Bagdad da la espalda al Estado Islámico
Los habitantes de la capital iraquí intentan que el avance yihadista no les marque el paso
A tenor de los carteles que salpican sus calles, Bagdad es una ciudad en pie de guerra. Desde las pancartas, combatientes de uniforme animan a los iraquíes a alistarse no en el Ejército, sino en alguna de las decenas de diferentes milicias, o dan fe de los caídos en la batalla contra el Estado Islámico (EI). Su mera existencia refleja la fragmentación social que también se plasma en barrios segregados por comunidades étnico-religiosas. Sin embargo, los bagdadíes se niegan a que la violencia les marque el paso.
El EI proyecta una pesada sombra sobre Bagdad. Su amenaza es tema de conversación, de debates televisivos y, recientemente, incluso de la programación del Teatro Nacional. El viejo edificio de Karrada acoge esta temporada a troupes provinciales que escenifican experiencias con el Daesh, como la mayoría llama aquí al grupo, usando un acrónimo árabe que disgusta a sus simpatizantes.
Tienen motivo para estar preocupados. Apenas a 60 kilómetros, en Faluya, ondea la bandera negra desde principios de 2014, seis meses antes de que los yihadistas tomaran Mosul. Una noche sí y otra también hay ataques sobre Abu Ghraib, a medio camino. Aun así, no da la impresión de que Bagdad sea ahora más insegura que hace un año. Continúa habiendo atentados indiscriminados contra mercados y otros lugares públicos, pero sus ocho millones de habitantes (casi una cuarta parte de la población del país) parecen haber decidido seguir con sus vidas sin dejarse intimidar.
Además de significar un alivio para parturientas y otras urgencias médicas a deshora, el levantamiento del toque de queda nocturno el pasado febrero ha dado confianza a muchas familias para salir a la calle. En Al Mansur y Karrada son habituales los atascos de tráfico al final del día, más aún ahora con el Ramadán.
Corrupción
También algunos restaurantes vuelven a estar concurridos para la cena. En el Mazaj, en una bocacalle de la avenida Saadún, la parroquia incluye numerosas mujeres, la mayoría sin velo. El local cuenta con una terraza cubierta, en la que ventiladores con humidificador refrescan el aire. Por un momento, la decoración tropical y la jaula con pájaros hacen que una se olvide de que está en la capital iraquí; salvo que la cita es para hablar del Daesh y el ruido del generador dificulta la conversación. Esas máquinas de producir electricidad son omnipresentes. Su runrún se ha convertido en la banda sonora de Bagdad, igual que antes lo fue de Beirut. Y como pasara en la capital libanesa, también son una trampa.
No hay barrio que no tenga un potente generador para paliar la incapacidad de la red eléctrica nacional. Abu Rihab paga 125.000 dinares (unos 80 euros) al mes a su proveedor para evitar quedarse sin aire acondicionado o que se le pierda la comida de la nevera con los cortes que se producen cada dos horas. Con máximas que superan los 45 grados centígrados y mínimas por encima de los 30, no es ningún lujo. El problema es que el negocio ha creado intereses que bloquean cualquier intento serio de solucionar las carencias de suministro público.
Hace mucho que Bagdad dejó de ser la ciudad de las mil y una noches. Pero a los bagdadíes les gustaría que la estatua de Kahramana, que echa un aceite imaginario a los 40 ladrones en una fuente, cobrara vida y actuara contra los especuladores.
La corrupción resulta tan peligrosa como el EI. A ella se atribuyen los soldados astronautas, en parte responsables de que el Ejército no haya opuesto resistencia al avance de los yihadistas, y ahora se empieza a hablar de “funcionarios fantasma”. Asegurado el puesto, y el sueldo, no vuelven a aparecer por el departamento que les ha contratado. La sospecha sobrevuela el proyecto de la Ópera.
Como el polvo del desierto que a menudo desdibuja los contornos de los edificios, el manto de las corruptelas eclipsa las perspectivas de una ciudad que un día fue faro de la cultura árabe.
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