Sangre, minas y una fosa común en las ruinas de Palmira
EL PAÍS entra en la ciudad siria retomada por el Ejército sirio, tras permanecer diez meses en poder del Estado Islámico
En lo alto de una colina se yergue el castillo Najm. A sus puertas, un enjambre de soldados sirios e iraníes blanden sus móviles para inmortalizar las majestuosas vistas que ofrece sobre el yacimiento de Palmira. Sus ruinas se extienden entre palmerales que tiñen el vasto desierto con pinceladas verdes. Desde las alturas no se aprecian sus heridas.
Cinco días atrás, una escena similar tenía lugar, pero eran los terroristas del autoproclamado Estado Islámico (ISIS por sus siglas en inglés) quienes se fotografiaban a las puertas de la fortaleza. Tras diez meses bajo el reino del califato, las tropas sirias junto con milicias aliadas afganas, libanesas e iraníes bajo el amparo de la aviación rusa, lograban recuperar a la novia del desierto, patrimonio de la humanidad.
Latigazos para quien se afeitara y los dedos índice y corazón amputados para quien fumara eran los castigos bajo el califato.
La ofensiva, que comenzó en el castillo, duró tres semanas, con las tropas leales asediando a los combatientes yihadistas por tres flancos. “Fue una operación muy complicada porque entre las filas de Daesh (acrónimo del ISIS) hay muchos afganos y paquistaníes y por lo tanto expertos combatientes en una geografía que alterna entre montañas y desierto, similar a la de sus países”, explica Samir Suleimán, portavoz del Ejército sirio, durante una visita de prensa organizada.
Desde el castillo, los soldados se abrieron camino hasta el yacimiento. “Tardamos mucho en avanzar porque los zapadores nos precedían desactivando las minas plantadas por los terroristas”, espeta Fadi Jalil, soldado regular de 25 años. Habla sentado sobre una montaña de piedras de 2.000 años de antigüedad, a la sombra del pórtico monumental, el único remanente del templo de Bel, dinamitado el pasado mes de agosto por ISIS. A sus espaldas, las 750 columnas del Tetrapylon se confunden con las de humo que marcan los puntos en los que trabajan los zapadores rusos. Las constantes detonaciones no logran borrar la sonrisa de los soldados, quienes ondean su bandera con una mano y hacen el signo de la victoria con la otra. “Hay 68 mártires y más de un centenar de heridos en esta operación”, dice Hayat Awad responsable de prensa de la provincia de Homs.
Donde cinco años atrás pululaban 150.000 turistas mapa en mano, hoy tan solo transitan uniformados cargados con kalashnikov. En lugar de guías explicando los grabados y detalles de las milenarias columnas, oficiales del Ejército sirio señalan al suelo advirtiendo bien un cráter que evitar bien una mina por desactivar. A las puertas del museo, en la ciudad habitada de Tedmur, su nombre en árabe, la plaza central aun conserva una insignia del Estado Islámico. Plantada en medio de una fuente marca el lugar donde fue decapitado Jaled Asaad, arqueólogo de 81 años, que veló durante cuatro décadas por la preservación de Palmira.
En el patio de una casa, los zapadores descubrían una fosa común con más de 40 cuerpos incluidos niños y mujeres.
A pocos metros, un rostro de mármol yace sobre el suelo, desfigurado por aquellos que tratan de hereje toda representación icónica. Una muerte que no solo atañe a esta piedras milenarias, sino que simboliza la suerte que han vivido las gentes de Palmira.
Ponerse el niqab a los 13 años
“Cuando el Daesh entró, lo primero que hicieron fue registrar las casas una a una en busca de soldados y funcionarios”, relata el vecino Abdalá, campesino de 50 años hoy desplazado en el barrio de Baba Amr de Homs. De la noche a la mañana, el poblado cayó bajo las leyes del califato. “Tuve que ponerme el niqab [velo integral]”, interviene Baraa, su hija de 13 años. La cuñada de Abdalá, Hiba en nombre ficticio, era profesora de Palmira. La mujer se encaró con los yihadistas. “La decapitaron”, musita su madre quien no pudo darle sepultura. Entre unas manos temblorosas sostiene un papel, un certificado de defunción sellado por el califato. Durante las primeras 72 horas desde que el ISIS tomara Palmira, 450 vecinos fueron masacrados, según el recuento del gobernador de Homs, Talal el Barazi. Este viernes, en el patio de una casa, los zapadores descubrían una fosa común con más de 40 cuerpos incluidos niños y mujeres. La familia de Haidar ha perdido la esperanza de recuperar el cuerpo de Hiba, pero ansían regresar a su oasis.
Un retorno por el momento imposible a una callejas repletas de explosivos. Los hoteles y casas han quedado expuestos como si de una casa de muñecas se tratara, con los muros exteriores reventados. La ciudad, que albergaba 100.000 habitantes diez meses atrás (50.000 de ellos desplazados de otras zonas), está hoy tan desértica como las tierras que la rodean. “Los de Daesh prohibieron la salida de todo varón de entre 16 y 60 años. Pero al mes, mi mujer e hijos lograron escapar a Homs”, relata aliviado. Su mujer Najla junto con sus siete hijos recorrieron los 160 kilómetros que les separan de Homs, la tercera mayor urbe siria. El rastro de ropas y zapatos esparcidos en el desierto dan testimonio de la apresurada huida. Lavadoras y aires acondiciones abandonados en los arcenes lo hacen del pillaje de la ciudad. En las cunetas, coches calcinados alternan con cráteres en el asfalto. A varios metros de uno de ellos, un cuerpo quemado se descompone bajo un inclemente sol.
Donde cinco años atrás pululaban 150.000 turistas, hoy solo transitan uniformados con kalashnikov
Recluido en Palmira, Abdalá convivió seis meses con el miedo y las reglas yihadistas como otros 3.000 habitantes de la ciudad. Con los ojos enrojecidos, admite que pasó tiempo en las cárceles del ISIS. Un periodo que resume con su silencio: “Es difícil hablar sobre semejante ataque a la dignidad humana a mi edad”. Sus manos curtidas por el trabajo en el campo contrastan con un rostro pulcramente afeitado a excepción de un poblado bigote. Latigazos para quien se afeitara y los dedos índice y corazón amputados para quien fumara, resume así algunos de los castigos bajo el califato. Unos yihadistas que hoy reculan hacia el noreste de Palmira, junto a sus familias y varias decenas de vecinos del poblado, en dirección a Deir Ezor y bastión del ISIS.
Abdalá celebra la liberación de Palmira y la de sus ruinas. Poco le importa que el mundo clame como suyas ese conglomerado de piedras milenarias por las que ya sus antepasados pasearon a cada atardecer. Aun pasará tiempo hasta que sus vecinos puedan ver las heridas de Palmira. El frente de batalla con el ISIS prosigue a varias decenas de kilómetros en dirección a Deir Ezor. “Antes de ir allí y seguir a Raqa [capital del califato] tenemos que asegurar la ciudad y limpiar las bolsas de Daesh a nuestras espaldas”, dice el General Suleimán Daher, apostado en Palmira, y en referencia a la localidad de Qariatein (entre Homs y Palmira), donde aun combaten yihadistas y tropas sirias.
Cuando regresen, “ya no será la misma” se lamenta Abdalá. El Arco del Triunfo ha desaparecido. Y aunque los bancos del teatro romano siguen intactos, y los turistas vuelvan a pisar ese púlpito concebido para el recreo, para Haidar pasará a ser el escenario donde ejecutaron a sus seres queridos.
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