Juego sucio (Barranquilla, Atlántico)
El colombiano, que es el ser humano pero un poco más desacostumbrado a convivir, ve el vaso medio lleno de agua sucia
Colombia empató con Chile en Chile de puro milagro, pero vaya a usted a saber por qué –porque solemos pedirle al fútbol que nos reivindique, nos repare– se dio por sentado que entonces sin ningún problema iba a ganarle a Argentina su cuarto partido de las eliminatorias para el enlodado Campeonato Mundial de Rusia. Colombia perdió. Perdimos. Y en vez de acudir a algunas de las máximas cojas de los comentaristas deportivos, de la cansina pero innegable “el fútbol es así” a la cabizbaja pero científicamente comprobable “los partidos se ganan, se pierden o se empatan”, se procedió a lapidar al equipo y a decretar la debacle. Se maldijo un poco más al destino que a la suerte. Se le echó la culpa a Pékerman, el técnico, el ex héroe. Se pidió su cabeza argentina, se le odió: cosas de pueblo que una vez tuvo rey. Y se sospechó de la noble Barranquilla, la sede de la selección, que dígame usted cuál puede ser su falta.
Si el puerto de Barranquilla, en el Atlántico, ha sido una de las pocas ciudades colombianas a favor de Colombia. Si fue nuestra primera capital que dejó de portarse, en el siglo XIX, como un pueblo escamado: “es un extranjero…”. Fue el lugar donde nació, en 1919, una de las primeras aerolíneas comerciales de este mundo que da vueltas sobre sí mismo. Nunca, ni siquiera cuando se hablaba aquí de razas impuras, ja, Barranquilla ha mirado de reojo a los inmigrantes: los sirios, los franceses, los palestinos, los judíos, los alemanes, los gringos fueron barranquilleros a primera vista. Y trajeron sus culturas. Y los artistas, de Cepeda Samudio a García Márquez, se dieron permiso para ser artistas. Y por ser el único sitio neutral en los días de los carteles, y en su peor hora como ciudad –en las fotos a color se ve sitiada por la corrupción–, en 1989 se convirtió en “la casa” en la que la selección ha clasificado a cuatro mundiales.
Qué va a tener Barranquilla la culpa de nada. Quien pasa unas semanas en Colombia (“es un extranjero…”) pronto nota que la nación no sólo sucede cuando está segura de que su selección va a ganarle a Argentina, sino también apenas llega la oportunidad de conspirar contra sus ídolos. El colombiano, que es el ser humano pero un poco más desacostumbrado a convivir, ve el vaso medio lleno de agua sucia: es capaz de verle el lado malo hasta a un proceso de paz e incapaz de persistir en lo que está saliendo bien. Colombia es uno de los principales equipos del mundo, según la tramposa Fifa, desde su gran presentación –dirigida por Pékerman– en Brasil 2014. Se construirá en Barranquilla una sede de la selección de 6.900 metros cuadrados. Acaban de empezar las eliminatorias. Pero ya se usa la palabra “hecatombe”.
Ciertos comentaristas, viejos y mañosos y enquistados, no quieren que se sepa por qué se le llama “familia” a la “familia del fútbol”, pero estas derrotas tendrían que servir para recordar que nadie vigila a este negocio disfrazado de deporte; que el equipo del 2014 se pasó el 2015 lesionado; que el brillante James Rodríguez sufre un paréntesis de locura; que es una vergüenza que el nombre del señor Bedoya, presidente de la Federación de acá, aparezca espolvoreado en los documentos de la trama macabra de la Fifa; que ha sido evidente que los desleales de siempre, los dueños del fútbol colombiano que de 1999 a 2013 sabotearon a la selección (“se necesita un técnico de aquí que conozca nuestra idiosincrasia, un Rueda, un Lara…”), han estado conspirando para tomárselo todo otra vez, para que no salga bien, para que sea Colombia: “¡adiós Barranquilla!”, “¡fuera Pékerman!”.
En fin. Cosas de pueblo que una vez tuvo rey. Riesgos que se corren cuando se le entrega a un monopolio intocable la tarea de montar una nación.
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