referéndum sobre prospecciones petroleras marítimas que solo atrajo un 31% de votantes. Según los datos de The Economist, en los años setenta la tasa de participación media rondaba el 75%. Ahora se sitúa en 40%. ¿Merece la pena tener en vilo sectores económicos, agendas políticas en estas circunstancias?

Estos factores de parálisis se suman a la bien conocida y cada vez más evidente inadecuación de la arquitectura constitucional europea para responder con rapidez y firmeza a muchos de los retos del tiempo moderno.

En los últimos compases de En busca del tiempo perdido, Proust observa agudamente que los seres humanos no solo ocupan un lugar en el espacio, sino también en el tiempo. Que los mayores andan sobre profundos zancos que se hunden en el pasado, que nos mantienen en contacto con ese tiempo pero a la vez hacen incierto nuestro caminar. Así parece moverse nuestra UE, con sus seis décadas de historia común, milenios de conflictos, y unos zancos que ofrecen enorme altura, perspectivas inigualables, pero también dificultades para avanzar. Un viejo cuerpo venerable con algunos inquietantes síntomas de parálisis.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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