El yudoca acorralado
La política exterior de Putin puede interpretarse como una prolongación de su carácter
Los politólogos solemos ser escépticos respecto a las explicaciones basadas en la personalidad. Para nosotros, la política se entiende desde los intereses de los actores, sus acciones se comprenden desde la racionalidad y las políticas se explican como la confluencia de actores e intereses en las instituciones. Es por ello que más allá de algunas observaciones sobre el carisma, la personalidad de los líderes no suele importar mucho: como se supone que los políticos son sólo actores que interpretan intereses, da igual que pongamos a uno o a otro al frente.
Este desdén es aún mayor en el ámbito de las relaciones internacionales pues, para la mayoría de los especialistas, son sobre todo las estructuras las que explican los comportamientos de los Gobiernos. Aplicado al análisis de la conducta de Putin, ese punto de vista nos llevaría a intentar objetivar sus actuaciones refiriéndolas a una lógica de competición por el territorio y los recursos económicos, es decir, a una lógica geopolítica en la que los actores buscan maximizar el interés del Estado. Las personas no serían demasiado relevantes: si quitáramos a Putin del poder, su sucesor se comportaría de forma muy similar. Punto final.
Si esta explicación les parece correcta, dejen de leer aquí. Pero si les parece demasiado perfecta, sigan leyendo. Dicen los expertos en psicología política que los líderes, más que a una ideología o a una serie de intereses objetivos, obedecen a una serie de orientaciones cognitivas básicas adquiridas en algún momento, y que estos hechos definitorios son los que acompañan su actuación política a lo largo de todas sus vidas. Siguiendo este camino, para entender a un político bastaría con saber dos cosas: lo que a toda costa quiere lograr y lo que a toda costa quiere evitar.
Dos hechos son los que parecen marcar el carácter de Putin. Como él mismo ha contado en alguna de las raras entrevistas en las que ha accedido a hablar de sí mismo, el primero es que su físico siempre supuso un contenedor demasiado pequeño para un carácter muy grande. Su estrategia para resolver esta contradicción en su infancia, proclamar continuamente su deseo de ser luchador y enzarzarse con cualquiera que quisiera poner a prueba su determinación, lo dice todo: como la Rusia de hoy que él dirige, que no es ni mucho menos una superpotencia pero quiere parecerlo, Putin siempre quiso boxear por encima de su peso. El otro hecho relevante es el colapso de la República Democrática Alemana y la consiguiente caída del muro de Berlín, que sorprendió a Putin como oficial del KGB en la ciudad germano-oriental de Dresde, obligándolo a quemar documentación comprometedora en el patio de su sede, incluso enfrentándose pistola en mano a los manifestantes que intentaban asaltar la sede del KGB. Si esto es cierto, y lo que Putin siempre ha querido a toda costa es lograr la aceptación de los demás y, paralelamente, lo que más odia es ser presionado o verse desbordado por la presión, es evidente que Occidente ha activado los dos resortes psicológicos que más le motivan.
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