La peste militar
Los militares venezolanos no hicieron otra cosa que robar y entrar en política para robar mejor
Que se sepa, el Ejército venezolano no ha ganado una guerra exterior desde, por lo menos, 1824.
Sin embargo, cualquiera de nuestros cleptómanos generales —me refiero no solo a los del ejército chavista, cipayo de los cubanos, sino a todos los milicos dedicados al abigeato que padecimos durante todo el siglo XIX, a los muchos contratistas de obras públicas de buena parte del boom petrolero que fue casi todo nuestro siglo XX, y a los actuales capos del cartel de narcogenerales y otros miembros del club Panama Papers— se siente como si acabara de regresar triunfante de la batalla de Ayacucho.
No en balde, por salvaguardar su honor mancillado, Diosdado Cabello, señalado como narcotraficante y verdadero epítome de arbitrariedad cuartelaria, ha clausurado diarios y hecho juzgar por “difamación”, encarcelado y desterrado a numerosos periodistas venezolanos.
Característicamente, desde mucho antes de disolverse en 1830 la Gran Colombia (esa “ilusión ilustrada”, como llamó el historiador de las ideas venezolano Luis Castro Leiva, a uno de los desatinos geopolíticos que Simón Bolívar era tan propenso a imaginar y disponer), los militares venezolanos no han hecho otra cosa que robar y oportunistamente inmiscuirse a la brava en política para robar mejor. Al principio de nuestro ser nacional, prevalecía en el país la noción de que solo quien hubiese combatido en alguna sonada batalla disfrutaba de fueros que, ante la justicia, lo colocaban por encima de cualquier civil y estaba dotado, además, de la ciencia infusa necesaria para gobernar. Chávez reivindicó esos fueros en la Constitución de 1999.
En una zalamera carta que Simón Bolívar envía desde Lima o Bogotá al arrojado general llanero José Antonio Páez, creo que hacia 1826, para apartarlo de la idea secesionista que estarían tratando de infundirle unos intrigantes juristas de levita, corbatín y pumpá, el Libertador recomienda no atender las razones de “esos doctores que jamás hemos visto en las batallas”.
Imparto, llegado aquí, una sospecha respecto a este general Páez, figura fundacional de Venezuela, cuya bigotona efigie en los antiguos y devaluadísimos billetes de 20 bolívares tanto recuerda al guarachero puertorriqueño Daniel Santos.
La leyenda quiere que, siendo todavía un mozalbete, en tiempos coloniales, Páez fue asaltado en descampado por unos bandoleros y que, al repelerlos, dio muerte a uno de ellos (o a todos) y no tuvo más camino que escapar de la justicia de rey huyendo a los llanos, esa vasta comarca de parias y cimarrones, donde consolidaría el liderazgo que, con el tiempo, haría de él un formidable jefe militar patriota.
Juzgando solo por su trayectoria como el voraz terrófago en que se convirtió, una vez terminada la guerra de independencia, siempre me he preguntado si las cosas no ocurrirían al revés, y si no sería Páez el adolescente asaltante solitario que para despojar de sus alforjas a unos desprevenidos, les dio muerte y tomó las de Villadiego. Con ello habría fundado una tradición, un modus operandi que aún se cultiva en las peligrosísimas carreteras venezolanas. De ser así, uno de los legendarios episodios seminales de la identidad nacional no fue más que un atraco a mano armada.
Bromas aparte, si algo singulariza la actual crisis venezolana es la pervivencia, entre la población civil opositora, de una no siempre soterrada esperanza de que sea justamente uno de estos cernícalos de uniforme, asesinos de estudiantes inermes, saqueadores del erario y estrellas del narcotráfico, quien ponga fin, por la vía de los hechos, a la dictadura madurista.
Aunque quizá todo esto sea muy natural en la patria del culto a Bolívar; nuestra variante civil de militarismo latinoamericano.
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