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PENSÁNDOLO BIEN
Columna
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La jaula de oro

Calderón sabía que los presidentes corren el riesgo de terminar encerrados en una burbuja

Jorge Zepeda Patterson

Felipe Calderón podía ser muchas cosas pero no tenía nada de tonto (las muchas cosas incluirán la mecha corta y la obcecación, pero eso es harina de otro costal). Él sabía que los presidentes corren el riesgo de terminar encerrados en una burbuja irreal, rodeados de cortesanos capaces de informar al soberano que el verde es azul rey. En una entrevista en su despacho de Los Pinos le pregunté al mandatario panista qué hacía él para escapar a esa burbuja. Me respondió que revisaba los medios de comunicación y algunas de las columnas personalmente, al margen de la síntesis de prensa que le hacían llegar sus colaboradores. Y acto seguido me llevó a la pantalla de su computadora en la que tenía abierta una decena de pestañas con los principales portales de información nacionales e internacionales. La manera ágil en que se desplazaba entre una y otra reveló que, en efecto, era un asiduo de la consulta de información por su propia mano. Creí advertir, incluso, que alguna de las pestañas estaba congelada en una caricatura desfavorable a la figura presidencial. En aquel momento pensé que era una virtud el esfuerzo que hacía Calderón para saltar el cerco informativo de su propio equipo, pero después, cuando supimos del carácter iracundo y rencoroso, ya no estuve tan seguro. Me lo imaginé encerrado en su despacho rumiando su despecho una y otra vez a la vista reiterada de las nota negativas.

Ernesto Zedillo tenía un método más práctico para escapar de la jaula de oro. En muchas de sus giras por el territorio nacional solía separar una tarde para entrevistar uno a uno a distintos líderes y representantes de la sociedad civil en cada región. Los veía a solas y les pedía externaran de manera libre y espontánea de sus puntos de vista. Supongo que más de alguno de los consultados sería honesto. Por su parte, Vicente Fox diría que él “no se ocupaba” de tales consultas porque nunca dejó de ir a su rancho y de hablar directamente con su gente. Y quizá eso fue parte del problema; jamás dejó de ser ranchero y candidato, nunca comenzó a ser presidente.

Mucho me temo que Enrique Peña Nieto ni siquiera hace el esfuerzo. Vamos, ni siquiera cree que la burbuja de oro que significa el cerco informativo al que lo somete su equipo sea un problema. No hace como Zedillo giras para tomar el pulso de la sociedad civil, ni consulta directamente a la prensa nacional e internacional como Calderón. Y ciertamente no tiene un roce continuo con la gente de a pie, como se ufanaba Fox. Y en buena medida porque nunca lo tuvo. Es decir, literalmente la cabeza del país vive en su jaula de oro.

Esto no significa que ignore la molestia que genera entre la población la inseguridad policiaca, la corrupción y la frágil situación económica. Entre otras cosas porque afectan a la clase política y empresarial, nacional e internacional, con la que sí tiene relación. En otras palabras no hay jaula de oro que blinde de la indignación que han generado los escándalos recientes, en particular los casos de Tlatlaya y Ayotzinapa. Los viajes y salidas presidenciales ahora sólo pueden hacerse a escenarios controlados para evitar que los manifestantes lo importunen con mantas y gritos, sea en México o en el extranjero (adiós el viaje a Davos, por ejemplo).

Fox, Calderón o Peña Nieto, cada uno a su manera, han sabido de la insatisfacción que deriva de las incapacidades y errores de sus respectivos gobiernos

Así que sea por una vía u otra, tarde o temprano los presidentes se enteran de que, pese a lo que se les diga, el mundo afuera de Los Pinos no es color de rosa. El problema es la explicación que se montan para procesar las críticas de la opinión pública. Y es entonces cuando aparecen los puntos de fuga. Fox estaba convencido de que la clase política y los medios de comunicación resentían la popularidad de la que gozaba entre el hombre y la mujer de la calle. Comenzó y terminó el sexenio creyendo que sus detractores procedían de una capa intermedia de envidiosos, y que debajo de esa capa su popularidad era unánime.

Por su parte, Calderón concebía las críticas como el precio a pagar por su cruzada en contra del crimen organizado. Se sentía un mártir incomprendido, dispuesto a sacrificar incluso su popularidad con tal de erradicar el cáncer de la inseguridad. Cegado por esa prioridad, creyó que al final la historia le daría la razón y el reconocimiento de la sociedad.

Algo similar sucede con Peña Nieto y sus reformas. Realmente está convencido de que es el transformador de México y que dentro de varias décadas será visto como el presidente parte aguas de la modernidad. Sus colaboradores cercanos le reiteran que los escándalos y críticas no son más que las reacciones del México viejo y atrasado que se resiste a cambiar o los pataleos de los intereses afectados por sus reformas.

Fox, Calderón o Peña Nieto, cada uno a su manera, han sabido de la insatisfacción que deriva de las incapacidades y errores de sus respectivos gobiernos. Pero los tres, por distintas razones, han encontrado la manera de evadir su responsabilidad. Sólo eso explica, en el caso del actual gobierno, que se mantengan en su sitio varios secretarios de estado que han hecho más que suficiente para justificar su retiro. No hay autocrítica allá donde la crítica es percibida como algo injusto e ilegítimo. El reformador de México asume que la resistencia procede de los que se niegan a ser reformados. Mala cosa.

@jorgezepedap 

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