Taiwán no es Hong Kong
El ‘tigre’ asiático exhibe su democracia y su poderío económico frente a la crisis de la excolonia británica
Hasta 2008, volar de Taiwán a Shanghái, en la China continental, suponía pasar por Hong Kong y tardar, en vez de los 90 minutos de un vuelo directo, más de seis horas. Tras la llegada a la presidencia ese año de Ma Ying-jeou, Taipéi y Pekín no sólo establecieron vuelos regulares y enlaces marítimos directos, interrumpidos desde 1949; también han estrechado lazos, sobre todo en el ámbito económico: el 40% de las exportaciones de la isla van a la República Popular China, y de allí proceden el 60% de sus importaciones. Hoy, los taiwaneses pueden viajar directamente a más de 40 destinos en la China comunista, y cientos de empresas producen desde el continente.
Sobre esta aparente luna de miel, sustanciada en la firma de 21 acuerdos de cooperación en sectores como el transporte, el turismo o la educación y en un evidente deshielo diplomático, se ha cernido el fantasma de las protestas de Hong Kong, que muchos pensaron podrían afectar a Taiwán. Sin embargo, las movilizaciones en la excolonia no han tenido un efecto inmediato ni visible en la antigua Formosa, o China nacionalista, que se separó de la Popular (comunista) al término de la guerra civil en 1949 y desde entonces se comporta –y sobre todo comercia- como si fuera un país independiente: soberano ‘de facto’, ‘tigre’ asiático (la 25ª economía del mundo en 2013, según el FMI), tiene Ejército, pero no dispone de asiento en la ONU y sí sin embargo en la Organización Mundial del Comercio. Para Pekín, Taiwán sigue siendo un territorio rebelde.
Taipéi mantiene la desconfianza hacia Pekín, pese a los lazos comerciales
“Taiwán no es Hong Kong, son dos casos muy distintos. Hong Kong es una antigua colonia británica retornada a China en 1997 y Taiwán es un país que no está dispuesto a convertirse en un segundo Hong Kong”, es decir, en un territorio teledirigido por Pekín, explica Chu-chia Lin, viceministro del Consejo de Asuntos Continentales. En un encuentro con periodistas extranjeros invitados por el Ministerio de Exteriores, el viceministro subraya: “Somos un país democrático, con sufragio universal directo, y apoyamos sin fisuras los anhelos de libertad de Hong Kong, siempre que se manifiesten de forma pacífica. Pero esas protestas no van a afectar a Taiwán porque el contexto es distinto. Aun así, esperaremos a ver qué sucede”.
De hecho, Taiwán vivió su particular ‘primavera’ en marzo, la llamada “revolución de los girasoles”, cuando cientos de estudiantes ocuparon el Parlamento en protesta por la firma de un importante acuerdo comercial con China que consideran demasiado propenso a Pekín. La movilización surtió efecto, y no sólo propició la visita de mayor nivel político de una delegación china, en junio, sino también la adopción de una ley que velará por la transparencia en la aplicación del convenio, el penúltimo en la agenda de liberalización económica del país y en su apuesta por la integración en el área Asia-Pacífico, como demuestran los acuerdos de libre comercio suscritos recientemente con Nueva Zelanda y Singapur.
El principal cortafuegos que Taiwán interpone ante su ‘amenazador’ vecino –que multiplica por millones su extensión y población y además tiene innumerables baterías de misiles apuntando a la isla- es hacer valer su excepcionalidad como ejemplo de democracia y, a la vez, de desarrollo pujante (o, al revés, de cómo se puede avanzar hacia la democracia a partir del éxito económico, un mensaje palmario para Pekín); nada que ver, reitera el Ejecutivo, con la fórmula “un país, dos sistemas” que consagró la reincorporación de Hong Kong a China. Al segundo mandato del presidente Ma, del partido Kuomintang (nacionalista) y más cercano a Pekín que sus predecesores, le quedan dos años, y las relaciones transfronterizas resultarán cruciales en las elecciones de 2016, subraya Chu-chia, “mucho más que las cuestiones internas. Pero gane quien gane, no habrá cambios. Según los últimos sondeos, sólo un grupo muy pequeño está a favor de la independencia total; un porcentaje similar, por la unificación, y entre el 80% y el 85% de la población, defiende que se mantenga el ‘statu quo’”, explica. “El asunto es muy sensible en Taiwán tanto para el partido en el Gobierno como para la oposición [Partido Democrático Progresista], así que cualquiera de ellos mantendrá el mismo rumbo. Como mucho podrán cambiar los pasos que se den, pero no la dirección de la política”.
“Nuestro poder ‘blando’ influirá en el entorno”, dice el viceministro
Taiwán permite a empresarios chinos invertir en algunos sectores, como la restauración y determinadas manufacturas, pero se cuida mucho de abrir campos estratégicos como la banca o los medios de comunicación. “Tememos que puedan controlar la opinión pública, por eso somos especialmente cuidadosos, al igual que frente al ciberespionaje [de Pekín]: cada día somos objeto de miles de ataques virtuales, sobre todo las páginas oficiales”, subraya Chu-chia.
No obstante, Taipéi deja claro que su desconfianza se dirige al régimen de Pekín, no a sus ‘conciudadanos’ (el 95% de los taiwaneses son chinos han, la etnia mayoritaria en el continente). Sin las reservas políticas que presiden las relaciones bilaterales, la comunicación entre ambas sociedades es capilar, cotidiana, fluida: “Hay miles de matrimonios mixtos, el año pasado nos visitaron tres millones de turistas [chinos] y 22.000 estudiantes cursaron estudios aquí”, explica Chu-chia. “Todos ellos pueden apreciar nuestro sistema de vida, ver los programas de debate político en la televisión, comparar… algunos de esos estudiantes se han convertido en líderes y activistas… Ese es nuestro poder, un ‘soft power’ que, estamos convencidos, acabará influyendo a medio plazo en el entorno”. Como el agua que horada la piedra, la pequeña isla de Taiwán persevera frente a los vientos de cambio.
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