Las nuevas ruinas olímpicas
El abandono de las instalaciones de Atenas 2004 es una parábola del presente de Grecia
Visitar las instalaciones de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 es un paseo melancólico por las ruinas del presente. El abandono y la escasa vigilancia han permitido que el óxido y la maleza amenacen barandillas y campos de deportes, que algunas gradas de la piscina olímpica hayan sido arrancadas, que un turbio charco refleje el trampolín de los saltos, que la basura y las hojas muertas cubran algunos pasillos y las pintadas decoren sus muros.
Aún están en funcionamiento el Estadio Olímpico y zonas de la Villa Olímpica, y lógicamente las destinadas a los deportes más minoritarios como el soft ball o el vóleibol son las que se encuentran en peor estado, pero el deterioro general resulta una muda parábola del destino de Grecia en esta última década, del trayecto de un esplendor que resultaría falso a la negrura de la peor crisis económica de su historia reciente.
“Los Juegos vuelven a casa” fue el lema que anunciaba la celebración de los Juegos de la XVIII Olimpiada en Atenas aquel mes de agosto de 2004. Grecia había celebrado los primeros juegos de la historia, en el año 776 antes de Cristo y también los primeros de la era moderna en 1896. Iban a ser también los primeros después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 lo que incrementaría los costes de seguridad -650 millones de euros fue el presupuesto oficial para esta partida, tres veces más que en los anteriores de Sídney 2000-, y los primeros en los que volvía a participar Afganistán, expulsado del evento en 1999 tras hacerse los talibanes con el control del país. Pero, sobre todo, eran la gran oportunidad para mostrar al mundo la modernidad del Grecia.
El Gobierno griego, entonces en manos del Pasok (centro izquierda), destinó en un principio 4.640 millones de euros a obras de infraestructura estrictamente relacionadas con los juegos. Sin embargo, los retrasos en las obras y la suma de imprevisión, negligencia y corrupción elevaron finalmente su coste a los 9.000 millones aproximadamente. Ese gasto no incluía la construcción del nuevo aeropuerto internacional de Atenas ni el metro de la capital –un orgullo nacional con un funcionamiento modélico- y pese a todo, esas cantidades eran cacahuetes comparados con los 360.000 millones de euros que alcanzaría años más tarde la deuda griega. Pero sí fue entonces cuando empezaron a sonar las primeras alarmas en Europa sobre la situación económica del país.
En 2004 el déficit griego llegó al 6,1% del PIB, el doble del límite del 3% establecido por Bruselas y la deuda al 110,6%, la más alta de la UE entonces -actualmente es del 177%, una cifra que el consenso entre los economistas ve como impagable- y el Estado griego era calificado como “financieramente imprudente” por las instituciones europeas. Un año más tarde, Grecia se convertía en el primer país de la Unión sometido a control fiscal por la Comisión Europea. Luego llegaría la crisis global y el reconocimiento por el socialista Yorgos Papandreu, flamante vencedor en las elecciones de 2009, del falseamiento de las cuentas públicas presentadas por su antecesor, el conservador Costas Karamanlis.
Comenzó entonces para los griegos la pesadilla de los rescates europeos -240.000 millones de euros-, las medidas de austeridad –aplicadas con sorda intransigencia- y el hundimiento de su sistema político.
Ha pasado un poco más de una década de aquel 13 de agosto en el que se inauguraron los juegos de Atenas y parece que fue hace un siglo. El tiempo que discurre para un país entre vivir por encima de sus posibilidades y la bancarrota. Atenas 2004 no marca solo una oportunidad perdida –ni tan siquiera sirvieron para impulsar el sector turístico- sino el final de una era.
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