Un cementerio lleno de vida
El camposanto del Congreso en Washington celebra tanto la existencia como la muerte no solo en Halloween, también el resto del año con múltiples actividades
“¿La clase de yoga mortis? Sí, claro, siga todo recto hasta la capilla”. El guía del cementerio del Congreso de Washington es todo sonrisas ante los que apuran el paso para llegar puntuales a la clase de yoga, que, por ser esta mañana de otoño excepcionalmente soleada, se va a celebrar al aire libre, en un paseo entre las tumbas, y no dentro de la pequeña capilla que suele acoger oms y asanas una vez por semana. Salvo que haya un funeral, puntualiza la instructora, Ingrid Benecke, con la misma naturalidad que el jovial guía pese a lo inusual de esta actividad en un sitio como este.
Al fin y al cabo, el cementerio del Congreso no es un camposanto cualquiera. No ya por su historia, sino por su misión autoimpuesta: convertirse no solo en el último lugar de descanso de vecinos —distinguidos y no tan distinguidos— de la capital, sino también en un auténtico espacio de recreación y disfrute para los vecinos (vivos) del cementerio situado cerca del Capitolio que aloja el Congreso del país, algunos de cuyos antiguos ocupantes residen ahora aquí de manera permanente.
El lema con el que se promociona, “55.000 residentes y ni una sola queja”, destila ya el humor con el que la Asociación para la Preservación del Cementerio del Congreso, la organización privada encargada de su cuidado, busca ideas para recaudar los fondos que en los últimos años han permitido la conservación del camposanto y su radical transformación. Todavía en los años noventa, recuerda un vecino, Rob Suls, esto era territorio para las drogas y la prostitución “a cualquier hora del día”.
Difícil de creer hoy. Mientras que la docena de asistentes a la sesión de yoga despliegan sus esterillas, los dueños de perros rezagados buscan a sus canes antes de que acabe el tiempo permitido de paseo entre las 14 hectáreas de verdes pastos y lápidas —previo pago de una tasa que ayuda al mantenimiento del recinto— por donde también vagan familias con niños.
Algunos se cruzan aún con los turistas reunidos en la entrada para participar en el tour que los llevará a visitar algunas de las tumbas más populares, que constituyen en sí una historia comprimida de la vida política y social de Estados Unidos desde 1807, cuando abrió sus puertas.
Entre las más visitadas está la del primer director del FBI, J. Edgar Hoover. Sus restos reposan a escasa distancia de la tumba familiar de David Herold, uno de los conspiradores en el asesinato del presidente Abraham Lincoln. Y de Leonard Matlovich, un veterano de Vietnam que en 1975 se convirtió en el primer militar que reveló públicamente que era gay. Guerreros indígenas como Push-Ma-Ta-Ha o Taza, el hijo del jefe apache Cochise, también hallaron un lugar aquí, donde descansa asimismo la primera mujer nominada a la presidencia de EE UU, Belva Lockwood, y otra innovadora, Anne Royall, la primera periodista profesional del país.
Mientras continúan las visitas guiadas y la clase de yoga mortis —también se celebran actividades deportivas como la anual Carrera del hombre muerto—, los voluntarios ultiman los preparativos para la fiesta anual de Halloween Fantasmas y cálices, que llenará el camposanto de enmascarados ávidos de festejar y escuchar las historias más escabrosas de los residentes permanentes. Al igual que la próxima lectura de relatos de terror de Edgar Allan Poe, es una manera más de recaudar fondos. Pero también de involucrar a un vecindario para el que el cementerio se ha convertido en una parte “muy viva” de la comunidad, sonríe Ingrid, la instructora de yoga, que asegura que hasta ahora no han recibido quejas por el uso alternativo del camposanto. “Con respeto, también tratamos de promover el sentido del humor. Al fin y al cabo, hay mucho espacio muerto cuando nadie lo usa”, ironiza.
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