De cómo somos la lengua que somos
El ciudadano medio, heredero de Roma, vive mucho más por la palabra que su equivalente nórdico
El último presidente de la II República española (1931-36), Manuel Azaña, dijo en una ocasión que “la libertad no daba la felicidad, pero nos hacía hombres”. Hoy diríamos seres humanos. Y sin ánimo de corregir, sino de completar las palabras de uno de los españoles más notables del siglo XX, yo diría que la lengua, al servicio de la libertad, es el quantum x que nos hace humanos. En la evolución que lleva desde los primates al homo sapiens, el momento —aunque durara cientos o miles de años— en que se produce la transubstanciación de bestia a persona es aquel en que la comunicación se convierte en habla. Aunque la gramática se demore un poco más.
En los años sesenta una universidad inglesa hizo un interesantísimo estudio sobre el vocabulario que conocía y manejaba el ciudadano medio británico. Para asombro de muchos, el inglés común —en absoluto diferente del escocés— conocía algo más de 700 palabras, que hoy posiblemente son menos, así como se podía manejar toda la vida sin dificultades de supervivencia con apenas un pico por encima de 200. El inglés es una lengua inmensamente práctica que igual sirve al pobre que al rico, hasta el punto de bifurcarse en dos hablas relativamente distintas, anglosajona y neo-latinizada, y con una formidable adaptabilidad, verbos adverbiales en cabeza que le dan docenas de significados, por ejemplo, a to get, tiene unas características muy especiales. Se puede ser anglo-hablante y prácticamente mudo, sin que eso impida una vida larga y plena, al menos en lo material.
El caso de las lenguas latinas es muy diferente. El mayor genio de Roma seguramente consistió en creer que en la comprensión del mundo había un lugar para cada cosa y cada cosa tenía su lugar. El derecho romano es la plasmación práctica de esa utopía casi satánica: el orden como principio universal. Y para construir esa realidad cotidiana, y no solo las clases pudientes, sino el mundo en general, todos tenían que aprender a hablar mejor, y en especial, mucho más. Pero la búsqueda imposible de la perfección exige muchas más explicaciones que el empirismo clasista. En Francia, una educación pública que hasta hace no tanto era excelente, amuebla al ciudadano para que comprenda y maneje por encima de 2.000 palabras. Pero en ningún país del mundo latino vamos a mejor.
El gran crítico literario norteamericano Lionel Trilling y Ortega escribieron prácticamente lo mismo sobre la cuestión. El primero en Imágenes del Yo romántico y el maestro español no recuerdo en qué obra, decían, completándose el uno al otro, que en el mundo anglo-germánico hay una especialización extrema, que el genio o el talento se concentran en aquellos que se dedican a cultivarlo profesionalmente, mientras que en el latino esas cualidades están diseminadas en el pueblo. Así es como un campesino siciliano, hispano-árabigo o de una vereda colombiana puede decir cosas interesantísimas, ajenas por completo al saber académico, sin que encontremos nada parecido en el universo lutero-calvinista. Unos en parte nacen y otros del todo se hacen.
El ciudadano medio, heredero de Roma, vive mucho más por la palabra que su equivalente nórdico, lo que no se refleja en absoluto en la producción periodística, o sí puede que se refleje, pero para mal, porque el profesional de prensa anglosajón habita en el seno de una sociedad en la que la especialización hace que todos los periódicos estén técnicamente bien hechos, mientras que en nuestro medio la naturalidad, unidad de propósito, claridad implacable de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, brillan frecuentemente por su ausencia. Hemos aprendido a no hacerlo del todo bien, porque siempre hemos leído periódicos que no estaban del todo bien.
La lengua española es, sin embargo, uno de los más potentes reflectores para el conocimiento y descripción del mundo. Una lengua de una potencia extraordinaria en la que se expresan los sentimientos más intensos, fecunda de erres y jotas que la dotan de una expresividad que no es común en las restantes lenguas occidentales. No necesitamos, por tanto, ni rebuscar, ni enrevesar, ni perdernos en vericuetos porque, lineal , preciso y contundente, al español o castellano —sinónimos totales— nada de lo humano le es ajeno. Latinoamericanos y peninsulares tenemos por ello la obligación de amueblarnos con su riqueza para usar el término adecuado en cada caso. Mucho más que conocer las reglas que la rigen, lo que cuenta es sentir la intensa familiaridad con una lengua, sumergidos en cuya vastedad escribimos. Poseer un léxico extenso es importante, pero no para emplear aquellos vocablos que hagan esotérica la lectura. La escritura periodística tiene que ser, por ello, esa décima parte del iceberg que sobrenada el agua, porque tiene por debajo otras 9/10 partes que la sustentan. Con dos o tres mil palabras que emerjan de ese conocimiento y esa familiaridad carnal con el idioma, habremos dado un paso de gigante para hacer periódicos bien hechos; aunque que ya pueda ser tarde.
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